Da la impresión de que los políticos se están empezando a acostumbrar a hablarnos de sus sensaciones, con la misma facilidad con la que lo hacen tantos deportistas famosos, que se refieren a ellas cuando saben que no lo están haciendo bien, pero presienten que les va a llegar el momento de la victoria y dicen tener buenas sensaciones. En el caso de los políticos esa disculpa se articula a través de los famosos relatos, una forma de contar el pasado inmediato que se remite a un futuro ilusorio y que tiene como función principal correr un tupido velo sobre el desdichado presente.
La gestión de la pandemia ha estado sometida desde el principio a este tipo de ejercicios sentimentales. Sánchez tuvo la sensación de que acabaría con el virus a base de cerrojazo y hasta llegó a proclamar una victoria veraniega. Luego ha tenido sensaciones un poco distintas y ha decidido que las virtudes del mando único no debieran desgastarse por más tiempo y que era hora de que los barandas autonómicos pusieran orden en sus behetrías, mientras él vigilaba desde las alturas que todo fuese bien, como sin duda dirán que va yendo.
En los libros se lee que eso es lo que hacen los políticos, proponen cosas, no se limitan a oponerse. Necesitamos una política más ambiciosa, más coherente y valiente que cese de construir realidades alternativas y que nos hable no de lo que hemos hecho mal sino de lo que podríamos hacer mejor
El punto importante es que los políticos afirman ver cosas que los demás no vemos y llevamos una larga temporada en que su dedicación más intensa consiste en utilizar esas sus sensaciones para construir realidades alternativas, un término introducido por la gente de Trump pero de uso universal.
Como para no perder contacto con el suelo, los políticos nunca se abandonan por completo a sus ensoñaciones y jamás olvidan lo que consideran la realidad primaria, a saber, que sus rivales son de lo peor que cabe imaginar y que lo lógico sería que desapareciesen para siempre, cosa que, en general, no suele estar a su alcance, pero que no renuncian a conseguir. Algunos políticos de carácter generoso, como nuestro incomparable Iglesias, incluso se lo advierten cariñosamente a sus rivales (“no volverán a sentarse jamás en el banco del gobierno”), como para que se vayan preparando.
El resultado de todo esto es que la política se convierte en un tinglado imaginario que pretende eliminar del horizonte visual cualquier traza de realidad a título propio. Ya no es que los políticos hablen de manera distinta al resto de los mortales, es que consiguen que empecemos a pensar que la política es algo que les está reservado a unos pocos, que es bastante incomprensible, pero que, si hay suerte, puede que no nos acabe amargando la vida, cosa que tal vez suceda en otras partes, pero no entre nosotros.
Esta perspectiva un tanto despectiva nos hace ver la política bajo el esquema de un continuado sobresalto, porque tan pronto vemos que se asalta el Capitolio como que todos los meteorólogos dicen que va a caer una nevada monumental mientras que los políticos prefieren seguir con lo suyo y, si al final nieva de manera ininterrumpida durante cerca de cuarenta horas, ya se verá lo que se hace, que tal vez no se pueda hacer nada porque lo de rezar ya no se lleva.
No tiene nada de particular que el pronóstico político se reduzca a la monotonía cuando la política se ha convertido en una gresca ritual y constante, porque no hay nada tan incierto como una batalla, y mucha gente prefiere acertar en lugar de elegir, de manera que reserva su juicio sobre el incierto final de la pendencia y las encuestas siguen dando más de lo mismo, aunque la realidad, la vida de la gente normal, se haga añicos, aunque no haya ni escuelas ni cines, aunque no se pueda cenar con amigos, aunque se sepa que todo el ingente aparato público que gravita sobre nuestras cabezas no hace otra cosa que dar palos de ciego.
El público puede sentirse muy contestatario, pero en grandes números acaba siendo tímido y conservador y tiende a considerar que el tran tran es bastante llevadero, de forma que los únicos que se atreven a hacer pronósticos son los políticos (siempre repiten que volverán a ganar) pero nadie se lo toma muy en serio. Se ve que hay gente a la que esta forma de progreso en la bronca le resulta llevadera y hasta algo atractiva porque le sirve para explicarse un poco mejor las razones por las cuales no es tan feliz como desearía.
La costumbre amodorra y es muy fácil hacerse a la idea de que, aunque ganen los malos, la vida seguirá siendo igual, para siempre, como en lo que cantaba el otro Iglesias. ¿Qué es lo que falta en este cuadro? Pues alguien que sepa suscitar esperanzas, que nos diga que no estamos condenados a ser los últimos de la fila en todo, que no está escrito que haya que tener más parados que nadie, crear más empleos públicos que nadie, endeudarnos más que nadie, y acostumbrarnos de nuevo a ver las colas del hambre como no se veían desde hace mucho más de medio siglo.
Hace falta que alguien diga que para que nadie se quede atrás, que es consigna muy cuqui, es imprescindible que muchos sean capaces de tirar para adelante, que no es normal que nos acostumbremos a vivir del crédito del resto de los europeos, a los que algunos insultan llamándoles frugales, y que no estaría mal que alguna vez los españoles pudiésemos sentir el placer de ayudar a holandeses y alemanes porque hemos aprendido a hacer las cosas mejor, a tener una educación valiosa, a no hacer trampas a todas horas y a ser ambiciosos, emprendedores y eficaces.
En los libros se lee que eso es lo que hacen los políticos, proponen cosas, no se limitan a oponerse. Necesitamos una política más ambiciosa, más coherente y valiente que cese de construir realidades alternativas y que nos hable no de lo que hemos hecho mal sino de lo que podríamos hacer mejor. Hemos vivido creyendo que teníamos el mejor sistema sanitario del mundo, ya nadie lo puede creer, pero no basta con comernos una decepción, tendríamos que empezar a ver qué cosas hay que cambiar, pero eso exige valor, enfrentarse con muchos intereses creados, con mucho corporativismo, y eso es poco aconsejable para los políticos que parecen preferir no meterse en problemas y se fían de sus sensaciones, de que al final llegarán al poder o lo mantendrán, que parece ser lo único que importa.
Es muy fácil hablar de la crisis del sistema, de las debilidades de la democracia, de mil teorías, pero detrás de muchas especulaciones de ese tipo se oculta una realidad muy molesta, que hay ausencia de buenas políticas, que muchos se abandonan a la fatalidad sin darse cuenta de que cualquier esperanza depende siempre de no rendirse ante lo inevitable, luchando contra el clima intelectual y moral que nos lleva a homologar políticas que no tienen otro remedio que mentir y manipular para hacerse soportables.
Foto: Paolo Celentano.