Había una vez un universo llamado metaverso, algo virtual que cuentan que amplía el mundo físico. Como si de un videojuego se tratara, pero además de jugar podremos hacer “allí” una nueva normalidad. Una réplica de nuestra vida social, donde también trabajaremos, incluso iremos de compras o al concierto. Además de Facebook, Sony, Microsofth, Epic Games y otros muchos, ya están embarcados en esta construcción con mayúsculas inversiones. Un universo en el que podremos instalarnos, disfrutando de la prolongación de nuestro yo en ese mundo digital para jugar, comunicarnos, sexualizarnos, entretenernos, estar permanentemente conectados.
Antes escribíamos correos, después enviábamos textos, fotos en directo, luego vídeos. Amazon llegaba a casa, aparecieron las videollamadas, podíamos estar en diferentes redes sociales interaccionando en tiempo real, y las videoconferencias, que con la pandemia han sido una auténtica pesadilla. Vernos en la pantalla ha sabido a poco, ahora dispondremos de un avatar hiperrealista para “experimentar” lo cotidiano o lo extraordinario en un universo inmersivo continuo.
La ubicuidad de internet hace posible el panóptico del metaverso, pero siempre es posible la conciencia pensante frente a la conexión, al fin y al cabo la tecnología es un producto humano
Cuenta este relato que llega un nuevo escenario tecnológico en el que convergen elementos que hasta ahora han funcionado por separado. Inteligencia artificial, machine learning, realidad virtual, robótica, avatares inteligentes y realidad aumentada, serán parte de lo cotidiano de muchas personas, bien en su ocio, en su convivencia, en su trabajo, día tras día.
El metaverso. Esta narración que ustedes ya habrán leído o escuchado en más de una ocasión, me ha recordado otro relato bastante anterior, con menos escaparate, en gran medida recluido en el rincón de los frikis y la ciencia ficción. “Ubik” de Philip K Dick, escrita hace más de medio siglo ya narraba su propio metaverso. Cuenta el autor que en un futuro los poderes psíquicos son habituales. Joe Chip es un técnico que viaja a la luna con su jefe Joe Runcinter, acompañado de once “incerciales” (gente que puede anular los poderes mentales de telépatas y otros) para investigar un sabotaje en unas instalaciones. Pero la misión será una trampa, parece que preparada por la competencia, también metida en los compuestos psíquicos. Resultado del atentado es que el grupo empieza a tener percepciones extrañas, pudiera pasar que todos estuvieran muertos y unidos entre sí en un estado de semivida, o pudiera ser que no. En cualquier caso Ubik parece la clave.
Cinco décadas después parece que se ofrecen algunas respuestas a los androides imaginados por Dick. Para obtenerlos se precisa aunar mucha tecnología, desde la bioingeniería aplicada hasta el diseño mecánico, a por ejemplo, la ciencia de los materiales, para conseguir la textura de la piel humana, así como la ciencia cognitiva para explotar la expresión facial, o lo que los técnicos denominan goma facial, muy porosa que transmite la naturalidad y elasticidad de nuestro rostro. De este modo resulta inquietante que uno de los proyectos más estimado por estos ingenieros es el propio robot de Philip K. Dick, muestra determinante de la influencia del escritor en la robótica androide actual.
Escribió 44 novelas y 120 relatos cortos con una profunda obsesión, los oscuros efectos de los cambios que producen las tecnologías. Así se aventura en la exploración del impacto tecnológico en la conciencia del hombre. Sus protagonistas luchan y sobreviven intentando separar su realidad de la versión que ofrece la alta tecnología. La conocida Blade Runner, esa oscura distopía, será la adaptación de su novela ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, donde advierte que quienes comparan el ordenador con el cerebro deberían ver o volver a ver esta historia, porque los replicantes no son meros ordenadores, que realizan velocísimos cálculos o procesan ingentes cantidades de información, pero quizás sean seres que piensan, sienten. Así llegamos a la pregunta ¿Qué significa ser humano? La noción de que nada es lo que parece acompaña cada fotograma de Blade Runner. Buscan su origen y no aceptan su mortalidad, ¿en qué se diferencian de nosotros?
¿Qué hace tan complicado adaptar Ubik?, es una oportuna pregunta para abordar esta narración que alimenta diversos universos paralelos. Al autor hay que «percibirlo» más que entenderlo. La sombra de Philip Dick es alargada, su obra se sustancia a partir de los años cincuenta del siglo pasado, cuando el género era considerado algo menor, nada apto para la alta cultura, asociado al comic. Con publicaciones de bajo coste malamente impresas en papel barato o filmadas en ínfimas condiciones con escaso presupuesto. Sin embargo, la realidad recogió el legado de la ciencia ficción, tras la explosión de las dos bombas nucleares y la Segunda Gran Guerra, un aluvión tecnológico sobrevino, llevando en volandas este género y necesitando de mentes visionarias como la que nos ocupa.
Sorprende que en las naves de trabajo de estos diseñadores de androides y animadores por ordenador llamen a la perfecta réplica “el valle inquietante”. Se pueden parecer y mucho a la realidad, a nosotros mismos, pero el parecido no puede ser excesivo. Este término que propuso el profesor de robótica japonés Masahiro Mori, ha creado escuela. Los androides que se parecen demasiado al ser humano son molestos, incómodos, peligrosos. Nos inquietan, ¿tienen alma o conciencia?, ¿pueden compartir nuestros valores?, ¿pueden ser una amenaza para nuestro mundo? El investigador Karl MacDorman lo describe como la sensación de estar en presencia de otro ser humano, sin serlo.
La visión de Dick anticipó en buena medida el hoy, con una tecnología que es parte del progreso, al tiempo que es un muro de contención para la libertad de expresión, un ejercicio de control, y de la exclusión de la discrepancia. Pero lo que Dick no intuyó es que muchos están dispuestos a participar con voluntad propia bajo ese estado de control. Mensajería instantánea, redes sociales, tarjetas de crédito, chats, fotos, emails, vídeos, voz, audios, son una cascada de datos que se pueden controlar, comercializar y vigilar. La asunción de una agenda informativa que marca lo que te debe gustar, pensar, en un menú muy emocionante que también te indica lo que debes comer y en qué te tienes que gastar tu dinero, ha desbordado la fértil imaginación de nuestro autor.
Aparece Shoshana Zuboffm, profesora emérita, con “La era del capitalismo de la vigilancia”, en la que alude a la instrumentalización de la conducta humana “para los fines de modificación, monetización y control”. Un nuevo totalitalismo, pero a diferencia del tradicional que ejerce violencia física, psicológica y moral, con frecuencia evidentes, esta instrumentalización es más sutil en el diseño de la ingeniería de la conducta. La autora subraya la referencia de Skinner llevándonos a aquella aldea feliz, la “Walden dos”, en la que una sociedad científicamente construida, alejada de la ciudad, y de las influencias, se dedica con placer a un ocio placentero, el producto del diseño de un grupo de científicos.
El acierto de Zuboff es describir con precisión el estado de vigilancia y control que ejercen las plataformas tecnológicas en el cotidiano social. En uno de sus ejemplos, expone un documento escrito por los ejecutivos de Facebook en Australia, en el que aseguran a sus clientes potenciales que han recopilado los datos de 6,6 millones de adolescentes y jóvenes australianos, que pueden predecir sus cambios emocionales. Estarán cansados, estresados, alegres, ansiosos o asustados, pero no importa. Podemos avisaros del momento exacto en el que estarán más receptivos para recibir un chute de confianza, recoge el documento. “Hubo un tiempo en que buscábamos en Google. Ahora Google busca en nosotros” afirma Zuboff.
Sin embargo, la autora que sí señala con precisión algunas centrales del poder y del control, en particular el grupo “GAFA” (Google, Apple, Facebook y Amazon), y aunque reconoce la contribución del Estado a este capitalismo de vigilancia, subestima el papel de los estados y los gobiernos, que no son precisamente meros observadores o víctimas de la vigilancia, ni mantienen una función pasiva o neutral. Lo que antes se denominaba cuarto poder, para aludir a los medios de comunicación, ahora se ha convertido en un poder transversal formado por los estados, los medios y las grandes plataformas. Los medios de comunicación ya no están a la sombra de los ejecutivos de las empresas transnacionales ni de los políticos de turno, son parte de una red clientelar en la que el Big Tech diseña los algoritmos y distribuye la información, con la consiguiente construcción de la opinión pública. Sin visos deterministas, se puede creer que los algoritmos no deciden la conducta humana, aunque ejerzan su influencia, en cualquier caso entiendo que nuestro tiempo forma parte de la propia incertidumbre del algoritmo, como sostenemos en una reciente publicación “El algoritmo de la incertidumbre”.
La tecnología avanza más deprisa que la capacidad para comprender estos cambios y desarrollar las pautas cognitivas que procesen, discriminen y seleccionen esta información. Un registro de nuestros movimientos, llamadas, mensajes, compras, imágenes, interacciones pueden vivir permanentemente en línea para que todos los vean. El mundo feliz de Huxley describe un Estado totalitario, eficaz en la medida en que las élites del poder y su ejército de colaboradores gobiernen una población de esclavos, acostumbrados y conformes con su condición de servidumbre. La ubicuidad de internet hace posible el panóptico del metaverso, pero siempre es posible la conciencia pensante frente a la conexión, al fin y al cabo la tecnología es un producto humano.
Foto: Stella Jacob.