El estado de ánimo en el que nos encontramos buena parte de los españoles podría describirse como de irritada resignación frente a la mediocridad, estulticia y bajeza moral de la vida política. Como disculpa podemos fijarnos en que eso mismo pasa en otros muchos lugares con democracias más sólidas y mejor pertrechadas que la nuestra, pero, como reza el refrán, “mal de muchos, consuelo de tontos” o, como decía Pemán, “mal de muchos, consuelo de gobernantes”, es decir que al común de los mortales no nos consuela de nada que el desastre político parezca ser como un mar sin orillas.
La política española es desesperantemente inútil, hace ya unos cuantos lustros que no sirve sino para dar pesares, ora a unos ora a otros y con frecuencia a todos al tiempo. Hay que hacer un auténtico esfuerzo para recordar algo en lo que nuestro país haya mejorado sustancialmente en los últimos veinte años en los que lo único que ha mejorado es nuestra capacidad de generar división, insolidaridad y enfrentamientos, con frecuencia puramente artificiales y siempre absurdos. En el día del aniversario de la Constitución Abel Hernández ha recordado unas palabras de Suárez que hoy día sería quimérico imaginar en boca de cualquier político: «A nadie he considerado nunca “enemigo”. No creo que la política consista en una dialéctica de hostilidad» […] «He procurado desarraigar, allí donde he estado, los malos y viejos hábitos hispanos del miedo al poder, de la prepotencia, el dogmatismo, la cobardía, el ensimismamiento y la desilusión».
Es obvio que su Título VIII no es un prodigio de obra bien hecha, pero que con esa disculpa se haya emprendido, en contra de cualquier racionalidad y con un sectarismo pueblerino e inmoral, un ataque sistemático a la unidad nacional es algo que no puede sino avergonzarnos
Nuestra política es desesperante porque se ha olvidado por completo de su afán constructivo, de que su objetivo es hacer posible la convivencia y mejorar la vida de todos y eso lo ha hecho, en especial, a partir del empeño en reescribir la historia y destruir el legado constitucional de la transición que ha protagonizado de manera indiscutible la extrema izquierda, con Zapatero al frente, una labor destructiva a la que, de modo insensato, se ha querido unir una parte nada desdeñable de cierta derecha que aparentemente se empeña en lo contrario para acabar muy aproximadamente en lo mismo.
Es curioso que se quiera echar en la cuenta de la Constitución lo que se deriva de abandonar su espíritu, la voluntad de entendimiento y cooperación que se debiera haber seguido. Es obvio que su Título VIII no es un prodigio de obra bien hecha, pero que con esa disculpa se haya emprendido, en contra de cualquier racionalidad y con un sectarismo pueblerino e inmoral, un ataque sistemático a la unidad nacional es algo que no puede sino avergonzarnos.
Una buena parte de Cataluña se ha dejado llevar por un independentismo ridículo e insensato, además de quimérico, y ese viento de locura parece haber contagiado al resto de las regiones en las que no queda ni una que no practique de modo insensato y pueril el “método separatista” para progresar. Se trata de una tentación ridícula, véase, por ejemplo, la educación asturiana en bable, los esfuerzos del andalucista Moreno para presumir de acento o el aislacionismo idiota de Mazón para superar por si mismo la mayor catástrofe española de los últimos cien años.
Hace falta ser un indigente mental de categoría superior para pensar que cualquiera de nuestras regiones pueda conseguir mejorar su posición en el mundo en que vivimos aislándose del resto de España, de su historia, de su lengua y de su tamaño… y de Europa con ello. Ni Sancho Panza atiborrado sería capaz de concebir semejantes quimeras que aquí se han convertido en santo y seña de los gobiernos autonómicos con la colaboración de un gobierno nacional sin pulso, sin rumbo y que, a la manera del simpar Zapatero, está dedicado a contar nubes, ya que es incapaz de contar bien cualquier otra cosa. Es tan estúpida la gobernación del sanchismo que, de modo casi criminal, no se le ha ocurrido otra cosa que premiar con favores políticos las conductas secesionistas; de aquí que algunos barones autonómicos hayan decidido incrementar su deslealtad pues su aguda inteligencia les ha indicado que esa es la mejor manera de sacar tajada.
Es increíble que la desgracia de Valencia, ante la que el descuido, la imprevisión, la chapuza y la incapacidad de estar a la altura han demostrado que la división horizontal de poderes deja mucho que desear, que el gobierno regional es una pantomima y que el gobierno nacional es una organización cínica dedicada a eludir responsabilidades, siga habiendo quien piense que se puede presumir del Estado que tenemos y de nuestra manera de gobernarlo.
Esto por lo que respecta a nuestras administraciones, pero la imagen no es mejor si pensamos en los partidos, en quienes protagonizan la política. Basta hablar con cualquier socialista que no haya perdido del todo su capacidad de análisis para comprender que el Congreso de Sevilla es el congreso de la resignación, no en vano ha sido precedido de la renuncia del secretario general del PSOE madrileño que parecía apuntar maneras clásicas. EL PSOE es, hoy en día, un partido que ha renunciado a la política y a cualquier moral cívica para convertirse en una manada de sumisos sacristanes del mandamás.
Tampoco es que sea mucho mejor el panorama por la derecha. Cuesta bastante comprender su incapacidad política, la de toda la derecha y no solo de una parte, para articular una alternativa a quienes actualmente están en el gobierno. Muchos españoles se preguntan que tendrá que pasar para que esto deje de ser así y lo peor es que no hay un solo observador independiente que sea muy optimista al respecto. Por supuesto que abundan los que le dicen a Feijóo que lo suyo está al caer, pero temo que sean los mismos que ya dijeron eso a Pablo Casado y a Feijóo hace ya un año y me malicio que no lo harán sin recibir su correspondiente paga.
El PP, en particular, lleva desde el malhadado Congreso de Valencia experimentando una anemia política que es lógica consecuencia de su voluntad de excluir, de su incapacidad para integrar. Es un partido sin ideas que vive de la inaudita pretensión de que basta mostrar la perversidad ajena para que el público se olvide de todo y se arroje en sus brazos. Es una creencia muy errónea que sirve solo para mostrar la resistencia de unos votantes rocosos pero que aparta del horizonte cualquier panorama de ampliación y mejora. Hasta que no se atreva a definirse y a tener un proyecto nítidamente distinto a su tendencia a emboscarse no tendrá el menor futuro.
Es comprensible, pues, que se haya llegado a generalizar un estado de resignación; pero dado lo mucho y muy importante que está en juego es imprescindible superarlo porque, al fin y a la postre, no hay que olvidar que los partidos se parecen a quienes representan, y los muchos que estamos hartos de que se haga de nosotros una representación tan necia no podemos permanecer eternamente pasivos. Necesitamos recuperar el estado de ánimo alegre y decidido que se necesita para que izquierda y derecha vuelvan a ser dos pilares de convivencia, progreso y libertad: se lo debemos a nuestros hijos y a nuestra dignidad ofendida y harta.
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