No es fácil hacerse una idea coherente de lo que está ocurriendo con la pandemia, y no lo es por dos razones fundamentales que valen en todas partes. La primera es la carencia de una información rigurosa, suficiente y clara con respecto al virus y los males que provoca. En algunas zonas del mundo en que la pandemia ha repetido episodios virales bastante similares ha habido oportunidad de afrontarla mejor, y los resultados están a la vista, pero en Europa y en América no se habían tenido experiencias semejantes y la COVID-19 se ha combatido con improvisación y dudas, además de con resultados todavía inciertos y, a lo que parece, muy distintos. Las previsiones de los virólogos y epidemiólogos, a los que la prensa siempre califica de eminentes, han fallado de manera lamentable, y las más diversas informaciones científicas que han ido llegando al público no han dejado de ser desconcertantes por imprecisas y contradictorias. Tras más de medio año, la pandemia sigue haciendo de las suyas por casi todas partes, y el horizonte no parece demasiado halagüeño.
La segunda causa del desconcierto reinante es la dificultad de acertar con las cifras que definen la realidad efectiva de los contagios y la letalidad de la pandemia para poder determinar con claridad las causas que la hacen más temible y letal en unos lugares que en otros. La pandemia ha pillado por sorpresa a casi todo el mundo, y nos ha obligado a ir aprendiendo sobre la marcha, cosa nada fácil. Las formas de combatirlo han variado de forma sustancial, lo que quiere decir que no se sabía con certeza cuál podría ser la más correcta, basta comparar las aproximaciones de Suecia, de Alemania o de Estados Unidos para comprobarlo.
Pedro Sánchez ha ido dando palos de ciego, nos ha sometido a un confinamiento sin par, una medida que es bastante discutible, salvo que consideremos criminales a los países que no la han adoptado, para acabar con la proclamación irresponsable según la cual “habíamos vencido al virus”. A partir de ese momento liberador la política seguida ha sido demencial
El caso de España destaca en Europa por tres características adicionales, la alta incidencia, la alta mortalidad y la forma caótica con que las autoridades sanitarias han tratado de poner remedio. Aquí la cuestión se ha hecho todavía más confusa y complicada porque a las dificultades de fondo, comunes a todo el mundo, se ha añadido el ruido ensordecedor de una propaganda política, mucho más intensa de lo habitual. Ante la evidente incapacidad de afrontar con eficacia la primera ola de la pandemia, los políticos han decidido que de la politización podría surgir el alivio que disimulase su impotencia y su responsabilidad, que el auxilio de los suyos podría hacerles menos penoso el trance. La incompetencia se ha querido disfrazar con frivolidad ideológica.
Nuestro sistema sanitario, que la propaganda presentaba como el mejor del mundo, ha dado, por desgracia, muestras rotundas de imprevisión, infradotación e ineficiencia. En el primer punto hay que destacar su absoluta incapacidad para detectar de manera certera la presencia del virus, basta con recordar que el portavoz oficial aseveró que a lo sumo podrían afectarnos dos o tres casos cuando los datos han mostrado con claridad que ya existían centenares, si no miles, de contagios. Un segundo punto que hay que destacar es la falta de protección técnica de los equipos sanitarios, que ha llevado a otro triste récord nacional, el mayor número de contagios y muertes entre el personal médico. Un tercer fallo, muy evidente, es la ridícula incapacidad informática del sistema que no ha permitido ni contar bien los muertos (cosa que ha supuesto un alivio temporal para los políticos) ni utilizar bien los recursos disponibles, porque los hospitales no han podido, por ejemplo, anticipar la demanda que se detectaba en el sistema primario, donde, por cierto, los encargados de adivinar lo que estaba pasando (el incremento de neumonías atípicas) se han lucido a modo.
El Gobierno ha sido totalmente incapaz de formular una estrategia de alcance nacional que se pudiese expresar de manera clara y consistente, porque, se diga lo que se diga, el público ha respondido con responsabilidad como lo muestra la disciplina con que se han adoptado las mascarillas, cuando se pudo disponer de ellas. Ha ido dando palos de ciego, nos ha sometido a un confinamiento sin par, una medida que es bastante discutible, salvo que consideremos criminales a los países que no la han adoptado, para acabar con la proclamación irresponsable de Pedro Sánchez según la cual “habíamos vencido al virus”. A partir de ese momento liberador la política seguida ha sido demencial.
Moncloa ha pretendido siempre afrontar la pandemia como si se tratase de una batalla de imagen, apostando por la credulidad del público y sin temer que la realidad pudiere acabar por desmontar ese tinglado. El resultado de una apuesta tan irresponsable es todavía incierto desde el punto de vista político, porque Sánchez va a tratar por todos los medios de que su responsabilidad se diluya entre vagas promesas de pronta llegada de la vacuna y atribuciones de responsabilidad a los chivos expiatorios habituales. Que la política haya podido pasar de un estado de alarma al caos legal que ahora mismo afecta a las medidas que el Ministerio ha decidido adoptar en relación con algunas CCAA (léase Madrid) muestra que se trata, sobre todo, de eludir la responsabilidad del Gobierno ante una segunda ola que era previsible por entero y ante la que no se han adoptado ni medidas legales ni estrategias definidas, confiando en que la pandemia sea menor y quepa endosar la responsabilidad a otros actores políticos.
El Gobierno de Pedro Sánchez confía en que carajal estadístico, la abundancia de curvas, la fragilidad de los datos, y, con mucha suerte, una intensidad menor en la segunda ola que ya está en marcha, puedan servir de parapeto a una explosión de descontento, por la enfermedad, las muertes y la ruina económica, que le será muy difícil evitar. Ha ensayado la cogobernanza con las CCAA, como quien dice yo ya he cumplido y es vuestro turno, pero sin abandonar el navajeo con la Comunidad de Madrid a la que va a imponer unas medidas que podrían haberse previsto desde julio pero que resultarán inanes si la segunda ola se convierte en lo que todos tememos. Al comienzo de la pandemia trató de jugar la carta negacionista, para pasarse a toda prisa a una guerra sin cuartel con predicas televisivas que aburrirían a Castro o a Maduro. Ahora exhibe la indiferencia fingida del que presume haber cumplido ya con su deber.
Su excusa para retirarse del puente de mando frente a la mayor amenaza que hemos sufrido en muchas décadas es ocuparse en temas al parecer más graves, combatir el franquismo investigando sucesos ocurridos hace más de setenta años, tratar de superar la amnistía en plan Garzón, desequilibrar la Monarquía, indultar a los golpistas del procés, y otras urgencias similares, sin descuidar sus horizontes utópicos de preferencia para que nadie le tome por un gestor de tres al cuarto. La audacia y la habilidad política de Sánchez son innegables, pero se equivoca si cree que los españoles van a aceptar con facilidad el escamoteo con que quiere huir de su responsabilidad al gestionar muy mal la mayor crisis sanitaria y económica de la historia reciente.