Si en España supiésemos dedicar la mitad de los esfuerzos que destinamos a repensar el pasado a tratar de averiguar qué formas de porvenir podrían ser logradas… dejaríamos de ser un país viejo y agotado. La política que padecemos con cierta paciencia es muy responsable de este asunto, pero las gentes del común no estamos del todo exentos de culpa.
Que somos un país viejo es un dato irrefutable, en especial si lo consideramos en una perspectiva amplia; la edad media de los españoles está muy por arriba, nada tiene que ver con los países que más asoman la cabeza hacia el futuro, pero no trato de fustigarles con nuestra evidente crisis demográfica, mitigada en parte y de aquella manera por la llegada de emigrantes, en nuestro caso con la fortuna relativa del gran número de hispanos que tienen como propia nuestra lengua y comparten muchos rasgos culturales de enorme importancia.
No es que hagamos caso a Unamuno e insistamos en el “que inventen ellos”, es que salimos bien educados en la sumisión y, tras unos añitos de algarabía relativa, estamos volviendo al buen redil en el que nos meten los estatistas con el visto bueno de los que se dicen liberales
Este dato y otros similares podría considerarse como meramente biológico, pero no es del todo así. El declive demográfico representa de alguna manera un fracaso vital, una cierta renuncia a significar algo en el panorama de la historia y de la vida humana. Podemos consolarnos pensando que se trata de un fenómeno muy general, pero ese es un flaco consuelo (mal de muchos… consuelo de tontos, decía el refrán).
Lo que importa señalar es que los españoles, España por tanto, no poseemos en el momento presente un gran proyecto colectivo que nos haga vivir con ilusión, que nos facilite la convivencia y nos permita mantener vivas las energías y las esperanzas. Para que se vea con claridad de lo que hablo basta con comparar este momento con lo vivido hace medio siglo, nada menos que tres generaciones según la cuenta de Ortega. Entonces el país tuvo miedo y tuvo esperanza y sacó fuerzas de flaqueza para sobreponerse a enemigos nada pequeños, como el terrorismo o la crisis económica.
De todo aquello y de lo que siguió muy poco o nada queda y, en consecuencia, llevamos casi veinte años perdiendo píe, siendo cada vez más pobres, teniendo más miedo a lo que pueda pasar y apostando insensatamente por políticas que nos obligan a la deuda, es decir a hipotecar de manera inmisericorde a las nuevas generaciones a las que, dicho sea de paso, tampoco es que les demos grandes oportunidades de prosperar pues el paro abunda, la vivienda es una quimera y tenemos que contemplar como una parte importante de los jóvenes mejor preparados tiene que abandonar el país para conseguir un sueldo y una posición que merezcan la pena fuera de España.
En resumen, parece como si hubiésemos dejado de creer en un futuro mejor y, en consecuencia, hemos abandonado la lucha positiva por conseguirlo. Hay unas razones muy de fondo en este frenazo político que experimentamos y digo político porque política es el nombre que hay que dar a la tarea de reformar, mejorar y construir la sociedad del futuro. Como de repente nos hemos convertido en personajes pasivos que esperan a ver qué pasa y apenas se plantean qué es lo que van a hacer.
Una parte enorme de la responsabilidad en esa apuesta por la pasividad depende de las convicciones de fondo que la propaganda política nos está suministrando. Vivimos bajo la amenaza de una crisis climática nunca vista y de la que se nos hace responsables, se nos induce a pensar que la única manera de defendernos de un futuro terrible es dejarnos llevar por las políticas de los expertos que están siempre reunidos modificando sus calendarios de desgracias, sin reconocer nunca el menor avance, lo que hace que los esfuerzos y sacrificios que se nos obliga a realizar nos parezcan inútiles y estúpidos porque no está claro que sirvan para nada.
Contra lo que siempre habíamos sentido y creído, el progreso no se nos ofrece como un panorama de más sino de menos, no podremos ser más ricos sino menos consumistas, no viajaremos tanto para no perjudicar al planeta, recortaremos los planes de todo tipo porque el decrecimiento, se nos dice, será nuestra única salvación. Vivimos por tanto en una atmósfera en la que, a nada que nos descuidemos, se nos hará sentir culpables de cuanto sucede, de todo lo malo, porque no es posible que hallemos ningún bien en un futuro libre y sin sumisión a los grandes mandatos de los expertos, las agendas globales y las políticas de una izquierda que ya no quiere ser un partido sino el amo del cotarro, la dueña del pensar y la voz única de la conciencia moral. Si queremos ser buenos, hay que ser pasivos y obedientes.
La política más del día a día se convierte en una gestión de mitos, en la creación de nuevos derechos, en la supuesta erradicación de males terribles que existen hagamos lo que hagamos, como el machismo o las fábricas de bulos que sólo se pueden eliminar guardando silencio todo el mundo y estando atentos a lo que diga el mando que para eso lo hemos elegido, así que, como decía mi libro de primera infancia, a obedecer y callar.
El Estado todo lo interviene y todo lo arregla, nos protege de manera constante, y se ocupa de que nada nos falte. Eso dicen, pero no es verdad. Lo que ocurre es que el crecimiento de las administraciones públicas cada vez hace más difícil cualquier tarea, para todo se necesitan mil permisos, nos rodean centenares de máquinas y de agentes que vigilan cuanto hacemos y así, hay que reconocerlo, es difícil tener iniciativa, tener planes o hacer pronósticos. Se nos quiere acostumbrar a esperarlo todo, a recibir la renta universal y a que todos tengamos un carguito público para que nadie se desmande.
En fin, algún lector pensará que exagero o que soy un iluso, un facha o ambas cosas. Pero no dejo de pensar que lo que nos pasa ahora mismo a los españoles es lo que acabo de decir, que nos hemos quedado sin futuro, que la política ha consistido en arrebatarnos cualquier protagonismo y la consecuencia de eso es que dejamos que el futuro acabe en manos de quien sepa sujetarnos. Fíjense como está el patio, bastará con un ejemplo: puede que haya quienes piensen que España es hoy día una potencia en IA, que somos los más listos y los mejores en ese campo; pues bien, tomen nota, no parece que sea el caso, pero vamos a ser los primeros que dispongan de una agencia que se dedique a poner multas a quienes se crean que con esto de la IA van a poder hacer lo que les dé la gana… hasta ahí podíamos llegar.
No es que hagamos caso a Unamuno e insistamos en el “que inventen ellos”, es que salimos bien educados en la sumisión y, tras unos añitos de algarabía relativa, estamos volviendo al buen redil en el que nos meten los estatistas con el visto bueno de los que se dicen liberales, pero sólo están esperando a que les llegue su turno. No hay futuro, pero no hay nada que temer.
Foto: Markus Spiske.
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