Afirmar que los debates televisados de las últimas elecciones generales o, incluso, de las anteriores, sirvieron para evidenciar la vacuidad de los mensajes no es descubrir nada nuevo. Es más, seguramente la mayoría esté de acuerdo en que el nivel intelectual de la política es cada vez más desolador. Pero, aunque parece que nos hemos erigido en vanguardia del declive intelectual de la política, esta tendencia ni es nueva ni afecta sólo a nuestro desdichado país.

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Según un estudio de los debates presidenciales realizado por The Princeton Review hace ya algunos años, el nivel de la retórica empleada por los sucesivos candidatos de los Estados Unidos no ha hecho sino descender de manera vertiginosa a lo largo del tiempo. Está conclusión se obtuvo tras analizar las transcripciones de los debates Gore-Bush de 2000, Clinton-Bush-Perot de 1992, Kennedy-Nixon de 1960 y Lincoln-Douglas de 1858. Se analizó en cada caso el vocabulario empleado para determinar qué nivel educativo era necesario para entender las ideas expuestas por los aspirantes a la presidencia.

La opinión de que el público es demasiado necio para entender los ideales progresistas es la tónica habitual. Traslada acríticamente la responsabilidad del malestar actual con la política a un supuesto elector ignorante y exonera de cualquier responsabilidad a quienes de verdad han degradado el debate hasta convertirlo en una caricatura

En los debates de 2000, Bush empleó una oratoria accesible para un estudiante de sexto grado (6.7), mientras que la de Gore era apropiada para un séptimo grado (7.9). En 1992, Clinton utilizó un lenguaje comprensible para un séptimo grado (7.6), mientras que el de Bush, al igual que Perot (6.3), no superaba el sexto grado (6.8).

En todos los casos el nivel retórico fue muy inferior al de los debates Kennedy-Nixon de 1960, donde ambos candidatos usaron un lenguaje comprensible para estudiantes de décimo grado. A su vez, este nivel palidece si lo comparamos con el empleado por Abraham Lincoln y Stephen Douglas, cuyas puntuaciones fueron, respectivamente, 11.2 y 12.0. El estudio, por su antigüedad, no contempla debates más recientes, pero parece evidente que el nivel dialéctico desplegado por Trump y Hillary durante la campaña de 2016 y Biden-Trump en 2020 no llegó siquiera al sexto grado.

Pero, lejos de resultar alarmante, este declive de los debates políticos se interpreta en general como algo positivo. Que los candidatos empleen una retórica comprensible para un niño de primaria se considera «inclusivo». Lo que evidencia que a las élites les parece muy bien que el público tenga la capacidad mental de un niño de 10 años. Es más, se ha vuelto habitual la aparición de los políticos en programas de entretenimiento, bailando, cantando, tocando la guitarra, charlando en la barra de un bar, practicando alguna actividad deportiva, incluso pilotando un coche de rally o revelando intimidades familiares frente a los fogones de una cocina. De esta forma se sustituye el debate de ideas por una imagen alejada no ya de la política sino de cualquier incómoda connotación racional.

Este envilecimiento de la política puede capturar el interés de un perfil determinado de votante, generalmente más fácil de polarizar, pero aleja a todos los demás. De hecho, la puntuación que el público otorga a los diferentes líderes políticos no deja de empeorar sin que ninguno llegue al aprobado. También la participación en los procesos electorales tiende a decaer. Infantilizar la política no es inclusivo, al contrario, está provocando la desconexión de muchos votantes. Sin debates que expresen diferencias consistentes, la gente cae en esa apatía política que los ingleses definen como TINA: «There Is No Alternative».

En este estado de postración, sorprende la reacción de las élites ante la inesperada victoria del Brexit y, también, contra los votantes de Trump. ¿Cómo es posible que muchas personas voten en contra de las visiones progresistas o contra la permanencia en la UE? ¿Cómo explicar, en suma, que la gente elija perjudicarse a sí misma? Las respuestas que se ofrecen son simples: o bien la gente es idiota o bien ha sido manipulada. Indistintamente, en ambos casos, se sitúa al votante en el umbral de la estupidez.

La opinión de que el público es demasiado necio para entender los ideales progresistas es la tónica habitual. Traslada acríticamente la responsabilidad del malestar actual con la política a un supuesto elector ignorante y exonera de cualquier responsabilidad a quienes de verdad han degradado el debate hasta convertirlo en una caricatura, en un cuento para niños.

Quizá, para algunos de esos votantes estúpidos, importe más la promesa de mejores oportunidades para prosperar que un seguro médico universal. Puede que se equivoquen, pero no por esto son estúpidos. Tacharles de votantes populistas, habida cuenta de la negación del debate que las propias ¿élites? promueven, es una broma.

Lo mismo podría decirse de los votantes que emitieron un voto a favor del Brexit. Quizá, para ellos, los beneficios de permanecer en la UE implicaban contrapartidas que no querían asumir. Y optaron por  mantener sus propias instituciones, sobre las que aún conservan algún control, en vez de someterse a una burocracia europea que perciben distante y sobre la que no tienen control. Podemos no compartir su elección, pero no eran idiotas, se les dio a escoger y lo hicieron. Los idiotas son los que se sienten satisfechos con los debates infantiles que promocionan la inclusión.

La obsesión por la inclusión no sólo afecta a la calidad de la discusión política, también perjudica a las universidades, donde la libertad de debate y la diversidad argumental ahora se percibe como algo negativo y hasta como agresión. Las discusiones deben prohibirse porque, además de expresar puntos vista que pueden resultar molestos para alguna de las partes, no son inclusivas. En los colegios está sucediendo algo parecido: la alarma por el bullying, la obsesión por la inclusividad, por no fomentar la competencia y no dejar a nadie atrás ha eliminado cualquier debate sobre la calidad de la enseñanza. Sucede lo mismo en todos aquellos lugares de la sociedad susceptibles de ser sometidos al control político.

Llama la atención que, en la era del conocimiento, donde las nuevas tecnologías han revolucionado el saber, el debate avance en dirección contraria, dando cada vez menos valor a la inteligencia y más importancia al populismo de la inclusión. El libre debate está siendo reemplazado por ideas simples, infantiles, monolíticas, como si la democracia deliberativa se hubiera convertido de pronto es una forma de intimidación.

Foto: El presidente Eisenhower en en el submarino USS George Washington, 1960. Science in HD.

Marcelo Langarica.


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