Post-truth (posverdad): Relativo o referido a circunstancias en las que los hechos objetivos son menos influyentes en la opinión pública que las emociones y las creencias personales. Esta es la palabra que el Diccionario Oxford declaró como término del año 2016. Con ella se pretendía estigmatizar el “lamentable” resultado del referéndum británico sobre la Unión Europea y, también, la “inesperada” victoria de Donald Trump en las elecciones presidenciales de los Estados Unidos. Porque, según muchos expertos, ambos sucesos eran inaceptables desde un punto de vista racional.

Publicidad

Según Oxford, el término “post-truth” lo utilizó por primera vez el dramaturgo y novelista Steve Tesich en un artículo aparecido en la revista The Nation en 1992. En esa pieza, a propósito del escándalo Irán-Contra y la primera Guerra del Golfo, Tesich se lamentaba de que los norteamericanos hubieran decidido libremente vivir en la posverdad, es decir, en un mundo en el que la verdad no importaba. Sin embargo, la contribución del dramaturgo no bastaba, al fin y al cabo no dejaba de ser una licencia literaria. El soporte académico lo proporcionó el libro The Post-Truth Era: Dishonesty and Deception in Contemporary Life, de Ralph Keyes. Pero el catalizador definitivo fue un artículo publicado en 2016 en Nature neuroscience y titulado The brain adapts to dishonesty. A partir de ahí, y coincidiendo con el Brexit y la victoria de Trump, el uso del término “posverdad” se disparó un 2.000%.

Aunque aún es pronto para asegurarlo, podríamos estar ante un éxito de difusión mayor que el logrado por el término “élites extractivas”, difundido por Acemoglu y Robinson en su libro Por qué fracasan los países. Por lo pronto, se ha puesto de moda, especialmente entre intelectuales, analistas e informadores, mientras que al ciudadano común le es indiferente. No en vano el término ‘posverdad’ es un invento de las élites, no de la gente corriente; surgió en  la universidad, no en una cafetería.

Muchas veces el éxito de estas hipótesis no depende tanto de su consistencia como de la elección de un nombre afortunado

A veces el éxito no depende de la idea, la teoría o la hipótesis, sino de elegir un nombre afortunado. En el mundo de los intelectuales, investigadores, sociólogos, politólogos, economistas y demás seres pensantes, se generan cada año infinidad de teorías e hipótesis, unas más honestas que otras, con las que se pretende explicar fenómenos sociales, siempre añadiendo un barniz cientificista que incluso, en ocasiones, intenta desentrañar comportamiento de las sociedades mediante fórmulas matemáticas o, a posteriori, fabricando conclusiones inapelables sustentadas por estadísticas agregadas. Pero, por más que estos esfuerzos intelectuales provengan de entornos académicos, están sujetos a las mismas leyes de la difusión que los vulgares productos comerciales. Así, muchas veces el éxito de estas hipótesis y su aceptación popular no depende tanto de su consistencia, o de la parafernalia con la que se adornen, como de una buena elección del nombre.

Intelectuales a la moda

Por ejemplo, el término “Élites extractivas” fue un acierto. Esas dos palabras combinadas dieron lugar a un término compuesto inquietante, poderoso, fácil de asimilar y de reproducir por cualquiera. De hecho, resultó tan comercial que, al final, todas las ideas contenidas en el libro quedaron reducidas para muchos a la idea popular de que en todas partes, en mayor o menor grado, gobierna una élite que busca maximizar sus beneficios mediante oscuras artimañas. Es más, tan sonoro término podría muy bien servir como título para un best seller o para un filme cuya trama fuera un conciliábulo que pretende  dominar el mundo.

En la era de la información codificada y del «Mac Periodismo», donde el mensaje ha de ser extremadamente breve y contundente, los títulos llamativos llegan mucho más lejos que las ideas

Es evidente que el libro de Acemoglu y Robinsón es mucho más que ese término, sin embargo, en la era de la información codificada y del MacPeriodismo, donde el mensaje ha de ser breve y contundente, los títulos llamativos llegan mucho más lejos que las ideas. Dicho de otro modo, hoy es mucho más probable que cualquiera que haya leído el libro de Acemoglu y Robinson dé una explicación aceptable sobre el significado de “élites extractivas” a que sintetice de forma aceptable la diferencia entre “instituciones formales” e “instituciones informales”. La razón es sencilla, la primera es una idea simple, reconocible para todo el mundo y fácilmente codificable; lo segundo, una idea compleja que no puede ser codificada. Desgraciadamente, lo nuclear del libro de Acemoglu y Robinsón no son las “élites extractivas” sino la dinámica institucional. Pero, ¿acaso importa?

Algo similar podría estar a punto de suceder con el “nuevo” término “posverdad”. Además de ser corto, inquietante y pegadizo, tiene connotaciones orwellianas que lo hacen muy sugerente. Así que, en principio, estaríamos ante otro gran éxito de difusión de «marca», donde la teoría, la hipótesis es en realidad una consigna, casi un grafiti destinado a ir de pluma en pluma, marcando como triunfo de la mentira todo aquel suceso que resulte turbador para lo políticamente correcto.

Mientras el filósofo francés responsabilizaba a las élites intelectuales del triunfo de la mentira, hoy son esas mismas élites intelectuales las que culpan a la gente corriente

Paradójicamente, la reciente eclosión del término «posverdad», lejos de denunciar la falsedad, establece una nueva mentira, cuando menos cronológica, porque lo que llaman la “era de la posverdad” no se inició ayer sino hace bastante tiempo. De hecho, en 1989, en El conocimiento inútil, Jean-François Revel sostenía que, a pesar de vivir en era de la comunicación, donde la información y el conocimiento son más abundantes y accesibles que nunca, casi siempre triunfa la mentira. Es decir, hace tres décadas se nos advertía de la preponderancia de la ideología y la manipulación sobre la verdad.

Sin embargo, entre la advertencia formulada por Revel y lo que algunos parecen denunciar hoy con el término ‘posverdad’, hay una diferencia abismal: mientras el filósofo francés responsabilizaba a las élites intelectuales del triunfo de la mentira, hoy son esas mismas élites las que culpan a la gente corriente de generarla y compartirla, algo que resulta bastante más que sospechoso. Quién sabe, quizá comience ahora la era de la ‘posmentira’.