Recientemente, @Jack hacía estas advertencias sobre su propia decisión de expulsar a Donald Trump de Twitter, plataforma de la que es CEO. La decisión de expulsar a alguien “nos divide” y “limita el potencial de clarificar, de redimirnos y aprender”. Es más, “sienta un precedente que creo que es peligroso: el poder que tiene un individuo o una empresa sobre una parte de la conversación global”.
Insisto que estas palabras, razonables, no las ha hecho un crítico con Twitter sino su mandamás. Tienen la virtud de poner el punto de mira en el núcleo del debate, que es la capacidad de una empresa de cercenar a una parte de la población de la sociedad su acceso a una conversación global.
Cuando el recuento de las elecciones de 2016 arrojó una derrota para Hillary Clinton, la candidata demócrata dijo entonces que las elecciones habían sido “robadas”. Luego, el Partido Demócrata estuvo meses, que devinieron años, denunciando que el resultado se explicaba por una fantasmal trama rusa
Twitter es extraordinario, porque lo que comparte un usuario puede llegar a sus seguidores, que pueden ser cientos o miles, u otros órdenes de magnitud. Y porque echa abajo toda jerarquía, y rompe las barreras que impone la geografía. Eso lo pueden hacer otras plataformas, claro, pero la ventaja que tiene Twitter es que ahí están todos. Es como si estuvieses en una enorme habitación donde nos encontramos y tenemos la capacidad de hablar entre nosotros. Cualquier competidor, como Parler, nos obliga a salir de esa habitación y entrar en la otra, que además es más pequeña, por lo que resulta mucho menos atractiva. Nos cuesta, no nos da lo que queremos… Realmente no hay incentivos para salir de Twitter.
@Jack lo sabe. Sabe que puede dejar crecer su barba hasta las vergüenzas mientras hace, hasta cierto punto, lo que le quiera. Porque su propia posición de privilegio se refuerza a sí misma. Ahora bien, ¿qué quiere Jack Dorsey?
En su artículo, un folleto por entregas tuiteras, explica su decisión de expulsar a Trump, aún teniendo en cuenta sus propias advertencias, así: “Creo que esta prohibición es, en última instancia, un fallo nuestro por no promover una conversación sana”. Y con “sana”, se refiere al hecho de que “se puede demostrar que el daño fuera de internet como resultado del discurso online es real, y por encima de todo eso es lo que nuestra política”.
Esto es contradictorio con la decisión de Twitter, claro. Porque lo que incitó a una turba a tomar el Capitolio no fue un tuit del presidente, sino un discurso en frente de un atril y de las cámaras de televisión; fuerísima, por tanto, de la red y de Twitter.
Pero no es que Dorsey se haya vuelto estúpido. Dice exactamente lo que quiere decir. Su ámbito es la conversación global en Twitter, y se refiere a ella. Según se ha sabido recientemente, @Jack le ha dicho a sus empleados que “hasta el momento nos hemos centrado en una cuenta, pero esto va a ser mucho más grande que una sola cuenta. Y va a durar más que este día, esta semana, la siguiente, y más allá de la inauguración”. Menciona al grupo conspiranoico Q Anon, “por ejemplo”; un ejemplo “de una actitud mucho más amplia; deberíamos mirar más allá”.
Cuánto más allá, en qué medida ese allá quedará acá o en otro lado, todo eso no lo sabemos. Lo único que sabemos, de lo que pudo precisar Dorsey a sus trabajadores, es que el criterio es que la conversación que alberga su red no resulte en que alguien salga herido.
De nuevo, esto parece retrotraernos a “una cuenta”, como dice @jack en referencia a @realDonaldTrump, a pesar de que la incitación definitiva del presidente fue desde un atril. Pero nada nos impide recordar el papel que tuvieron millares de tuits incitando a la violencia en el contexto de las turbas de Black Lives Matter.
Cuando el recuento de las elecciones de 2016 arrojó una derrota para Hillary Clinton, la candidata demócrata dijo entonces que las elecciones habían sido “robadas”. Luego, el Partido Demócrata estuvo meses, que devinieron años, denunciando que el resultado se explicaba por una fantasmal trama rusa, de la que no quedan ni los restos.
Todo un expresidente de los Estados Unidos, aunque sea como Jimmy Carter, ha estado diciendo todo este tiempo que Donald Trump había llegado al poder de forma ilegítima. Es cierto que nadie hace caso a Carter, pero también lo es que Jack Dorsey no se ha inquietado por lo lesivas que puedan ser sus palabras para la democracia estadounidense. O cómo puedan reaccionar los más radicales de entre los votantes demócratas, fogueados ya en la gimnasia revolucionaria de Black Lives Matter.
De modo que podemos decir, con seguridad, que lo que le preocupa a Jack Dorsey no es sujetar a los violentos, si no refrenar a aquéllos que, según él, ensucian con sus opiniones el debate público.
Y todo ello, decía, lo puede hacer Jack mientras deja crecer su barba como Panoramix. El riesgo que corre es que las vea recortar por sus competidores. Y eso es posible, aunque sea en verdad muy difícil.
Foto: TED Conference.