Durante la campaña electoral de 2011, el líder del Partido Popular, Mariano Rajoy, incluía entre sus promesas una bajada de impuestos destinada a aliviar la presión que en plena Gran recesión asfixiaba a familias, emprendedores, empresas y capitales. La idea era estimular la economía para invertir la tendencia de un PIB en caída libre y domeñar la tasa de desempleo que alcanzaba prácticamente el 23 por ciento (22,9). Esta medida, junto a la promesa de reformar en profundidad el modelo administrativo, sedujo a millones de votantes angustiados por la insólita profundidad de la crisis.
Así, el domingo 20 de noviembre de 2011 los electores otorgaron al Partido Popular una mayoría absoluta. Sin embargo, tan sólo un mes más tarde el nuevo gobierno del PP, a través de su ministro de Hacienda, Cristóbal Montoro, anunció una subida «temporal» de impuestos de carácter «equitativo» para recaudar 6.000 millones de euros más en 2012. Esta subida se reflejó en un aumento del IRPF y del IBI. Rajoy admitió que no figuraba en el programa electoral del PP, pero que había tenido que tomar esta decisión porque “no quedaba otra alternativa”, y que lo único que pretendía era “favorecer el crecimiento económico y el empleo”. Durante la campaña electoral había asegurado que esos objetivos se lograrían mediante la bajada de impuestos y la racionalización del gasto. Apenas un mes después argumentaba lo contrario.
Esta no sería la única vez que Rajoy subiría los impuestos. Nueve meses más tarde, concretamente el 1 de septiembre de 2012, hacía efectiva la subida del IVA, cuyo tipo general pasó del 18 por ciento al 21; y el reducido, del 8 por ciento al 10. Después, en 2017, aplicó otra subida que elevó la factura fiscal en 7.500 millones de euros adicionales. En esa ocasión, el esfuerzo se endosó mayoritariamente a las empresas mediante el aumento de Impuesto de Sociedades y el “destope” de las bases máximas de cotización. Preguntado sobre cómo se tomarían las subidas de impuestos los electores, Cristóbal Montoro, con su proverbial cinismo, respondió: «No hubo ninguna promesa electoral que dijera que íbamos a bajar los impuestos, porque no podía haberla».
En el camino que creíamos de dirección única aparece una bifurcación inesperada. El buen gobernante sabe verlo, tiene la sabiduría y el coraje para tomar la desviación oportuna. El malo suele seguir de frente. Como en el refrán del tonto y la linde que se acaba, continúa andando un camino que ya no existe hasta perderse
Es cierto que cuando Mariano Rajoy obtuvo la mayoría absoluta, España se encontraba al borde del abismo. Pero son precisamente las grandes crisis, con sus potentes shocks, las que abren una ventana de oportunidad para acometer cambios críticos y necesarios. La única condición para salir airoso es actuar muy rápido. En los momentos de conmoción y angustia, la opinión pública se siente apremiada y suele dar manga ancha, “hagan lo que sea preciso, pero arréglenlo”. De esta forma, en el camino que creíamos de dirección única aparece una bifurcación inesperada. El buen gobernante sabe verlo, tiene la sabiduría y el coraje para tomar la desviación oportuna. El malo suele seguir de frente. Como en el refrán del tonto y la linde que se acaba, continúa andando un camino que ya no existe hasta perderse.
Sea como fuere, las sucesivas subidas de impuestos de Rajoy se tradujeron en un aumento agónico de la recaudación que, finalmente, llevaron al ejercicio de 2017 a las puertas de batir el récord absoluto de ingresos fiscales logrado en 2007, cuando el boom inmobiliario estaba en su momento más álgido. Pero también lastraron fatalmente la economía, impidiendo que a largo plazo la recaudación pudiera seguir creciendo, y prolongaron la crisis innecesariamente durante años. Alemania necesitaría apenas dos años para superarla, España prácticamente ocho, aunque en realidad nunca terminó de superarla. Para colmo, de una deuda pública per cápita de 9.511 euros en 2008 pasamos a 25.241 en 2019.
Expresado de forma gráfica, las sucesivas subidas de impuestos contribuyeron a convertir la recuperación económica en una larga y mortificante montaña rusa de la que, en realidad, nunca nos bajamos. Para comprobarlo, basta una breve cronología. La mayor caída del PIB de la Gran recesión tuvo lugar en 2009, con un -3,8 por ciento. Esta cifra se redujo muy significativamente en los ejercicios de 2010 y 2011, que arrojaron respectivamente un resultado positivo de 0,2 y otro negativo de -0,8. Combinadas ambas cifras, el retroceso fue de apenas el 0,6 por ciento, lo que podría indicar que lo peor de la crisis había pasado. Sin embargo, en 2012, año en que se aplican las drásticas subidas del IRPF, IB e IVA, el PIB se contraería súbitamente un 3 por ciento.
Se podría pensar que fue una casualidad o una maldad de los dioses, que se la tenían jurada a Rajoy… pero a la subida de impuestos de 2016 también le sucedió casualmente un enfriamiento de la economía. Demasiadas casualidades juntas.
En efecto, si bien en 2015 parecía consolidarse el regreso a la senda de un fuerte crecimiento con un incremento del PIB del 3,8 por ciento, esta tendencia perdería impulso coincidiendo con la nueva subida de impuestos. El PIB cayó al 2,9 por ciento en 2017 (año en que se rozó el récord de recaudación), al 2,4 por ciento en 2018 y al 2 por ciento en 2019.
España es un país con una economía sospechosamente vulnerable. Con el viento radicalmente a favor, crece de forma inconsistente y errática, y su tasa de desempleo se mantiene anormalmente alta también cuando el PIB crece con fuerza
Se puede argumentar que esta tendencia estaba también condicionada por la economía global. El viento, que había soplado favorable —precio del petróleo contenido, inversión internacional creciente, aumento histórico de las exportaciones, turismo en cifras récord…—, habría empezado a virar. Pero aun siendo así, lo que quedaría al descubierto es que España es un país con una economía sospechosamente vulnerable. Con el viento radicalmente a favor, crece de forma inconsistente y errática, y su tasa de desempleo se mantiene anormalmente alta también cuando el PIB crece con fuerza.
Sin embargo, cada vez que los políticos proyectan nuevas subidas de impuestos, ignoran deliberadamente estas “misteriosas” anomalías. Aplican a la economía española el rasero propio de economías de países mucho más ricos y solventes. Así, de cara a una más que probable nueva subida de impuestos, el argumento es que seguimos estando muy lejos de la media europea en recaudación, que es del 46,3 por ciento del PIB. Por lo tanto, nuestra brecha de ingresos es del 7,4 por ciento del PIB, porcentaje que traducido a cifras absolutas vendría a suponer alrededor de 80.000 millones de euros anuales.
Esta cantidad, dicen algunos expertos, permitiría reducir todo el déficit público y financiar el aumento del gasto en pensiones por la jubilación de la generación del ‘baby boom’, aunque se revalorizasen con el IPC y se eliminase el factor de sostenibilidad… Pero es la cuenta de la vieja, porque si algo han demostrado nuestros políticos es que todo aumento de ingresos se traduce automáticamente en un aumento del gasto. En los partidos con opciones de poder prima la compra de votos y voluntades por encima de la previsión y el ahorro. Por eso, incluso el ejercicio de 2017, que a punto estuvo de batir todos los récords de recaudación, se cerró con un déficit de 35.138 millones de euros.
Afirmar que, según el PIB, la presión fiscal en España es inferior en un 7 por ciento que, por ejemplo, en Alemania, implica ignorar deliberadamente la diferencia real que existe entre economías. Esta diferencia donde se aprecia con claridad es en el PIB per cápita, que en Alemania fue de 41.350 euros en 2019, mientras que en España fue de 26.440 euros; también en el salario medio, que en Alemania fue de 52.185 euros al año (4.349 euros al mes si hacemos el cálculo suponiendo 12 pagas anuales), mientras que en España se quedó en 27.537 euros (2.295 euros al mes); o también en la tasa de desempleo, que en Alemania fue del 3,3 por ciento, mientras que en España fue del 13,7 por ciento. Desde esta perspectiva, mucho más realista y bastante menos interesada, el esfuerzo fiscal sería proporcionalmente mayor en España que en Alemania, puesto que los contribuyentes españoles son bastante menos ricos que los alemanes.
Para que los políticos españoles recauden los mismo que sus homólogos alemanes, primero deben dejar de colocar el carro delante de los bueyes; es decir, primero tendrá que converger nuestro nivel de renta con Europa, y después, en todo caso, el nivel de recaudación relativo en términos de PIB
Los impuestos los pagan los contribuyentes y las empresas con lo que realmente ganan, no con los datos agregados del PIB. Para que los políticos españoles recauden los mismo que sus homólogos alemanes, primero deben dejar de colocar el carro delante de los bueyes; es decir, primero tendrá que converger nuestro nivel de renta con Europa, y después, en todo caso, el nivel de recaudación relativo en términos de PIB. Esta es la gran verdad de la fiscalidad española, y también el gran fraude político, que, a lo que parece, todos los partidos se empeñan en ocultar a la opinión pública.
Con los datos en la mano, afirmar que la crisis fiscal española se debe a que los fontaneros, con nuestra complicidad, se ahorran el IVA de las facturas, es una recurrente tontería. Necesitaríamos un ejército de cientos de miles de fontaneros, todos completamente defraudadores, trabajando a destajo, día y noche, para justificar el catastrófico desfase de las cuentas públicas (deuda pública 1.234.693,96 millones de euros en abril de 2020).
En cuanto a la mitificada economía sumergida, conviene señalar que ésta suele ser el vivero de la economía formal, y que el ritmo de transición de una a otra es proporcional a las barreras de entrada que los legisladores coloquen en el proceso. Por lo tanto, que en España la economía sumergida sea anormalmente grande se debe en buena medida a que estas barreras no se ajustan a la realidad de los ingresos de demasiados potenciales contribuyentes.
Pretender que trabajadores por cuenta propia que ingresan poco más de 1.000 euros mensuales, se retengan cada mes entre el 10 y el 20 por ciento de sus ingresos y que además abonen 286 euros mensuales a la Seguridad Social, es irreal, completamente irreal. Lo mismo cabría decir de millones de asalariados que apenas llegan a mileuristas, y a quienes las administraciones les sustraen sin que se enteren, en concepto de retenciones y cotizaciones, una buena parte de su nómina bruta.
Es habitual denunciar que los empresarios explotan a los trabajadores, pero diríase que en España el peor patrón, el más esclavista es el Estado. Un Estado que, capturado por partidos devenidos en bandas, está alcanzando cotas de una crueldad inaudita. Sólo así se explica que ante una contracción de la economía sin precedentes, como la que se avecina, se vaya a optar una vez más por subir los impuestos. Hay que ser muy ignorante o muy malvado, o ambas cosas.
Los grandes países europeos están optando por afrontar lo que ha de venir con bajadas de impuestos, incluso Italia, con sus cuentas públicas en situación crítica, o Portugal, con un gobierno socialista. Estimular la economía de forma audaz y decidida es la forma más segura de evitar la quiebra. Subir los impuestos es, por el contrario, una manera ruin de salvar los muebles en el corto plazo —sobre todo, los muebles de las intocables administraciones públicas, los partidos y las redes clientelares— pero sus consecuencias a largo son desastrosas.
Lamentablemente, el gobierno socialista parece determinado a cometer los mismos errores, pero añadiendo nuevas dosis de incompetencia y sectarismo, y esta vez en una crisis cuya profundidad no tiene precedentes. Una bomba de relojería.
Querido lector, no se equivoque, esto no es ir en contra del Estado de bienestar: es supervivencia. Quien suba los impuestos, ése es el canalla.