Un grupo de estudiantes de la Universidad californiana en la que John Wayne cursó estudios está tratando de borrar los numerosos recuerdos de su figura que existen en ese campus, al parecer porque han descubierto ahora que el ciudadano Marion Mitchell Morrison sostuvo ideas relacionadas con lo que consideran supremacía blanca y una actitud inadecuada hacia los pueblos indígenas. No es la primera acción contra la memoria del gran actor, ni será la última, porque cabe sospechar que lo que en verdad les duele no es que quien ha sido considerado durante mucho tiempo un sinónimo de América sostuviese opiniones distintas a las suyas, sino que su popularidad y su memoria perduren, que la realidad común haya podido ser alguna vez tan distinta de lo que establece la olla de prejuicios y el licor de excelencia con el que pretenden juzgar de modo inquisitorial a todos los que no comulgan con su papilla moral.

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No soy un experto en la obra de Wayne, pero he visto muchas de sus películas decenas de veces (tal vez la que más El hombre tranquilo) y cuando se ataca a Wayne me siento concernido, qué le voy a hacer, forma parte de mi educación sentimental y no estoy dispuesto a considerarme admirador de un racista, sobre todo porque creo que en sus películas, que es lo que más importa para el caso, jamás ha habido traza de tal cosa. Juzgar a alguien por lo que no es me parece una vileza, como me lo parecería criticar a Churchill porque fue fumador de puros, bebía sin parar y no hacía ningún deporte (pese a lo cual, por cierto, vivió más de 90 años).

La vida es dura, pero es más dura cuando eres estúpido, como dijo John Wayne, y una gran variedad de formas de estupidez totalitaria, acrítica y antiliberal se está extendiendo como la mala hierba por demasiados lugares, en especial en las universidades que debieran seguir siendo templos de la discusión, la irreverencia y el atrevimiento y están cayendo en formas de beatería intolerante. Y una vez aclarado esto, tengo que reconocer que esos estudiantes han escogido muy bien al protagonista involuntario de sus iras porque más allá de su atribución de ideas supremacistas, que me parece sesgada, improcedente e injusta, es evidente que la figura de John Wayne tiene que poner de los nervios a estos personajes.

A Wayne le molestaban los gritones, no cabe duda, él y sus personajes eran de una escuela más sobria, “Habla bajo, habla despacio y no hables mucho”, una conducta muy acorde con su idea de la virilidad, eso que algunos idiotas confunden con el machismo, que es como confundir al fútbol con las patadas

No argumentaré más el asunto, me limitaré a recordar alguna de las cosas que se le atribuyen y empezaré por la inscripción (en español) que quiso poner en su tumba “Feo, fuerte y formal”, toda una declaración que chocará, sin duda, con el grupo dedicado a perseguirle, en el que imagino abundarán las personas de estética sofisticada, muy pendientes de su imagen, más bien débiles y quejumbrosos y bastante informales, dispuestos a saltarse menudencias como una discusión rigurosa de las formas de atribución ideológica que emplean con tanta ligereza.

Que yo sepa, Wayne nunca intentó pasar por un izquierdista a la moda ni pretendió ninguna clase de reconocimientos en el campo de los estudios culturales. Simplemente hacía películas del oeste con su amigo Ford, aunque también hizo muchas más sin él, pero aquellas son las que lo han consagrado como una figura tan legendaria como incomprensible para estos justicieros a la violeta que para luchar contra los prejuicios se refugian en algunos de los más torpes que quepa imaginar.

John Wayne no parecía tener pelos en la lengua, y eso está muy fuera de moda cuando se llevan distintas lenguas de madera según sea la ocasión y circunstancia. Al gran actor le parecía que quienes le reprochaban su conservadurismo (no quiso ser candidato a la presidencia, cuando en el cenit de su popularidad se le propuso, pero ayudó a su amigo Regan a serlo) y presumían de tener una mente muy abierta, eran bastante insinceros, “Te gritan y no te dejan hablar si no estás de acuerdo con ellos”.

A Wayne le molestaban los gritones, no cabe duda, él y sus personajes eran de una escuela más sobria, “Habla bajo, habla despacio y no hables mucho”, una conducta muy acorde con su idea de la virilidad, eso que algunos idiotas confunden con el machismo, que es como confundir al fútbol con las patadas. Su declaración más directa sobre el asunto dice: “Yo quiero interpretar a un hombre real en todas mis películas, y defino la masculinidad de forma muy simple: el hombre debe ser duro, justo, y valeroso, nunca pequeño, nunca buscando una pelea, pero nunca dando la espalda a una”. Esta frase se podría encontrar en cualquier moralista griego, en cualquiera que sepa distinguir la cobardía del valor porque, como subrayó Wayne, “Todas las batallas se luchan por hombres asustados que hubieran preferido estar en otro lugar”, es decir que, en términos del Oeste, “ser valiente es tener miedo a morir y, sin embargo, subir al caballo”.

Los personajes inolvidables que tejieron entre Ford y Wayne no son abstracciones, saben vivir, reír, llorar, sufrir y tener esperanza, luchan contra sus pasiones más oscuras, contra esa tendencia al mal que es tan inevitable como la libertad

Es muy difícil que un tipo que siente y piensa así, y que representó con eficacia y atractivo ese ideal de valor, de rebeldía frente al poder sin justicia, de amor a la libertad y a la independencia, de defensa de los débiles frente a los muy malvados (como en El hombre que mató a Liberty Balance) sea admirado por quienes pretenden vivir del esfuerzo ajeno, o por quienes, en lugar de trabajar, contribuir y producir, se limitan a exigir y reclamar: “No creo que un tío deba poder sentarse sobre su culo y recibir bienestar. Me gustaría saber por qué los idiotas bien-educados siguen disculpando a los vagos, quejándose, pensando que el mundo les debe la vida”.

Los personajes inolvidables que tejieron entre Ford y Wayne no son abstracciones, saben vivir, reír, llorar, sufrir y tener esperanza, luchan contra sus pasiones más oscuras, contra esa tendencia al mal que es tan inevitable como la libertad, y por eso son tan humanos, han educado a varias generaciones de espectadores y han resistido, y resistirán, el paso del tiempo, aunque generaciones más hipócritas parezcan adueñarse del escenario, pero siempre existirán los hombres, y las mujeres, que vivan en función de pasiones e ideales tan fuertes como inevitables y que procuren hacer de su vida un monumento a la dignidad y al respeto, a lo que hay de imperecedero en nosotros. Wayne lo resumió muy bien a su manera: “Yo me ciño a los temas sencillos, el amor, el odio, sin matices. Me aparto de las escenas de sofá de psicoanalista. Los sofás sólo son buenos para una cosa”.

John Wayne supo interpretar muy bien esa tensión moral que hay en toda vida bien vivida, esa lucha entre el bien que nos atrae y el mal que nos amenaza, esa lucha agónica contra la ambigüedad en la que la vida nos coloca en tantas ocasiones y que nos deja la responsabilidad de elegir que no podemos delegar en nadie. Se trata de un tipo humano admirable cuya fuerza y virtud no está al alcance de cualquiera, y menos de quienes pretenden evadir su responsabilidad en la maldad del resto de los humanos. Es obvio que esa figura, forjada en la lucha dura y larga contra la cobardía y el sometimiento, no goza ahora mismo de una admiración universal.

Muchos pensarán que lo tiene merecido, porque incluso se acabó convirtiendo al catolicismo (eso sí, después de haberse casado tres veces) y era tan carca que se negaba a hacer películas con escenas que, a su parecer, podían hacer enrojecer incluso a su caballo. Pero van por muy mal camino quienes en lugar de fijarse en lo admirable que hay en las personas se empeñan en condenar a la hoguera a quienes no comparten sus minucias ideológicas.

“¡Pobre John Wayne!”, no, ¡pobres de nosotros! si no somos capaces de heredar lo mejor y olvidarnos de supuestas tachas de nuestros mayores que palidecen cuando se comparan con las máscaras con que tratan de embellecerse algunos de los líderes e influencers más a la moda. Seamos optimistas, y esperemos que pase tanta bobería, pero no olvidemos lo que decía nuestro personaje “Cualquiera merece una segunda oportunidad, pero no le quites el ojo de encima”.


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J.L. González Quirós
A lo largo de mi vida he hecho cosas bastante distintas, pero nunca he dejado de sentirme, con toda la modestia de que he sido capaz, un filósofo, un actividad que no ha dejado de asombrarme y un oficio que siempre me ha parecido inverosímil. Para darle un aire de normalidad, he sido profesor de la UCM, catedrático de Instituto, investigador del Instituto de Filosofía del CSIC, y acabo de jubilarme en la URJC. He publicado unos cuantos libros y centenares de artículos sobre cuestiones que me resultaban intrigantes y en las que pensaba que podría aportar algo a mis selectos lectores, es decir que siempre he sido una especie de híbrido entre optimista e iluso. Creo que he emborronado más páginas de lo debido, entre otras cosas porque jamás me he negado a escribir un texto que se me solicitase. Fui finalista del Premio Nacional de ensayo en 2003, y obtuve en 2007 el Premio de ensayo de la Fundación Everis junto con mi discípulo Karim Gherab Martín por nuestro libro sobre el porvenir y la organización de la ciencia en el mundo digital, que fue traducido al inglés. He sido el primer director de la revista Cuadernos de pensamiento político, y he mantenido una presencia habitual en algunos medios de comunicación y en el entorno digital sobre cuestiones de actualidad en el ámbito de la cultura, la tecnología y la política. Esta es mi página web