La dosis, directamente en vena emocional, es una garantía. Sucesos como los atentados a las Torres Gemelas de Nueva York en 2001, al metro de Madrid en 2004, o el ataque a la sala Bataclán en París. Catástrofes naturales como el terremoto de Haití en 2010, o el tsunami de Japón en 2011. Cambios políticos producidos tras la eufemística “Primavera Árabe”, entre 2010 y 2013, el nombramiento de Trump y su abandono de la Casa Blanca, o ya más recientes, el caso de las niñas de Tenerife, o el caso de Theresa Knorr, tienen la misma dirección. Sucesos y casos lejanos entre sí en el tiempo se distinguen por la intensa presencia de los medios de comunicación, que generan situaciones emocionales extremas.
Con una narrativa rentable para las cuotas de audiencias, cómoda y fácil de digerir, pues hay poco que pensar. Tampoco hace falta que corra la sangre para que los medios funcionen como aves carroñeras. Los nacionalismos de uno y otro color, los feminismos radicales, o las proclamas antirracistas pulsan la tecla emocional para que el relato funcione. “Responsabilidad emocional, #STOPDRAMAS”, señalaba una de las pancartas que ha circulado estos días por Barcelona. Desconozco a que responsabilidad se refieren, pero si la responsabilidad significa apechugar con las consecuencias, del barato tratamiento emocional que impregna la información actual, nadie responde, aunque a todo el que lo practica beneficia.
El ritual ya se conoce, hiperconexión cotidiana, sobre estimulación constante, imperiosa necesidad de recarga emocional, con escaso tiempo para procesar estos impactos, y ninguno para reflexionar sobre la necesidad de estar o no en las redes sociales
La mecánica narrativa que se construye mediante el chute emocional, produce un rápido y tóxico paso de lo privado a lo público. Un tránsito que ni es inocente ni es inocuo, tiene consecuencias. Desde las emociones al sentimentalismo tóxico existe un rápido y cómodo paso, el tránsito de lo privado a lo público. Con el resorte emocional activado, la expresión pública de los sentimientos reclama una respuesta de los demás, las lágrimas de otros suelen tener un precio. El psiquiatra británico Anthony Daniels, advierte que el culto a la emoción pública se extendió por nuestra sociedad bastante antes que otros virus posteriores. “Buscamos la simplicidad en aras de una vida mental más tranquila, el bien absolutamente bueno; el mal, totalmente malo; lo bello, enteramente bello”, como si la naturaleza humana fuera algo simple.
El escaparate emocional actual es probablemente uno de los síntomas más evidentes del infantilismo rampante. Si no se entiende que una lágrima o el dolor es un sentimiento personal y privado, porque no se distingue entre lo público y lo íntimo, hemos conseguido barra libre para el mercadeo de nuestra intimidad. Una intromisión con frecuencia acompañada del bálsamo de lo colectivo como retrete del constructo social y cultural, lugar en el que se abandona la dignidad del individuo.
Con los medios de comunicación convertidos en permanente reality show, irrumpieron las redes sociales, que probablemente nada inventen, pero amplifican los vicios instalados en la producción audiovisual convencional, añadiendo entre otros ingredientes, la voracidad de lo inmediato y la gratificación emocional. Un estudio con plantea con cierta que es posible una correlación entre determinados tipos y niveles de depresión y acampar en las redes sociales. En otro estudio, muy próximo en el tiempo y muy referenciado, se señala que han aumentado los síntomas depresivos, presentando algunos resultados relacionados con las tasas de suicidio entre los adolescentes estadounidenses después de 2010, indicado como posible factor el mayor tiempo de pantalla en los nuevos medios. Con una muestra comprendida entre 2010 y 2015, con más de medio millón de estudiantes de 13 a 17 años, se comprobó que se había producido un aumento de un 33% en los síntomas depresivos de los estudiantes, en el estudio que comprendía 2010-2015 Estos resultados convergen con otro estudio, que recoge un aumento de un 30% en las visitas a los centros de orientación, durante los años 2010-2015.
Desde la cautela de los resultados que muestran estas y otras investigaciones, es plausible atender algunas correlaciones entre los usos y consumos de pantallas y determinadas situaciones de riesgo. El ritual ya se conoce, hiperconexión cotidiana, sobre estimulación constante, imperiosa necesidad de recarga emocional, con escaso tiempo para procesar estos impactos, y ninguno para reflexionar sobre la necesidad de estar o no en las redes sociales.
En estas dos últimas décadas han llegado otros visitantes para quedarse, las grandes plataformas productoras de contenidos de ficción, o de información dramatizada, si así lo prefieren. Ahí están los mejores 16 documentales “true crimen” para ver en Netflix, HBO y Filmin. Me ahorraré comentarios, hago un copia y pega de la promo, pero permítanme que les ahorre los enlaces. “Si te has quedado con la boca abierta tras el visionado de la impactante miniserie documental Carmel: ¿Quién mató a María Marta? Nos ponemos manos a la obra para recomendarte otros 15 títulos más, tan perturbadores como la exitosa producción argentina. Secuestro y violación de menores en Abducted in Plain Sight, asesinos que salen ‘de rositas’ en The Jinx (El gafe) o casos tan conocidos -y que levantaron tanto revuelo- en nuestro país como “El caso Alcàsser”.
Llegó la inteligencia emocional, llegó un nuevo orden
Esta “revolución emocional” no es algo reciente, ni obedece a un caprichoso juego de casualidades. Tal y como se ha explicado en párrafos anteriores los medios de comunicación tradicional, las redes sociales y las plataformas no son ajenas al asunto, pero era necesario algo más. Un dogma académico que ungiera de verdad científica lo que ya corría como la pólvora por los informativos, ficciones y programas de entretenimiento de la agenda mediática.
Con la aparición de la imprenta hasta finales del siglo pasado, muchas generaciones fueron instruidas y educadas en los fundamentos racionales, la enciclopedia fue el referente y Gutenberg el canon. La era de la imprenta creció y maduró con la palabra que desarrolla de modo particular el hemisferio derecho, que es prioritariamente racional y abstracto.
Llevábamos demasiado tiempo priorizando la razón como motor del pensamiento y modo de aprendizaje. En tan solo unas décadas, las emociones se han convertido en una prioridad. La neurociencia se ha colado en los planes de orientación, consultorías de psicopedagogía, programas de estudios, cursos de formación.
Irrumpe un inusitado interés por lo emocional, que suscita con particular devoción Daniel Goleman, en su libro “Inteligencia emocional (IE)” publicado en 1996. Término que popularizó este autor, que ha resultado ser sustancial para comprender por dónde ha ido gran parte de la psicología aplicada en estas últimas décadas, y gran parte de la educación, particularmente en sus laboratorios sociales de cierta psicopedagogía. Un modelo que se centraba anteriormente en los trastornos mentales y en las capacidades racionales, es desplazado por al canon de las emociones, que se entienden desde un enfoque esencialista del comportamiento humano y su ejercicio mental.
La IE, se presenta como un conjunto de habilidades que proceden en parte de nuestra genética y evolución, pero susceptibles al cambio mediante los aprendizajes. Para cuestionar este sagrado parámetro de la psicología y pedagogía actuales, precisemos que se fundamenta en cinco dimensiones, o si prefieren llamarlas habilidades, a saber: conocer las propias emociones, manejar las emociones, motivarse a sí mismo, reconocer las emociones de los demás y establecer relaciones (Goleman, 1996, pp. 43‑44)
A pesar de la tendencia, aparecen algunas voces disonantes, como “Aproximación crítica a la Inteligencia Emocional como discurso dominante en el ámbito educativo”. Este estudio recoge el análisis del número de publicaciones científicas que contienen el término emoción, buscando el término en inglés emotion, en el índice de publicaciones de Web of Science de Thomson Reuters durante los veinte años previos a 1996, para encontrarnos con 7175 publicaciones. En los siguientes 20 años, la cifra se dispara hasta las 92483 publicaciones. No es gratuito que se hable y se impulse de “una revolución emocional”. Este hallazgo en cantidad evidencia implicaciones en el discurso IE, pues exige una serie de condiciones para la medición, los programas de formación de los profesores y los diferentes indicadores de alfabetización emocional. Una decidida apuesta por el subjetivismo de dicho discurso, con unas determinadas conclusiones para entender y plantear la educación emocional.
Se ofrecen guías y manuales, programas educativos para distintos niveles, seminarios, herramientas de evaluación, cursos de formación, un sinfín de congresos, con sus publicaciones que aparecen en las revistas científicas de impacto. Todo embalado en la inteligencia emocional, pero justificado en el aval científico y asentado en el éxito comercial. Se han propuesto herramientas estandarizadas que buscan medir la capacidad para desenvolverse en las cinco dimensiones apuntas por Goleman, que son el fundamento de la alfabetización emocional. De este modo, se tienen los test que marcan el “coeficiente correcto”, de los cuales se deducen los programas de alfabetización emocional necesarios.
Estamos en la sociedad del bienestar emocional. Ciertos fenómenos sociales como el descrédito de las ideologías y la revolución sexual, impulsaron una narrativa que pivota en la autorrealización del yo. Poco hizo falta para que aparecieran los relatos terapeúticos que encontraron su filón en la gestión de las emociones. A nadie sorprende encontrar en su casa una estantería repleta de pastillas que facilitan la dieta emocional, como tampoco sorprende el éxito editorial de esta industria de la “autoayuda”. Ya no basta con estar bien, hay que parecerlo y sonreír, si te sientes bien, todo está conseguido.
Como resultado de la trayectoria “científica” que se ha señalado, se dispone de un predictor de éxito social y profesional más preciso y necesario que el tradicional Cociente Intelectual (CI). Puede suponer una tranquilidad cómo en las últimas décadas el creciente interés por el bienestar emocional y la industria de la felicidad funcionan con la precisión de un reloj suizo. Quien piense que este nuevo orden establecido, esta nueva normalidad psicopedagógica, social, industrial y científica es discutible, será cancelado. No hay que darle ninguna vuelta al asunto, ya tenemos una élite emocional, y en consecuencia, una gran masa susceptible “científicamente” de muchas posibles patologías, debidamente marcadas por un cociente emocional inferior.
Foto: Cristian Newman.