El fallecimiento de la reina del Reino Unido de la Gran Bretaña e Irlanda del Norte nos ha dado la oportunidad de contemplar cómo la institución de la monarquía británica ha sabido resistir el paso de un tiempo que, con toda seguridad, ha constituido la época más convulsa e imprevisible de la historia humana. La reina ha visto de todo, desde la desmembración del imperio británico hasta la amenaza de separación del Reino Unido, desde su ingreso en la Europa común, a una marcha sin que nadie pueda asegurar hacia dónde, desde décadas conservadoras hasta el desmelene pop y punk que tal vez se refleje mejor que en nada en que los Sex Pistols hayan parodiado, con escasa delicadeza, el himno oficioso del Reino Unido en que se pide la protección de Dios a la reina para que defienda las leyes inglesas, May she defend our laws.
Si hacemos caso del admirable retrato que hizo Stephen Frears en la película de 2006 The Queen (La reina), protagonizada de forma insuperable por la gran Helen Mirren, Isabel II, y la monarquía con ella, pasó sus peores momentos en 1997 con la dramática muerte de Diana, Princesa de Gales, de forma que solo la inteligente ayuda de un jovencísimo Tony Blair fue capaz de guiar a la reina hasta rectificar una conducta demasiado rígida y distante frente al enorme episodio de emoción y devoción que demostraba una gran parte de los ciudadanos y, todo hay que decirlo, también frente al acoso continuado de gran parte de la prensa que reprochaba a los royals insensibilidad hacia la tragedia de Diana y frente al llanto popular. Al parecer, la reina no acabó de perdonar a Blair que hubiese patrocinado la expresión princesa del pueblo, que parecía tener connotaciones poco gratas para ella y los suyos.
Isabel II ha sabido mantener, sin que la menor excepción haya podido acreditarse, la neutralidad política indispensable para fijar en la monarquía lo esencial e imperecedero de una ya muy larga continuidad histórica
La reina trataba de atenerse al protocolo, que suele ser norma segura, y se negaba a regresar a Londres y a permitir que el pendón real ondease a media asta en el palacio de Buckingham, pero ante la insistencia del nuevo primer ministro aceptó dejarse llevar por las circunstancias melodramáticas del caso para rendir homenaje público a Diana y encargarse de los funerales en los que pudo comprobar la presencia de un mundo muy ajeno al suyo pero de enorme importancia para el pueblo, la participación de toda suerte de estrellas y famosos que eran los verdaderos colegas de la peculiar Diana de Gales. Cabría decir que la reina supo posponer sus derechos a la impetuosa sentimentalidad del pueblo, pero al hacerlo así, sin duda, cumplió con gran dignidad con su deber que es lo que ha hecho siempre a lo largo de sus setenta años de reinado, un récord muy difícil de superar.
La reina logró salvar el afecto de sus súbditos, frente a la tempestuosa ola de irritación contra una monarquía que era sentida como algo rígido y encorsetado por el medio mundo que se estaba dejando arrebatar por las lágrimas del dramón rosa y romántico que supuso la azarosa vida principesca de Diana. Ese afecto sereno pero constante lo necesita la monarquía inglesa, como cualquier otra que conviva con una democracia, para poder ejercer su misión principal que es saber estar por encima de los vaivenes políticos del Reino Unido y servir de faro que oriente, anime y exhorte a los ciudadanos y a las instituciones políticas responsables del destino de la nación, para ser, en suma, un símbolo de la continuidad histórica y una institución que vela por las libertades y los derechos de los ciudadanos. Es poco probable que las coronas de flores en Buckingham lleguen a superar las que se dedicaron a Diana, pero allí estará también el corazón de su país.
Isabel II ha sabido mantener, sin que la menor excepción haya podido acreditarse, la neutralidad política indispensable para fijar en la monarquía lo esencial e imperecedero de una ya muy larga continuidad histórica. Lo ha hecho siendo tradicional en los ritos y en las formas y atrevida en su actividad representativa, porque no ha tenido empacho en visitar al Papa en el Vaticano, en ir en carroza con Mandela, o en viajar a la república de Irlanda. Su largo reinado le ha permitido comprender que todo cambia y que lo importante es siempre saber representar con dignidad y virtudes escénicas un papel difícil pero necesario: ser capaz de servir de soporte indiscutible a esa rara virtud de los ingleses que consiste en tener una excelente opinión sobre sí mismos y en no prestar la menor atención a lo que sobre ellos pueda opinar el resto de los mortales.
Es fácil suponer que la admiración que suscitaba la reina Isabel II, en España sin ir más lejos, no sea universal, porque es probable que muchos argentinos, y es solo un ejemplo, hayan descorchado alguna botella de espumoso al ver quebrarse un símbolo tan inequívoco de la potencia que, pese a la distancia y a lo arriesgado del envite, les derrotó en las Malvinas. Más allá de la inquina que se pueda tener en una u otra parte hacia los británicos, capaces de muchas cosas admirables, pero también, entre otras, de una peculiar hipocresía y una cínica administración de su maldad, no cabe duda que cualquiera puede aprender interesantes lecciones de su capacidad para sostener ficciones que les resulten favorables, porque forman una sociedad que no se complace en la autoflagelación y que ha sabido sufrir para acabar poniéndose en píe una y otra vez, al menos hasta ahora.
El Reino Unido no está en sus mejores momentos, esto es difícil de discutir, y es ejemplo destacado de políticas un tanto erráticas, al menos desde el punto de vista europeo, pero mantiene un poderoso ejército en orden de batalla y no tiene empacho en apoyar con las armas las causas que le interesan, como lo hace de manera ejemplar en el caso de la invasión rusa de Ucrania. Sus universidades mejores siguen estando a la cabeza del prestigio y su ciencia no desmaya, son muchas, en fin, sus virtudes y pueden presumir, sin duda, de haber tenido una reina admirable.
Isabel II se ha entregado por entero a su misión durante nada menos que siete décadas, y ha sabido sortear escollos nada pequeños, entre otros, y no los menores, los que le ha deparado su prole, para ser hasta el último día de su vida el gran símbolo de un país admirable, porque apenas unas horas antes de caer enferma de muerte despachó, según manda la tradición política del reino, con Liz Truss, la nueva premier. Dios ha protegido a la reina, pero ella ha hecho, sin duda, todo lo que estaba en su mano, para merecerlo.
Foto: Gobierneo UK.