Corría el año 1979. En la sede de Volkswagen de Wolfsburgo, los empleados de recepción se presentaron agitados en el despacho de Wan, el ingeniero jefe del área de desarrollo del grupo automovilístico alemán. Al parecer, en la entrada había un hombre de rasgos asiáticos que decía ser el ministro de Industria chino y que había preguntado por los responsables de la empresa. Lo empleados de recepción habían acudido a Wan porque era originario de China y aún recordaba el mandarín.
Wan pensó que debía ser un error o una broma. China llevaba más de 40 años aislada del mundo. ¿Cómo demonios iba a estar en la entrada el ministro de Industria chino? Lo que no sabía Wan, y casi nadie en Europa, es que la muerte de Mao Zedong había puesto punto final al aislacionismo chino. No era una broma. El ministro de Industria de China estaba realmente en la recepción, aguardando pacientemente a ser atendido.
Un buen negocio
Mao murió en 1976. Dos años más tarde, en diciembre de 1978, Deng Xiaoping ascendió a la jefatura del Partido Comunista. El ascenso de Deng no estuvo exento de dificultades. Ni Mao ni su entorno tenían demasiado aprecio por él porque su enfoque nacionalista era muy diferente. Deng, al contrario que Mao, estaba convencido de que la única manera de que China emergiera como una gran potencia era acabando con el aislacionismo. De hecho, las décadas de aislacionismo de Mao habían traído consigo un atraso industrial y tecnológico que ahora era imposible superar sin ayuda. Deng pensaba y con razón que China debía abrirse al exterior si quería modernizarse. Y el primer paso de esta modernización era la movilidad.
El negocio podía redondearse si además obtenían un contrato para proporcionar vehículos oficiales a los numerosos cargos del gobierno central y altos funcionarios de los gobiernos locales
Así que ahí estaba, en la recepción de la sede central de Volkswagen, el ministro de Industria de China, dispuesto a reunirse con los responsables de la multinacional alemana para, con su ayuda, mejorar la movilidad de su país.
En un principio, el interés de China estaba en los camiones y autobuses. Al fin y al cabo, en un país colectivista, con una clase media inexistente, los automóviles particulares no tenían cabida. Sin embargo, en Volkswagen tuvieron una idea. Dado el tamaño de China y el gran número de poblaciones en las que había taxis colectivos, la renovación y potenciación de estas flotas podría suponer un gran negocio.
Este negocio podía redondearse si además obtenían un contrato para proporcionar vehículos oficiales a los numerosos cargos del gobierno central y altos funcionarios de los gobiernos locales. Ambas partes discutieron sobre ello durante días hasta que llegaron a un acuerdo. Finalmente, el gobierno chino aceptó la propuesta de Volkswagen. Subvencionaría la modernización y expansión de las flotas de taxis locales y de los vehículos oficiales de las autoridades. Así fue como la industria del automóvil alemana puso el pie en el mercado chino. Un mercado que, con el tiempo, se convertiría en parte fundamental de su negocio, mucho más de lo que hasta ayer muchos sospechaban. En realidad, una bomba de relojería.
Del cielo al infierno
La apertura al exterior promovida por Deng Xiaoping no tardó en dar sus frutos. En pocas décadas China pasó de ser un país atrasado y fundamentalmente campesino a convertirse en la fábrica de Occidente. El producto interior bruto creció a ritmo de dos dígitos anuales y la clase media empezó a emerger con fuerza. El automóvil dejó de ser una rareza. La nueva y pujante clase media china quería tener el suyo y podía permitírselo. Así las ventas de Volkswagen crecieron año tras año hasta alcanzar su máximo en 2019, con 4,22 millones de vehículos vendidos, 1,2 millones más que en el resto del mundo, incluida Europa.
La irrupción del automóvil eléctrico promovida inicialmente por China y bendecida después por los políticos europeos, a mayor gloria de la transición energética, ha sido el detonante de una crisis mucho más profunda
Sin embargo, en 2020, con la pandemia, las ventas en el gigante asiático se desplomaron un 35%. Y aunque más tarde se recuperaron, en 2023 la caída consolidada respecto de 2019 se situó en el 23,3%. Pero fue al año siguiente cuando se dispararon todas las alarmas porque lejos de remontar, las ventas de Volkswagen en China cayeron un 15%. Y los pronósticos para 2025 son que esta tendencia se agravará considerablemente. ¿La razón de este hundimiento?: el auge del automóvil eléctrico, que en China representa ya el 50% del total de las ventas. La pregunta es, pues, ¿por qué el automóvil eléctrico está acabando con la hegemonía del gigante alemán? O peor, ¿por qué amenaza su propia supervivencia? La respuesta no es tan simple como puede parecer.
Por un lado está la agresiva estrategia de largo plazo de China para irrumpir con fuerza en el estratégico sector del automóvil, con calculadas imposiciones y “trampas”. Pero por otro hay factores tanto o más importantes, como la complacencia de los gerentes de la industria alemana, la complicidad de los políticos y la intransigencia de los sindicatos.
En realidad, la irrupción del automóvil eléctrico promovida inicialmente por China y bendecida después por los políticos europeos, a mayor gloria de la transición energética, ha sido el detonante de una crisis mucho más profunda que afecta a Europa en general y a Alemania muy en particular: la crisis de la productividad.
Las tensas negociaciones entre patronal y sindicatos, y las acaloradas discusiones entre los propios CEO de las diferentes marcas para restructurar el grupo Volkswagen, han expuesto a luz un problema de fondo del que todos son culpables: políticos, directivos, trabajadores y sindicatos. Este grave problema de fondo son los costes laborales de las factorías alemanas que están muy por encima no ya de los de China, sino del resto de países europeos.
En Alemania, dependiendo de la marca, el coste laboral de un trabajador del Grupo VAG, entre nómina, aportación al fondo de pensiones y otras prestaciones, oscila entre los 75.000 y 120.000 euros anuales. No hablamos de directivos ni mandos intermedios, sino de operarios de la línea de montaje, personal básico administrativo, comercial y de posventa.
Estas cifras trasladadas a la cadena de producción hacen que fabricar un automóvil en Alemania suponga más de 7.000 euros sólo en costes laborales. En comparación, en España estos costes no llegan a los 2.000 euros. Y en otros países de Europa donde el Grupo VAG tiene factorías apenas alcanzan los 1.500 euros.
Con todo, lo más llamativo es que los disparatados costes laborales alemanes no han ido acompañados de una mayor productividad ni excelencia. Que un automóvil del Grupo VAG sea “Made in Germany” no supone hoy ninguna ventaja. Al contrario, es bastante probable que la calidad de fabricación sea mayor y el número de incidencias menor si ha sido fabricado en España o la República Checa.
Tanto los directivos como los trabajadores y sindicalistas alemanes han vivido muy por encima de sus posibilidades y, sobre todo, de sus méritos. Sin embargo, el desplome de su productividad y su bajo celo laboral ha sido recompensado con mejoras constantes de salarios y prestaciones a costa de los trabajadores de otros países. Pero, sobre todo, este obsceno desequilibrio ha podido enjuagarse gracias a las millonarias ventas en el mercado chino. Por eso, según las ventas de Volkswagen en China se desploman, su imperio automovilístico se está desmoronando.
Esta baja productividad no sólo afecta al trabajo propio de la fabricación. También se manifiesta en el pobre desarrollo de I+D en apartados cada vez más relevantes para los consumidores, como los gadgets electrónicos, el software y el infoentretenimiento. La industria alemana se ha dedicado a su viejo sota, caballo y rey; esto es hacer coches más grandes, más pesados, aparentemente más lujosos, más potentes… y, sobre todo, más caros. Y esta misma filosofía la trasladaron al automóvil eléctrico. ¿Qué podía salir mal?
Los alemanes pensaron que la imagen de sus marcas y su prestigio sería suficiente. Que en el caso del coche eléctrico bastaría, si acaso, con cambiar un tipo de motor por otro para mantenerse en la cima, aún estando por debajo de la tecnología china en materia de movilidad eléctrica. Al fin y al cabo, las marcas chinas no sólo carecían de prestigio, sino que tenían una fama pésima en cuanto a calidad. Con lo que no contaban los alemanes es que China entrara en crisis y que la clase media del país, hasta entonces deslumbrada por los oropeles las marcas alemanas, tuviera que apretarse el cinturón y cayera en la cuenta de que los precios de los coches alemanes eran absurdamente altos. Pero, sobre todo, no contaron con que los fabricantes chinos aprovecharan el tiempo y, con la inestimable ayuda del gobierno, invirtieran las tornas.
Un plan de largo plazo, ayudas masivas y trampas
El Partido Comunista lleva décadas soñando con desarrollar su propia industria del automóvil. Durante años lo intentaron con el motor de combustión, pero la ventaja occidental en este tipo de motorizaciones era demasiado grande. Un motor de combustión cuenta al menos con 300 componentes. Cada uno de estos componentes no sólo requiere de un aprendizaje para su correcto diseño, también necesita de un conocimiento en ingeniería de materiales. No basta con calcular las proporciones y tolerancias de cada pieza de un motor de combustión, es necesario además conocer qué materiales y aleaciones específicas deben emplearse en cada caso, y dominar los diferentes y complejos procesos para fabricarlas. Una vez que todo esto se domina, aún quedaría lo más difícil: superar al maestro.
El Partido Comunista impuso a las marcas extranjeras que quisieran competir en China en el sector del automóvil eléctrico una condición leonina: las baterías que equiparan sus automóviles debían estar fabricadas por empresas chinas
Así, pues, el camio a recorrer para poder competir en la fabricación de los complejos motores de combustión y ganar la partida era demasiado difícil e incierto. Pero con los motores eléctricos, que apenas tienen 30 componentes, la historia era muy diferente. Así, en 2001, China decidió olvidarse del motor de combustión y subvencionar proyectos que investigaran sobre motores eléctricos. Sin embargo, aún deberían transcurrir seis años más para que, con la llegada al ministerio de Ciencia y Tecnología de Wan Gang, un ingeniero fascinado con Tesla, el coche eléctrico ganara verdadero impulso.
Wan Gang tuvo claro desde el principio que, si China quería irrumpir con fuerza en el sector del automóvil, tenía que encontrar la forma de sortear la tecnología del motor de combustión, encontrar una alternativa, un punto de partida diferente en el que las fuerzas estuvieran igualadas o, mejor aún, contara con ventaja.
Gang introdujo por primera vez los subsidios a los coches eléctricos. Y tal y como hizo en su día Volkswagen, los asoció a las flotas de taxis y a contratos públicos. A partir de ahí China empezó a crear su propia cadena de suministro, partiendo de su conocimiento en producción industrial, procesamiento de minerales y fabricación de baterías. De hecho, el mayor fabricante actual de automóviles chino y tercero a nivel global, BYD (“Build Your Dreams”), originariamente se dedicaba a la fabricación de baterías. Pero con la ayuda del gobierno, BYD vio en el automóvil eléctrico un nuevo propósito mucho más ambicioso.
Junto con BYD otras muchas empresas se dedicaron a desarrollar, fabricar y vender automóviles eléctricos (se estima que en la actualidad existen en China más de 100 marcas). Unas eran grandes y solventes porque venían de otros sectores industriales, mientras que otras eran simples startups. Pero fuera cual fuera la empresa que estuviera dispuesta a embarcarse en la aventura del coche eléctrico, el gobierno chino iba a estar detrás, apoyándola con todo tipo de ayudas, explícitas y no explícitas, desde aportaciones económicas directas a fondo perdido, pasando por créditos a tipos de interés súper reducidos, compra de acciones, cesión gratuita de terrenos, subvenciones al consumidor final, restricciones a la circulación y aparcamiento de vehículos no eléctricos, etc.
A pesar de que, según cifras oficiales, las ayudas al automóvil eléctrico sumarían unos 24.000 millones de euros, lo cierto es que en los últimos cinco años el gobierno chino ha dedicado más de 240.000 millones de dólares en ayudas a su industria. Si tenemos en cuenta que la mayor parte de ese dinero se ha dirigido hacia el desarrollo e implantación del coche eléctrico, el gobierno chino habría regado al sector con una cantidad muy superior a la reconocida. Para ponernos en contexto, China podría haber subvencionado a sus fabricantes de automóviles eléctricos con una cantidad 10 veces mayor a la de toda la Unión Europea y 15 veces más que los Estados Unidos.
Pero las desventajas de la industria automovilística occidental no acaban ahí. Puesto que prácticamente cada provincia china cuenta con su propia marca de automóviles eléctricos, los gobiernos provinciales también se han dedicado a ayudar a las marcas locales. Por ejemplo, la marca NIO fue rescatada de la quiebra por un gobierno provincial mediante la compra masiva de acciones. Gracias a la intervención pública, NIO, que según las reglas del mercado debería haber desaparecido, es hoy una de las marcas de automóviles eléctricos con las ofertas comerciales más agresivas.
Por si esto no fuera suficiente, el Partido Comunista impuso una condición leonina a las marcas extranjeras que quisieran competir en China en el sector del automóvil eléctrico: las baterías que equiparan sus automóviles debían estar fabricadas por empresas chinas. La excusa que se esgrimió fue la seguridad en la certificación. De esta forma, el Partido Comunista blindaba el liderazgo chino en un componente estratégico, ralentizando la inversión y el desarrollo propio de las marcas extranjeras en ese componente esencial y haciéndolas cada vez más dependientes de la industria de baterías china. Por supuesto, ningún fabricante extranjero se resistió a la medida. Las ganancias a corto plazo eran demasiado suculentas como para preocuparse por los peligros a largo plazo de esta dependencia.
El mundo al revés
Hoy China no sólo domina la tecnología del coche eléctrico, también controla su cadena de suministro. Mientras Europa, por razones ecológicas, llena de trabas la extracción de los minerales esenciales en su propio territorio y también su procesamiento, China no pone ni barreras ni reparos. Lo mismo sucede con las regulaciones laborales.
Esto nunca habría sucedido sin la colaboración de políticos y gerentes y, aunque sea indirectamente, los trabajadores y sindicatos alemanes, que durante décadas han podido vivir mejor de lo que merecían gracias a la productividad y beneficios proporcionados por terceros
Recientemente el Grupo VAG llegó a un acuerdo a cara de perro con los sindicatos para eliminar 45.000 empleos… de aquí a 2030. En China, sin embargo, hace algunas semanas, una de sus marcas de automóviles rescindió miles de empleos de un día para otro sin que los trabajadores tuvieran noticia. Simplemente, cuando los empleados llegaron al trabajo no pudieron acceder a las instalaciones de la empresa. No recibieron ninguna indemnización. Ni siquiera el preaviso. Esto es lo habitual en la China comunista. El mundo al revés.
En contraste, el fabricante alemán Porsche rescindió recientemente los empleos de algunos concesionarios que no eran rentables. Avisó con antelación a los trabajadores afectados y les abonó una generosa indemnización en función del tiempo que llevaran trabajando para la empresa. Curiosamente, el comportamiento de Porsche no sólo no fue valorado positivamente, sino que el gobierno chino usó influencers de redes sociales y medios de información para agitar una campaña contra la compañía alemana, aduciendo que su comportamiento era una trampa con la que el capitalismo occidental trataba de desestabilizar a las marcas chinas.
Otro caso reciente que enfatiza lo desnivelado del terreno de juego es el de BYD en Méjico. Unas personas entraron por error en las instalaciones de una obra que la compañía china estaba ejecutando y lo que vieron allí les dejó estupefactos. Se encontraron con decenas de obreros chinos durmiendo en el suelo, en un entorno insalubre. Al parecer, la compañía china los tenía trabajando en régimen de semi esclavitud. La noticia corrió como la pólvora y BYD tuvo que anunciar públicamente que los realojaría en un hotel. Pero no pudo evitar las acusaciones de trato de personas.
Parece evidente que China no ha jugado limpio, ni piensa hacerlo en el futuro. De hecho, la posibilidad de que las marcas chinas, para evitar los aranceles, fabriquen en Europa, también tendrá su letra pequeña. Pues el Partido Comunista chino, al contrario de lo que sucedió en su día con el establecimiento de los fabricantes occidentales en China, no quiere que se produzca ninguna transferencia tecnológica: sólo consentirá el establecimiento en Europa de factorías si se limitan al ensamblaje.
Es evidente que el masivo intervencionismo chino en la industria del automóvil eléctrico la ha convertido en una seria amenaza para la supervivencia de la industria alemana. Pero esto nunca habría sucedido sin la colaboración de políticos y gerentes y, aunque sea indirectamente, de los trabajadores y sindicatos alemanes, que durante décadas han podido vivir mejor de lo que merecían gracias a la productividad y los beneficios generados por terceros.
Con todo, igual que ha sucedido con el crac inmobiliario chino, la intervención masiva del Partido Comunista ha provocado un exceso de capacidad productiva que más pronto que tarde tendrá que ajustarse. Pero para entonces, quién sabe si la industria del automóvil alemana y europea será apenas un vestigio del pasado. Y también quién sabe si los coches eléctricos chinos, que hoy son artificialmente baratos, dejarán de serlo cuando dominen el mercado, que es lo más probable.
Quizá, en unos años, lo que a algunos les parecen ventajas para los consumidores, pasarán a ser serias desventajas y abusos de la posición dominante de unas pocas marcas. Todos estos pronósticos quedan, claro está, a expensas de que el proteccionismo, que ya asoma con fuerza en Europa, Estados Unidos y Japón, no provoque daños mucho mayores. Y todos nos empobrezcamos en una medida que a día de hoy ni siquiera imaginamos. Porque la reacción proteccionista intempestiva y a destiempo ante la coronación del largo y sinuoso plan de China encaja demasiado bien con ese viejo refrán castellano que dice que la mula vaga es la que más arreones pega.
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