Mis abuelos tenían en su casa un aparato de música fascinante. Era un tocadiscos oculto en el interior de una especie de cómoda con una portezuela frontal que se abría con bisagra como los actuales muebles zapateros. Mis hermanas y primos nos poníamos de rodillas a poner discos de vinilo de 45 rpm con cuentos clásicos infantiles, como si de un Netflix ochentero se tratara. Había un cuento que no poníamos mucho porque no nos parecía especialmente “mágico” ni interesante y que, sin embargo, se ha convertido con los años para mí en una hermosa metáfora del comportamiento de las masas. Ese cuento era “el traje nuevo del emperador”.

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En aquella fábula del gran Hans Christian Andersen, unos pícaros sastres engañaban al emperador de un imaginario país haciéndole creer que le iban a fabricar un traje con una delicada tela que tenía la especial capacidad de ser invisible para los estúpidos. Los timadores mostraban así al emperador la “nada” imitando que sostenían un tejido, pero él, temeroso de que le tildaran de idiota por ser el único que no lo veía, fingía hacerlo. En la primera aparición pública ante su pueblo, se presentó llevando supuestamente el invisible traje cuando, un niño gritó «¡Pero si va desnudo!», lo que dio lugar a un creciente murmullo entre la multitud que acabó reconociendo que el emperador iba, efectivamente, como su madre le trajo al mundo.

Queremos un legislativo que dicte leyes eficaces y que destine las necesarias partidas presupuestarias a solucionar problemas reales en lugar de a pagar tantísima estructura administrativa vacía

No tiene por qué ser verdad lo que todo el mundo piensa que es verdad, nos enseña Andersen. Es más: en estos tiempos -que tanto nos gusta criticar- la verdad ha de ser buscada por uno mismo si no queremos convertirnos en mansos aldeanos complacientes con el poder alabando la belleza de un traje que no vemos. Es preciso entrenar más si cabe esa mirada crítica de desconfianza hacia los trajes invisibles y ser capaces de proclamar la desnudez del emperador sin miedo a lo que pueda decir la mayoría.

Ya expresé en otro artículo la decadencia de la ética y la estética, esta última como vehículo de la primera para llegar a lo bueno y a lo justo a través de lo bello. La estética moral ha sido sustituida por la superficialidad de lo efímero y público. El amor ha dejado de pertenecer a la esfera íntima de cada persona para ser expuesto en el foro de las vanidades. Las relaciones, para considerarse verdaderas, han de propagarse a los cuatro vientos con estudiadas fotos, mensajes de amor eterno y tatuajes con el nombre del amado. Los embarazos, partos y primeros años de vida de los niños no existen si no se comparten. Hemos asumido que sólo lo que se nos muestra es real, con independencia de que debajo de esas sonrisas haya o no haya un verdadero compromiso y una entrega personal. Por la misma razón, lo que no vemos no existe.

Es más fácil fingir lo que no se es que serlo: lo primero requiere poca dedicación, mientras que lo segundo implica esforzarse, y todos sabemos que el esfuerzo como valor no pasa por sus mejores momentos (¿por qué estudiar un grado universitario si puedo pagar un título?). Instagram se convierte así en el Boletín Oficial del Estado de las relaciones humanas, un espacio idóneo para emular felicidad y perfección, aunque tu vida sea un desastre. Lo que cuesta más imaginar es que el Boletín Oficial del Estado sea a su vez el Instagram del Poder Legislativo.

Nuestro legislador no es una excepción a la tendencia popular de optar por aparentar en lugar de por construir proactivamente realidades complejas que permitan atajar los problemas sociales, ya que es perfectamente consciente de la rentabilidad electoral de la impostura. La mayoría de los ciudadanos ignoran si las leyes que se publican en el BOE son útiles o no, ya que basta con que aparezcan allí negro sobre blanco para que se tenga por legislada una materia. El papel lo aguanta todo. Hermosas y programáticas leyes lucen desde el muro del BOE recibiendo likes y comentarios de adocenados analistas de una u otra ideología que alaban el texto sin un ápice de crítica. Leyes que son sonrisas vacías, declaraciones de amor superficiales y tatuajes de vacuo compromiso.

En 2012 se aprobó la Directiva 2012/29/UE del Parlamento Europeo y del Consejo, de 25 de octubre de 2012, por la que se establecían normas mínimas sobre los derechos, el apoyo y la protección de las víctimas de delitos. Al filo del plazo concedido para transponer la citada directiva se publicó la actual Ley 4/2015, de 27 de abril, del Estatuto de la víctima del delito. Esta ley supone un avance en el tratamiento de las víctimas en España cumpliendo así la histórica deuda con estas personas, en un procedimiento penal en el que se prioriza al investigado y las garantías que se le reconocen, y olvidando a quienes han sido sujeto pasivo de la acción delictiva. En esta ley se establecen una serie de derechos para las víctimas antes, durante y después del proceso, en ocasiones de muy difícil protección, al carecer los juzgados y comisarías de los medios necesarios para dar cobertura a las víctimas, como por ejemplo su derecho a obtener una traducción escrita de la denuncia presentada en caso de no hablar español (artículo 6.b) o su derecho a que en las dependencias policiales o judiciales se evite el contacto con el sospechoso de haber cometido la infracción (artículo 20), preceptos de muy difícil observancia ya que no se dota de traductores a la administración de justicia con la agilidad que le ley prevé ni nuestros juzgados y dependencias policiales fueron construidos pensando en la medida indicada. Una ley con disposiciones razonables y objetivamente beneficiosas para las victimas pero que en realidad supone un brindis al sol en muchos aspectos al ser estos de imposible cumplimiento. Sacar pecho por tener una norma que ha traspuesto una Directiva comunitaria cuando no se ha dotado económicamente ni se ha acompañado de memoria económica para su cumplimiento, es cuanto menos tramposo.

Ejemplos hay muchos para ilustrar la costumbre legislativa de dictar normas que obligan a su cumplimiento ciudadano y a que los jueces las hagan cumplir, pero que no cuentan con el apoyo presupuestario que hace posible su puesta en práctica. Esta tendencia es común a todos los gobiernos porque en legislaturas posteriores nadie impulsa medidas que corrijan las carencias de leyes dictadas con anterioridad. Así, la Ley Integral de Violencia de Género de 2004 creó los juzgados especializados en la materia que, en la mayoría de partidos judiciales consisten en sobrecargar a uno de los juzgados ya existentes con este tipo de asuntos, encontrándonos con el trampantojo jurídico de que el juzgado “especializado” tiene que resolver una Orden de Protección entre un juicio de vicios ruinosos y una declaración penal por tráfico de estupefacientes, todo ello en edificios donde no se respeta la Ley al no impedir el contacto entre víctima y presunto agresor. O la Ley de Dependencia de 2006, ley maravillosa en su concepción pero que ha tenido como resultado el desigual tratamiento de la discapacidad en las distintas Comunidades Autónomas, así como esperas interminables para obtener el grado de dependencia, el cual en no pocas ocasiones se obtiene tras el fallecimiento del que iba a ser beneficiario de tal declaración.

El pasado mes hemos asistido a una nueva publicación que adolece de la misma falta de dotación económica anexa para su desarrollo. Se trata de la ley 8/2021, de 2 de junio, por la que se reforma la legislación civil y procesal para el apoyo a las personas con discapacidad en el ejercicio de su capacidad jurídica. Esta ley responde a la necesidad de adecuar la legislación española a la Convención sobre los Derechos de personas con discapacidad que, cuestiones técnicas aparte, regula materias necesarias para la protección de este colectivo vulnerable. Sin embargo, la experiencia me lleva a pensar que es una ley que va a ser incumplida en parte, como en tantos otros casos como los ya expuestos. Por poner dos ejemplos: la ley prevé la revisión de todos los procedimientos de incapacitación judicial en el plazo máximo de tres años sin invertir un solo euro en reforzar los juzgados que han de proceder a dichas revisiones, cuando, según datos de la Comisión para las Políticas Integrales de la Discapacidad se estima que puede haber hasta 400.000 personas incapacitadas judicialmente en España, lo cual llevará a que no pueda procederse a tal revisión en la forma prevista. En segundo lugar, por ejemplo, se establece la creación de la figura de un “facilitador” que actuará como intermediario entre la justicia y la persona con discapacidad, sin que podamos saber quién pagará el trabajo de esta persona y si estará disponible en todos los partidos judiciales de España.

Todos estos ejemplos sirven para denunciar que el emperador va desnudo, que el legislativo no cumple con su cometido solo legislando y que es preciso que las leyes no sean meras declaraciones programáticas como fotografías de Instagram jurando amor eterno para que todo el mundo lo sepa. Se trata de dotar de contenido a las normas, proveyendo presupuestariamente su puesta en funcionamiento. No basta con tener una ley que obligue a los ciudadanos a ser cumplida porque las leyes no hacen magia. Los ciudadanos nos hemos acostumbrado a tener regulaciones vacías que, cuando el sistema revela las costuras por las que se escapa la falta de previsión, son suplidas con el gratuito código penal. A falta de medidas de fomento que necesitan de fuertes dotaciones presupuestarias, se tranquiliza a la población endureciendo penas y tipificando nuevas conductas. Es lo que se ha denominado gobernar con el Código Penal, algo barato y rentable económicamente, como ya denuncié en mi artículo el derecho a ser imbécil”.

Conviene entrenar el pensamiento crítico, no tener temor a decir la verdad y afrontar que no nos basta con un legislativo de Instagram. Queremos un legislativo que dicte leyes eficaces y que destine las necesarias partidas presupuestarias a solucionar problemas reales en lugar de a pagar tantísima estructura administrativa vacía. No podemos seguir entreteniéndonos con artificiales polémicas políticas que nos impiden ver el bosque. La verdad está ahí fuera.

Foto: Hush Naidoo.


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Natalia Velilla
Soy licenciada en derecho y en ciencias empresariales con máster universitario en Derecho de Familia. Tras un breve periplo por la empresa privada, aprobé las oposiciones a las carreras judicial y fiscal, entrando en la Carrera Judicial en 2004. Tras desempeñar mi profesión en las jurisdicciones civil, penal y laboral en diversos juzgados de Madrid y Alicante y una época como Letrada del Gabinete Técnico de la Sala Primera del Tribunal Supremo, en la actualidad trabajo como magistrada de familia. He sido docente en la Universidad Carlos III, Universidad Europea de Madrid, Escuela Judicial, Instituto Superior de Derecho y Economía y otras entidades y a ratos escribo artículos de arte, derecho y opinión en Expansión, Vozpópuli, El Confidencial, El Español y Lawyerpress. Autora del ensayo “Así funciona la Justicia: verdades y mentiras de la Justicia española”, editada por ARPA.