Tradicionalmente, y por tradición se entienda siglos, se ha considerado que mentir y engañar son lo mismo. Partiendo de la misma base que comparten de negar una verdad, mentir es un contenido falaz que se expresa lingüísticamente con conciencia de su falsedad, y engañar es la forma o conducta, el “hacer creer” mediante acciones (disfraz, simulación, etc.). Mientras que la mentira quedaría reservada al ámbito estrictamente humano, en tanto un sistema de conciencia y lenguaje complejo y muy desarrollado, el engaño tiene más amplitud y pudiera apreciarse también en otros animales mediante mimetismo, camuflaje, premeditación, etc. También es cierto que hay profesionales de las ciencias biológicas que no diferencian, de modo que mentir y engañar, en último término, sería lo mismo. No parece existir mucha diferencia cuando la base epistemológica de ambas manifestaciones aluden a la forma y contenido de lo mismo: negar lo verdadero o real. Pero podemos aportar una visión diferente. Para un mayor conocimiento, recomiendo la lectura de mi libro “Teoría de la Mentira”.
En el siglo I d.C. Aulo Gelio, en su célebre Noches Áticas, incorpora una diferenciación (differentia) entre mentiri y mendacium dicere. Mientras que la primera alude a un escenario consciente de falsear lo verdadero, mendacium dicere apela a una inconsciencia, imprudencia, error o, incluso, imaginación, que definen el ámbito de mendax (Ernout y Meillet). Mentiri y Mendacium serían claras alusiones a una capacidad creativa humana pero con diferente grado de consciencia. Más adelante, la literatura nos demuestra que ambas expresiones se fusionan y ya San Agustín de Hipona, en De mendacio y Contra mendacium empleará una y otra palabra para aludir a lo mismo: decir o hacer lo contrario de lo que se cree, se siente o se piensa, con la intención consciente de hacerlo; de esa forma, todo el escenario inconsciente, imaginativo o errático que conllevaba mendacium pasa a ser un “error”, caracterizado por su no voluntad de falsedad. Pedro Mejía, mucho más adelante, termina de confirmar esa regla. Desde un punto de vista epistémico resulta traumático.
Hace más de un siglo Oscar Wilde escribía desesperado por una vuelta al arte de la mentira, la verdadera estructura sólida de una sociedad civilizada
Cuando analizamos las relaciones sociales acudimos a la mentira como manifestación de lo inmoral y desagradable. Seríamos entonces todos seres inmorales y desagradables porque mentimos. Esas conclusiones nacen de la concepción del lenguaje como un verbum dei, un lenguaje que lo divino nos dio y se debe emplear sin separarse de la verdad del enunciador y su enunciado. El objetivo sería no mentir, siempre decir la verdad aunque ello suponga facilitar al criminal raptar al niño que busca y que se oculta en nuestra casa. La fuerza de la practicidad supuso que se relativizasen estas aseveraciones, y la doctrina canónica por un lado, y la praxis social por otro, fueron tejiendo claroscuros donde la mentira podía ser ejemplo de bien, alejada de la picaresca y la mala fe. Las mentiras piadosas, las medias verdades y la noble mentira son ejemplos claros de ello. A su vez, el famoso conflicto entre Kant y Condorcet sobre si hay derecho a mentir puede ser otro gran ejemplo.
Pero algo sucede cuando rascamos un poco la superficie y lo que parecía una nuez resulta en una ciruela manchada de arcilla. Cuando las personas nos relacionamos tenemos diferencias comunicativas, nuestros sistemas de creencias son desiguales, y dentro de esos sistemas individuales relativizamos con nosotros mismos. Resulta que toleramos la hipocresía, y cuando hablamos de nuestras mentiras o las de nuestros cercanos resultan más verdaderas que las pronunciadas por nuestros enemigos o desconocidos. Y no es ni bueno ni malo, somos así. Pero la moral abre una jaula dentro de otra jaula porque posiciona el centro del discurso entre lo bueno y lo malo, o como diría Alí, “entre los que dicen la verdad y mienten”. Eso nos suele llevar, en el día a día, a no dar tanta importancia a la razón o la verdad como a sí quién gana a quién. Pues, ¿cómo sabemos si alguien nos miente? Muchos se han apresurado en señalar manifestaciones fisiológicas o a acudir a instrumentos que detecten el elemento mendaz, pero ni tenemos la nariz de Pinocho ni esas herramientas tienen el don de la adivinación de los Aesir. Se requeriría de un análisis de más variables para saber captar los emblemas comunicativos que nos llevan a semejante sentencia; todo lo demás nos puede llevar, sin mucho esfuerzo, a sesgos como el de Otelo, y en definitiva, a errores de atribución. Estamos, al parecer, solos frente a la mentira. Pero la mentira, como creación alternativa a lo real, dice mucho más de nosotros que la verdad blanca, eterna, inmutable e inalienable. Puede que estar solos frente a la mentira sea una oportunidad honesta de estar solos frente a nosotros mismos.
Cuando la información social no se ajusta a una determinada predicción, se incrementa la tendencia social al conflicto. El lenguaje se vuelve trivial y la contradicción incrementa la inerradicable incertidumbre que trae consigo un mundo que no controlamos. Si dicho “error de predicción” lo generamos nosotros, no dudamos en llamarlo error. Si ese error nuestro lo observa un ser querido, muy probablemente vea el mismo error. Si lo llevamos a personas desconocidas o a nuestros enemigos, muchos nos llamarán mentirosos. Debido a que construimos la realidad, todo es realizable, incluso lo no real, y siempre querremos ver lo que queremos ver, haciendo el sesgo de confirmación, entre otros, de las suyas. Por eso es distinto mentir de engañar, porque ambas suponen crear algo que no es real, pero mientras que engañar supone practicar dicha negación sabiendo de su carácter fraudulento, mentir es tener la esperanza de que podrá realizarse porque se cree. El cavernario ideólogo de la rueda sería desterrado por aquellos miembros de la tribu que no ven la realidad de algo que, por completo en esa época, era irreal, y por tanto, peligroso para la supervivencia del grupo. El inventor de la rueda y Pinocho en el mismo saco, pero sabemos que sus mentiras, sus creaciones alternativas a la realidad, son diferentes, ambos mienten pero solo uno engaña. Situaciones sociales parecidas pueden ser los malentendidos o las presuposiciones, donde todos mienten (se ha creado una alternativa a lo real o sucedido) pero nadie suele engañar (no existe un animus nocendi).
Es importante interiorizar esta diferencia, porque nos permite ser más asertivos en la construcción del conocimiento y más abiertos a realidades que desconocemos. Mentimos porque estamos facultados natamente para crear negando lo dado; hay casos de niños que ya mienten a partir de los 3 años diciendo haber terminado lo que ni siquiera han empezado, lo que nos muestra que tan pronto empezamos a desarrollar nuestro sistema de lenguaje y tan pronto empezamos a plantear alternativas de lo real; solo ver lo real, parece, nos aburre. Engañamos como planteamiento moral, elegible, porque teniendo conciencia de lo que es verdadero en un determinado sistema de creencias recubrimos de sus características a lo que es falso para ese mismo sistema; se busca un beneficio a costa de. Saber distinguir a ambas nos hace humanizar a la mentira, que puebla todo cuanto nos rodea.
Hace más de un siglo Oscar Wilde escribía desesperado por una vuelta al arte de la mentira, la verdadera estructura sólida de una sociedad civilizada. Asumamos que todos somos unos mentirosos, que creemos muchas veces en que podemos realizar lo irreal como ese adolescente que cree que una idea puede acabar con el hambre en el mundo; asumamos que algunos también engañan, que manipulan conscientemente sin importar el mal que puedan crear a los demás. Esto nos facilita una mayor alerta crítica con lo que nos rodea, una mayor desconfianza hacia aquellos que se arrogan la titánica tarea de dirigir naciones cuando ni siquiera conocen, una mayor autoestima en valorar nuestras propias capacidades de autorrealización y una mayor comprensión de lo que se aleja de nuestras ideas y que nos parece por completo irreal. La mentira es la arquitectura de la comunicación, debemos conocerla. Nunca ha existido un hombre de verdad más que en los libros; en lo cotidiano, somos fragmentos verdaderos hacia un resultado que a medio camino parecerá siempre un fracaso. En el transcurso de ese viaje, la fe en nuestras infinitas posibilidades de realización es una verdad vacía, a la espera de cobrar sentido, y mientras tanto son mentiras que tienen la amenaza de ser atacadas como irreales, justo lo que querremos realizar.
*** Luis García-Chico es un pensador y jurista español, con más de diez años de experiencia en el estudio de la mentira como línea de investigación en los campos del derecho, economía, filosofía y psicología. Autor de «Teoría de la mentira» (2022)
Foto: Engin Akyurt.
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