La llegada de Alberto Núñez Feijóo a la presidencia del PP parece haber supuesto un gran alivio para muchos dirigentes del partido y se supone que ha abierto una cierta esperanza entre sus posibles electores. Aunque los sucesos que precipitaron su presidencia hayan sido traumáticos, el PP parece sentirse seguro con un nuevo líder, entre otras razones nada menores porque la cultura política de ese partido es, como ha ocurrido siempre con la derecha en España, demasiado dependiente de la figura que lo preside. La debilidad de la derecha, desde Suárez hasta Casado, y veremos si con Feijóo ocurre lo mismo, reside en buena medida en que el partido lo fía todo al liderazgo de su presidente descuidando muy mucho la capilaridad y la permeabilidad política de su organización, la presencia y el contacto de sus militantes con los problemas y los debates que preocupan a los ciudadanos.
No es lo de la “lucecita de El Pardo”, pero en ocasiones se le ha parecido mucho. Ahora mismo, el PP había entendido que con Casado tenían un problema y lo han resuelto lo mejor que han sabido, no muy allá, por cierto, porque han empezado con el bombardeo de la sede central, pero el problema, es cierto, ha desaparecido. La cuestión que habría que plantear y sobre la que muy pronto tendremos datos sociológicos, más allá del impulso de los encuestadores que siempre se muestran hábiles y obsequiosos para detectar la novedad, es si de esta forma se ha resuelto algo de verdad importante, si el problema del PP estaba solo en Génova o si el cambio de caras tiene algún recorrido político de interés.
La tendencia a reconstruir la casa por el tejado ya se ha puesto en marcha. Feijóo dice que se va a rodear de un equipo de asesores para que le informen de lo que pasa, pero si releyera el artículo oportuno de la Constitución, verá que eso en los partidos políticos se tiene que hacer de otra manera
Cuando hablamos del PP nos referimos a dos realidades que son distinguibles con claridad, por un lado, una organización que ha demostrado en muy variadas ocasiones tener músculo y poder llegar a todos los confines de España (es verdad que, ahora mismo, con la tremenda excepción de Cataluña y el País Vasco) y, por otra parte, a un amplio sector de la población española que está en condiciones de votar a ese partido siempre o casi siempre.
Lo que ocurre con el PP es que esas dos realidades no están unidas con lazos que sean sólidos, constantes y fiables. Como es lógico, esos lazos existen, pero el PP se ha alejado mucho de una parte sustancial de sus votantes, como lo muestra el persistente bajón electoral que viene experimentando el partido tras su mayoría absoluta de 2011. El éxito político del PP solo puede consistir en hacer todo lo posible para que ese distanciamiento no se convierta en algo definitivo.
La crisis electoral del PP se suele caracterizar como la ruptura de la unidad del centro derecha, una denominación que tiene el grave inconveniente de que puede inducir a confundir la causa con el efecto. No es que esa unidad rota le quite votos al PP, es al revés, es que el PP pierde adhesiones y, como consecuencia, otras fuerzas se lanzan, con cierto éxito, a capitalizar esas pérdidas.
Puede que Feijóo y quienes le acompañan en la nueva dirección del PP crean que en cuanto “lo hagan bien”, que es lo que decía el lema del Congreso extraordinario que entronizó a Feijóo, volverán las oscuras golondrinas en su balcón los nidos a colgar, pero sí eso es lo que piensan, me atrevo a pronosticar que no tardarán en darse cuenta del error: el problema del PP no está en su cabeza sino en una cultura política sin actualizar. Ya no estamos ni en 1996 ni en 2011, y ya no resulta ni eficaz ni atractiva una organización mucho más ensimismada y egoísta de lo soportable. Feijóo ha tenido unas cuantas mayorías absolutas en Galicia, pero no tardará en comprobar que la política nacional es un asunto muy distinto.
Por lo pronto, la tendencia a reconstruir la casa por el tejado ya se ha puesto en marcha. Feijóo dice que se va a rodear de un equipo de asesores para que le informen de lo que pasa, pero si releyera el artículo oportuno de la Constitución, verá que eso en los partidos políticos se tiene que hacer de otra manera, que los partidos son cauce de participación y, en consecuencia, las soluciones y las propuestas tienen que salir, de alguna manera, del partido. No cabe suponer que el tirón electoral y la intuición del líder se baste, con la ayuda de unos expertos escogidos por él mismo, para urdir las soluciones que coloquen de nuevo al PP por encima de los diez millones de votos, que es lo que el PP necesita conseguir si es que aspira a hacer algo distinto a que los miembros prominentes de su organización continúen amasando trienios en la función política.
Por lo que vamos sabiendo de sus iniciativas, se atribuye a la nueva dirección lo que algunos periodistas han caracterizado como “nuevo liberalismo social”, algo que parece consistir en tener muy en cuenta a Fátima Bañez, a uno de los Nadales (o tal vez a los dos) y, si se me aprieta, diría que al mismísimo Montoro, aunque me temo que las promesas de bajar impuestos que han empezado a menudear se agostarían como flores de invernadero a nada que el simpático exministro asomarse la geta por Génova. Este discurso, por llamarlo de alguna manera, se refuerza, off the record, sugiriendo que Daniel Lacalle que, al parecer le susurraba barbaridades liberales al oído de Casado, no ha manejado nunca ningún presupuesto.
Pero la política no es eso, ni la mala ni la buena. Fíjense si no en cómo le va en las encuestas a Pedro Sánchez que no creo que haya manejado un presupuesto en su vida, y que ahora tampoco parece prestarle la menor atención, por descontado. Tras el rechazo que millones de electores han mostrado ante el PP, la única manera que este partido tendría de llegar de nuevo a ser el gran partido democrático del centro derecha, la casa común de conservadores y liberales, sería comenzar de nuevo desde abajo y no desde arriba, abandonando de una buena vez el hábito de dejar que sea el líder quien todo lo decida, y de refugiarse en los principios de siempre, como si los tales fuesen capaces de suscitar un entusiasmo salvífico entre los millones de antiguos electores, muchos de los cuales repiten aquello de que al PP ni de coña a nada que se les consulta sobre sus intenciones.
La excusa habitual para retrasar la conversión del partido en una organización política más abierta, más crítica, más inteligente y capilar, es la urgencia electoral, una excusa que en ningún caso debiera volver a repetirse si Feijóo fracasara y no consiguiese formar gobierno, fiasco que podrá parecer tan desastroso como se quiera, pero cuyo contrario todavía está por ver. Los que impiden, con la excusa de la “eficacia”, la “unidad” y la “utilidad”, la participación, la representación y la democracia interna que exigen la Constitución y la vitalidad democrática son los responsables de que el partido desfallezca tratando de vivir del pasado, como una especie de Norma Desmond en “El crepúsculo de los dioses” que ya se sabe cómo acaba.
Un partido de inspiración liberal, incluso sin ser la dominante, no puede seguir siendo una organización en la que los de abajo responden a los de arriba. Ha de ser al revés, como ocurre en los partidos europeos que son los pares del PP. Esta es la única forma de lograr la permeabilidad social y la transparencia organizativa que permiten a un partido presentar un programa político atractivo y que no se vea condenado a perecer a manos de su contrario en cuanto se posen las alfombras del ejecutivo.
El PP debiera aprender de lo que Azaña llamó “la musa del escarmiento” y entender que sus derrotas responden a sus carencias de fondo, mucho más que al mayor o menor atractivo de sus líderes. Un partido de más de 10 millones de votantes ha de ser, por fuerza, un partido plural, y organizar y encauzar ese pluralismo es la única manera de conseguir la respuesta unánime de los electores que desean algo mejor de lo que ahora padecemos.