Pues ahora resulta que Sálvame no era telebasura, sino un servicio público. Que una serie de personajes cuya única aportación al mundo es abrir en canal su vida personal se juntase con unos carniceros de lo sentimental o tertulianos que iban haciendo el despiece de la casquería delante de todos era un aspecto del bien común; y quien lo niegue puede elegir entre «elitista» y «gerontofóbico» para calificarse. Porque esa es otra: resulta que el programa era sobre todo un servicio público para viejecitos solitarios, ancianos que mire usted por dónde no tenían otra cosa que hacer y ya llegarás tú a eso, gañán que te alegras de que eche el cerrojo el programita de marras.

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Este país —una parte, al menos— tiene unas reacciones apasionantes cada vez que alguien dice que el agua moja. Para no olvidar de qué estamos hablando, el «espectáculo» consiste en gente opinando sobre quién se acuesta con quien, peleas a muerte por la custodia de niños, sesudas digresiones sobre lo que la gente se mete o de qué se opera, violencia intrafamiliar, traiciones varias y demás bajezas humanas. «La vida misma», aseguran algunos, como si una parte sola, la peor, pudiera definir el todo, y como si el ser humano fuera solo esa cochambre. Y como si no hubiera otros modos de acercarse a nuestras oscuridades —¿sabe esta gente cuánto de lo peor nuestro hay en Shakespeare o Cervantes? —, modos que nutren, enardecen de veras y enseñan, porque honran. Miren, no: aquí lo que hay (pronto, lo que había) era una apología constante de lo chabacano, insultos, enfrentamientos físicos incluso, y la peor escuela conversacional de todos los tiempos, un curso intensivo de griterío y vileza. Solo quienes creen que el pueblo es por definición zafio y estúpido pueden asimilar eso al «pueblo.

Decía Nietzsche que el fanatismo es la única fuerza de voluntad de la que son capaces los débiles. Ni que decir tiene que toda la escandalera pseudoprogresista por el programa tiene otra explicación: que al ínclito Jorge Javier le sustituirá Ana Rosa

Aquel era un sitio donde además se destruían vidas. Poco importa que fuera las más de las veces con la connivencia del destripado o la destripada; un mundo donde la gente se destroza mutuamente en privado es mejor que uno donde se hace en público. Por no hablar de la inflación del ego de las celebridades. Toda la gente que pasó por allí multiplicó muchas veces el concepto magnífico que tenía sobre sí misma, porque verdaderamente hay que considerarse muy especial para pensar que tus mierdas le interesan a nadie. Claro que tenían una especie de demostración de que eso era sí en que les pagasen por ello; pero pensemos cuántas cosas podrían haber hecho estas personas por la sociedad —desde recoger fresas a pelar a personas, pasando por construir puentes, si se preparasen para ello— en vez de esparcir cascotes y jeringuillas sentimentales por sus televisivas calles.

Los mismos que hoy braman contra la desaparición del programa pusieron sin duda en su día el grito en el cielo cuando Ayuso (es un decir) repartió pizzas y hamburguesas a unos escolares. Eso entraña varias premisas asumidas. La primera, que les importa la alimentación del cuerpo, pero no de la mente; tampoco es de extrañar, visto lo visto. O que los niños los quieren cuidar, pero no a los mayores, aunque puedo imaginar lo que dirían si los centros de mayores que gestiona la comunidad de Madrid —solo esos, por supuesto— dieran esa misma dieta a los mayores. Hay que ser muy ignorante para pensar que horas y horas dedicados a revisar despojos sentimentales y morales ajenos no tienen efectos sobre la capacidad cognitiva, esto a todas las edades, pero especialmente a las últimas.

Como todo esto es más bien ostensiblemente asqueroso, la falacia que muchos aducen para decir que el cierre de Sálvame está mal es que «la gente tiene derecho a ver lo que quiera». Que es algo tan rocambolesco como afirmar que todos los programas han de mantenerse por si a alguien le gusta. De pronto estos adalides de la igualdad se han interesado por la libertad, vía Belén Esteban, María Patiño y compañía. Hasta el punto de considerar que la retirada de una sola de las bazofias que se emiten supone una merma democrática; acabáramos. Por si fuera poco, el mero alegrarse del cierre o decir que es una mierda es «querer imponer a los mayores lo que han de ver», un acto de opresión en toda regla, erigirse en «guardianes de la cultura y la moral». A un paso estamos de que enjuiciar sea censura, porque, ya saben, la libertad de expresión no es para quienes piensan lo que no me gusta.

«Es que la gente lo veía, dejad a la gente». Un secreto a voces para quienes sostienen esta perogrullada: quienes se plantaban regularmente frente al televisor para ver Sálvame no van a apagar la tele. Verán lo que les echen. Porque es gente que ve la tele, punto. Y porque sí, hay mucha gente muy sola, aunque no, jamás vamos a abordar ese problema (estamos viendo realities, no molesten). Por lo demás, la única gente que ha dejado de ver la tele es precisamente la que hace años que se cansó de ver telediarios infumables, vulgaridad a raudales, películas que no merecen ni el nombre y programas que te toman por imbécil. Con quienes veían Sálvame no hay peligro alguno de que apaguen la tele y se vayan a hacer otra cosa, porque están en el nivel más bajo de tolerancia a lo que les echen.

Al fondo de esta reivindicación del «entretenimiento para los mayores» hay un concepto deplorable de la vejez. Uno recuerda cuando el progresismo era republicano y apostaba por un pueblo instruido y amante de lo mejor, la Institución Libre de enseñanza, Machado y el resto. Había un sincero interés por una ciudadanía que aspirase a lo bueno y supiese ofrecerlo, desde la comprensión de que la cultura, el gusto y la finura mental fortificaban contra la opresión y la barbarie. Todo eso ha quedado laminado por la generación política más infame de todos los tiempos y el progresismo más reaccionario que jamás se haya visto. En la actualidad se busca descaradamente la minusvalía mental del ciudadano, al que se quiere súbdito. Y por eso no se vislumbra alternativa posible a que nuestros mayores languidezcan y se intoxiquen con la telebasura. ¿Para qué vamos a ofrecerles cosas buenas, libros, entrevistas, radio, artículos, conversaciones, películas, ejercicio físico y naturaleza los que puedan, e incluso propiciar que se junten, en vez de telebasura? Podrían ponerse a pensar y votar lo que no se debe.

La condescendencia con nuestros ancianos no tiene límites. Quienes creen que solo pueden acceder a la basura no tienen ni idea del tipo de vida que han tenido que llevar y la cantidad de cosas que han ideado y hecho para que nosotros disfrutemos del mundo que disfrutamos. Aparcar viejitos delante de indigentes intelectuales y morales que los entretengan es una intención deleznable que viene a recordarnos cuanto más ignorantes son algunas generaciones actuales que las precedentes. Lo que ellos necesitan es nuestro tiempo; si no lo tenemos, qué menos que no insultar su inteligencia y ofrecerles alternativas razonables. Tal vez incluso podríamos dejar de monopolizar ideológicamente la televisión pública (pública) y crear programas de valor que los acompañen. Así, como idea loca.

Decía Nietzsche que el fanatismo es la única fuerza de voluntad de la que son capaces los débiles. Ni que decir tiene que toda la escandalera pseudoprogresista por el programa tiene otra explicación: que al ínclito Jorge Javier le sustituirá Ana Rosa. A quienes se han rasgado las vestiduras con el cierre de Sálvame les importa realmente una higa la libertad, la gente en general o en particular los mayores: de lo que se trata es de no ceder ni una sola trinchera ideológica. Tan es así que hasta algún innombrable parlamentario ha venido a decir que el conductor del programa era un luchador de primera línea contra el fascismo, y que sí, que es basura, pero que hacía falta.

Porque nunca es el qué, siempre es el quién.


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