Como todas las mañanas, Soichiro, el menor de los tres hijos del herrero de un pueblecito cercano a Shizuoka (Japón), caminaba hacia la escuela, cuando un extraño artefacto, que se desplazaba sin la ayuda de animal de tiro alguno, le sobrepasó emitiendo un sobrecogedor traqueteo metálico. Ante aquella visión estremecedora, todos los viandantes quedaron paralizados. Sin embargo, Soichiro, irreflexivamente, echó a correr detrás de aquel artilugio. «Alcanzarlo fue para mí lo más importante del mundo», contaría más tarde.
Ese día, tras toparse con uno de los primeros automóviles que circularon por el Japón de principios del siglo XX, Soichiro Honda empezó a perseguir su particular sueño. Y ya no se detendría hasta alcanzarlo. Con tan solo veintiún años abrió su propio taller y siguió progresando hasta que, años más tarde, fundaría una de las marcas de automóviles y motocicletas más importantes de Japón.
Muchos darían por supuesto que, para alcanzar semejante éxito, Soichiro Honda había estudiado ingeniería. Pero en realidad era un simple tornero, ni siquiera completó la educación primaria, al igual que Matsushita Konosuke, creador de Panasonic, y Hayakawa Tokuji, fundador de Sharp.
Caso similar es el de Steve Jobs, que abandonó la universidad el primer curso porque, según dijo, «allí no iba a aprender lo que quería» o el de Bill Gates que no acabó sus estudios. Por su parte, el sueco, Ingvar Kamprad, dueño de IKEA, apenas pisó un aula, y el español Amancio Ortega, fundador de Inditex (Zara), no finalizó la educación primaria. Esto son sólo los casos más sobresalientes, pero existen otros muchos ejemplos desconocidos para el gran público.
Hasta no hace mucho, que personas sin apenas estudios alcanzaran un enorme éxito no era una rareza, sino algo muy habitual
Hasta no hace mucho tiempo, que personas sin apenas estudios alcanzaran un enorme éxito no era una rareza, sino algo muy habitual. La educación formal proporciona conocimientos, por supuesto, pero existen otros factores, otras cualidades personales que podrían contribuir todavía más que los títulos académicos al progreso de las sociedades.
Y, sin embargo, de un tiempo a esta parte los títulos se han convertido en el salvoconducto indispensable para acceder a los puestos más elevados de la Administración, de la industria o de los negocios, cerrando el paso a aquellos que, como Soichiro Honda, poseen cualidades excepcionales pero no un título superior. ¿Cómo se produjo esta evolución y qué consecuencias podría tener?
El mérito esencial
El historiador norteamericano Joseph F. Kett intentó responder a estas preguntas en su libro Merit: The History of a Founding Ideal from the American Revolution to the Twenty-First Century (2013), donde distinguió dos conceptos importante: el «mérito esencial» y el «mérito institucional». El «mérito esencial» consiste en el carácter de un individuo, en sus valores, en una inteligencia peculiar, en su calidad como persona, unas cualidades que finalmente se reflejarán en su estilo de vida, en sus logros concretos como, por ejemplo, levantar de la nada un conglomerado empresarial.
Los clásicos ya lo expresaron con el conocido aserto: «lo que la naturaleza no da, Salamanca no concede»
Sin embargo, el «mérito institucional» no se basa ya en los valores de las personas, en una inteligencia difícilmente medible, en el carácter ni en los logros objetivos, sino en la certificación de los conocimientos mediante pruebas estandarizadas. Este mérito se acredita a través de un título emitido por determinadas instituciones o establecimientos especializados, como por ejemplo una universidad.
Aunque puedan solaparse, existen diferencias sustanciales entre ambos tipos de mérito. Sus cualidades no son intercambiables. Ambos pueden coincidir en una persona, que tenga un carácter virtuoso, una inteligencia peculiar, grandes logros en la vida y, además, se encuentre acreditada por un título universitario. Pero también existen sujetos que poseen sólo uno de los dos tipos de mérito: un título. Los clásicos ya lo expresaron con el conocido aserto: «lo que la naturaleza no da, (la universidad de) Salamanca no concede».
La imposición del mérito burocrático
El crecimiento exponencial de las sociedades llevó aparejado un cambio sustancial. Mientras que en pequeñas comunidades era relativamente fácil para la gente identificar las cualidades de cada persona, esto no era ya tan sencillo en comunidades mucho más grandes donde la gente no se conocía. Así, con el tiempo, el mérito esencial fue perdiendo relevancia, dando paso a un mérito institucional que tenía su lógica y su razón de ser.
Sin embargo, el problema no es que surgieran los títulos o que la gente estudiara en la universidad, algo que, se supone, siempre aporta conocimientos útiles. Lo preocupante es que el mérito institucional se convirtió en un elemento excluyente.
El paso de un tipo de mérito a otro como valor predominante refleja el tránsito de una sociedad capitalista y competitiva a una sociedad tecnocrática
Joseph Kett identifica el mérito esencial como uno de los valores fundamentales que impulsaron la Revolución Americana, como el criterio que mantuvieron los Padres Fundadores: cada persona valía por sus cualidades y por su esfuerzo, no por su posición en una jerarquía dinástica o nobiliaria.
En definitiva, mientras el mérito esencial es reconocido por la comunidad, el institucional lo certifican determinadas instituciones y expertos. Por tanto, el predominio del mérito institucional implica un traslado del poder desde los ciudadanos hacia una determinada burocracia.
El tránsito de un tipo de mérito a otro como valor predominante refleja la transformación de una sociedad capitalista competitiva en una sociedad tecnocrática. Se otorga así a ciertos burócratas la potestad de acreditar a las personas, casi siempre con el concurso del Estado, que es quien reconoce y certifica estos títulos, incluso los concibe y diseña.
La decadencia meritocrática
Cuando el «mérito institucional» es excluyente pierde gran parte de sus ventajas: se convierte en una traba, en una barrera, en una versión degradada del ideal meritocrático porque acaba excluyendo a muchas personas válidas. Tan sólo cuentan los certificados, que constituyen una medida imperfecta de la inteligencia, la capacidad, el esfuerzo, la creatividad o los conocimientos. El mérito institucional evalúa títulos más que logros, promesas más que hechos reales, aptitudes para poder alcanzar el resultado, más que el resultado mismo.
El sistema burocratizado ha devaluado la acreditación y la ha convertido en una barrera de acceso
Además, la supremacía del mérito institucional induce a los individuos a desarrollar un comportamiento estratégico: si el criterio para ascender en la jerarquía son los títulos, hay que adquirirlos a toda costa. De ahí la masificación de las universidades, la inflación de acreditaciones, la devaluación de los títulos y la necesidad de realizar carreras académicas cada vez más prolongadas para diferenciarse de los demás. Hoy, además, se plantean serias dudas sobre la capacidad intelectual de no pocos políticos y gobernantes que cuentan con la preceptiva acreditación académica, incluso en algunos casos se sospecha que pudieron obtenerla mediante trato de favor, sin la exigencia debida, o directamente de forma fraudulenta.
Al final, el sistema burocrático degrada la acreditación, convirtiéndola en una barrera de acceso a muchos sujetos con talento. De hecho, hoy día, a Steve Jobs los burócratas le habrían cerrado el garaje donde comenzó su actividad, o arruinado a base de multas y sanciones. Y a Soichiro Honda lo habrían sacado de su taller y enviado a estudiar algún curso de Formación Profesional.
El regreso a la sociedad estamental
En realidad, el deterioro del verdadero mérito y su sustitución por un sucedáneo es algo recurrente en la historia. Los sistemas meritocráticos tienden a deteriorarse, a degenerar en oligarquía. Se trata de una aplicación concreta de una idea que desarrolló el sociólogo germano-italiano Robert Michels, denominada la «ley de hierro de las oligarquías»: existen fuerzas que empujan a toda organización, por muy democrática, meritocrática y representativa que sea, a convertirse en oligarquía porque los que están arriba se acostumbran al poder y buscan mantenerlo o incrementarlo aun a costa de renunciar a los viejos ideales.
La degradación del mérito institucional y la exclusión del mérito esencial está suponiendo el regreso a la vieja sociedad estamental
Por su parte, el sociólogo Daniel Bell explica en On Meritocracy and Equality (1972) cómo hoy día los padres de clases altas intentan traspasar su posición a sus hijos, bien a través de la influencia o de las ventajas culturales que poseen. Tras una generación, «la meritocracia se convierte en una clase social pétreamente establecida«, es decir, en una posición en gran medida hereditaria.
Como consecuencia, la movilidad social, una de las bases fundamentales de cualquier meritocracia, se reduce. En The New Ruling Class (2016), Helen Andrews comprueba que, mientras en 1985 menos del 50% de los estudiantes de las universidades de élite de EEUU provenían de familias del cuartil superior de ingresos, en 2010 este porcentaje había aumentado al 67%. En definitiva, la degradación del mérito institucional y la exclusión del mérito esencial implica, de algún modo, el regreso a la vieja sociedad estamental.
Falsa meritocracia y deterioro político
En el pasado, Platón soñó con filósofos convirtiéndose en reyes y reyes convirtiéndose en filósofos. Hoy, mediante la ingeniería de la acreditación, se ha entregado el poder político y cultural a una élite del conocimiento, teóricamente para hacer realidad el sueño de filósofo griego. Lamentablemente, la meritocracia institucional no sólo no ha logrado cumplir los deseos de Platón, sino que ha resultado ser en buena medida antagónica al ingenio, la inventiva y la iniciativa personal.
No puede darse por sentado que un incremento de los títulos académicos, cuya homologación imponen y controlan los burócratas, hará a las sociedades automáticamente más eficientes y brillantes
Nadie discute la conveniencia de estudiar ni de reciclar nuestros conocimientos de manera periódica. Sin embargo, no puede darse por sentado que un incremento de los títulos académicos, cuya homologación imponen y controlan los burócratas, hará a las sociedades automáticamente más eficientes y brillantes. Aún así, la soluciones que ofrecen invariablemente los gobernantes e intelectuales oficiales es «más educación» y, en consecuencia, «cada vez más acreditación».
El concepto de mérito esencial no es una reliquia del pasado, es algo extraordinariamente valioso. Refleja un tipo de inteligencia compleja, difícilmente medible, pero con una enorme capacidad de adaptación. Un elemento imprescindible en un mundo en constante y vertiginoso cambio, donde cada persona debe tener la oportunidad de sacar lo mejor de sí misma.
No se trata de eliminar el mérito institucional, producto de los tiempos modernos, sino de hacerlo compatible con el mérito esencial. Y esto sólo se consigue eliminando muchas barreras, que impiden prosperar a las personas con talento… pero que carecen de los correspondientes permisos de una élite de gobernantes, intelectuales, técnicos y burócratas, cada vez más degradada.
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