Con ocasión de la investidura clandestina auspiciada por Sánchez e Iglesias los medios de comunicación cercanos a lo que se autodenomina “la izquierda” han desatado una furibunda campaña contra aquellos partidos, intelectuales y ciudadanos que han criticado las contradicciones, los sofismas y las potenciales ilegalidades que lleva aparejado el programa de gobierno que Podemos y PSOE presentan. Se ha llegado a catalogar de golpismo la acción de determinados partidos recurriendo violaciones de la legalidad cometidas por políticos como Torra o Junqueras. Esto último supone una innovación en la manera en que la izquierda ha venido entendiendo el golpismo en los últimos años. Ahora golpista es quien recurre ante los tribunales para que no se vulnere el orden constitucional. Antaño se trataba de una rebelión militar que deponía a un gobierno democráticamente elegido.
La izquierda posmoderna indefinida tiene como una de sus señas de identidad la manipulación del lenguaje para acomodarla a sus objetivos políticos. Este maquiavelismo político se traduce en una manipulación del lenguaje, en el sentido expresado en el capítulo XVIII de El Príncipe de Maquiavelo, donde el pensador florentino establece una analogía fabulada entre el buen gobernante y el astuto zorro. Golpe de Estado para la izquierda indefinida es aquello que le conviene estigmatizar con un término que tiene una clara carga semántica peyorativa. Se da así la paradoja de que aquellos que de hecho violentan el orden constitucional, los nacionalistas catalanes, y que por lo tanto dan un golpe de Estado, al menos jurídico en el sentido expresado por Hans Kelsen en su Teoría general del Estado, aparecen como adalides de la democracia y del triunfo de la política sobre el autoritarismo judicial español de claros resabios franquistas.
El propósito de este artículo es intentar persuadir a aquellos lectores que se sienten próximos a esa tradición llamada izquierda, en su sentido pleno y definido, de que el gobierno que se está configurando no sólo no es bueno para el país en el que viven sino que ni siquiera responde a las coordenadas ideológicas clásicas de su tradición de pensamiento. La izquierda, como tradición de pensamiento nacida de la revolución francesa, asume una triple herencia. Primero, el respeto de la democracia como única forma de gobierno legitima; segundo, la creencia en la capacidad de estado de combatir la desigualdad; y tercero, el respeto a la ley como defensa del débil frente al poderosos. Ninguna de estas tres ideas-fuerza de la izquierda están presentes en el proyecto político del Sanchismo podemita.
Este gobierno que se presenta como el enésimo intento de recuperar las esencias de la izquierda es el menos izquierdista pues renuncia al principal instrumento del que se ha dotado la propia izquierda para acometer su proyecto político transformador: el Estado
Aunque este gobierno en ciernes se presenta como netamente democrático, surgido de un amplio respaldo parlamentario, en realidad es heredero de una visión leninista estrecha de la democracia. Según la visión leninista la democracia popular es una democracia tutelada por una élite que conduce al pueblo y lo dirige por la senda revolucionaria marcada desde el apriorismo ideológico. Tras pasarse Podemos casi toda la legislatura de Rajoy y buena parte del Sanchismo no podemizado apelando a la inexistencia de un verdadero proceso constituyente en España, ahora el partido morado asume los modos de la oligarquía.
Después de denostar la transición española por la opacidad con la que las élites políticas negociaron e implementaron el tránsito de la dictadura a la democracia imperfecta de 1978, Podemos, para contentar a su sector menos afecto a la idea nacional española, planea hacer exactamente lo mismo. Un tránsito de la legalidad del 78 a una nueva legalidad pseudo confederal sin preguntar abiertamente a la ciudadanía, única depositaria de la soberanía según el axioma político de la modernidad nacido de la revolución francesa.
Incluso la propia liturgia parlamentaria de la que nace este nuevo gobierno, el debate de investidura, parece poco democrática. Un debate que se realiza de tapadillo, en plena época vacacional navideña, con toda la premura de quien sabe estar realizando algo legal pero dudosamente legítimo. En ningún momento este nuevo gobierno que dice “venir a devolver derechos” a la ciudadanía parece dispuesto a conferir a ésta el derecho principal: el de decidir su forma de existencia política. El referéndum encubierto que plantea el nuevo gobierno no sólo es inconstitucional, por vulnerar el título preliminar de la constitución y no caber en los supuestos previstos para las consultas no vinculantes sobre asuntos políticos de especial trascendencia del artículo 92, sino que es un fraude político, en la medida en que establece que unos son más ciudadanos, los catalanes, que podrán decidir sobre la estructura del estado, que otros, los que no podremos votar por no residir en dicha comunidad autónoma.
Decía Platón en Las leyes que éstas son como hilos dorados que mueven la acción política. En la República afirmaba que no hay peor mal para la polis que la de situarse al margen de la ley y en el cuestionamiento de todos los valores que sustentan a esta. La ley en la tradición liberal es un freno al abuso de poder, pero en la tradición de izquierdas es un freno también frente al abuso del poderoso. El respeto a la ley no puede ser nunca una expresión del fascismo, como apuntara el heredero intelectual del líder de la RDA, Erich Honecker, Alberto Garzón. Para esta izquierda indefinida el cumplimiento de la ley es un obstáculo, un “corse” que impide la acción política. No hay mayor desprecio a la democracia que catalogar a la ley, expresión de la voluntad popular, de impedimento democrático. Si de algo es freno la ley, es precisamente de los deseos del gobernante tiránico de excederse en su cometido y vulnerar los derechos de los ciudadanos. No hay mayor exceso, ὕβρις en griego, que el del gobernante que se cree por encima de la ley.
Precisamente en esa aversión a la ley y al funcionamiento ordinario del Estado, según los cauces legalmente previstos, es donde radica el principal argumento para catalogar a Sánchez y su gobierno de golpistas. La denominación de golpe de Estado, coup d’etat en francés, se la debemos a un bibliotecario y libertino francés de mediados del siglo XVII: Gabriel Naudé. Un seguidor barroco de Maquiavelo para el que el gobernante prudente, en sentido de habilidoso no de virtuoso, es capaz de buscar las más eficaces estratagemas para llevar a buen puerto los asuntos políticos que se propone. Frente a una prudencia ordinaria del político que se guía por la ley y la moral en el ejercicio del poder, Naudé contrapone una prudencia extraordinaria en las que el gobernante lleva a cabo acciones ilegales con apariencia de legales aprovechando su control del aparato estatal y así poder acometer acciones audaces y extraordinarias que se justifican por la consecución de un fin político, que puede ser legítimo o ilegítimo.
El golpe de Estado se configura así como una suerte de último recurso que tiene el político para mantenerse en el poder. Justo exactamente lo que ha hecho Pedro Sánchez, quien no ha dudado en romper todos sus compromisos anteriores de no pactar con nacionalistas secesionistas en la pasada campaña electoral y la de prometer la celebración de una consulta que rebasa el marco constitucional sin tener el respaldo expreso de la ciudadanía expresado a través de una reforma agravada de la constitución como está previsto en el artículo 168. De aquello que sólo pertenece a la nación, la soberanía, sólo ésta puede hacer uso, como muy bien señalara el abate Emmanuel Siéyes a finales del siglo XVIII.
Por último, este gobierno que se presenta como el enésimo intento de recuperar las esencias de la izquierda es el menos izquierdista pues renuncia al principal instrumento del que se ha dotado la propia izquierda para acometer su proyecto político transformador: el Estado. La agenda social maximalista, además de ser fiscalmente inviable, es un oxímoron político si va acompañada, como se colige de los acuerdos a los que ha llegado el gobierno en ciernes, de un desmantelamiento del Estado. El presidente Sánchez ha prometido a los nacionalistas una verdadera demolición del Estado hasta el punto de que buena parte de esas políticas sociales se convertirán en una pura quimera, incluso para aquellos que todavía creen posible un reverdecer del ideal socialdemócrata a la escandinava. El Estado no va a tener ni los recursos financieros, transferidos a unos entes autonómicos nacionalistas cada vez más voraces, ni las estructuras estatales para acometerlos. Podemos es hoy más una franquicia del más rancio carlismo que un partido de tradición obrera al uso.
Si los izquierdistas puros, caso de que todavía existiera alguno, fueran consecuentes con sus ideas lucharían por la caída de este gobierno indigno, como aquellos espartanos a los que se refería Herodoto y que estaban dispuestos a luchar hasta con hachas para defender su libertad.
Foto: Adolfo Lujan
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