Sally Brown es la hermana pequeña de Carlitos, el dueño de Snoopy, los protagonistas centrales de Peanuts, la genial creación del dibujante Charles M. Schulz; pues bien, en una de esas brillantes tiras cómicas aparece Sally, niña bastante rebelde frente a la escuela, haciendo una redacción en la que escribía, cito de memoria, “nosotros tenemos televisión, pero los griegos tenían filósofos”, y, a continuación, expresaba su desconcierto frente al tema que le habían propuesto diciendo que lo que no lograba entender es para qué habría que estar mirando a un filósofo. La perplejidad de este minúsculo personaje de ficción me sirve de peana para encarar la cuestión a la que dedicaré estas breves palabras, si los pensadores griegos tienen todavía algo que decirnos, pues, en efecto, la pregunta de Sally tiene perfecto sentido, dado que, por lo general, nos limitamos a mirar a los filósofos porque en nuestro mundo se hace muy difícil, casi inconcebible, hacer lo que ellos hicieron.
Una primera precaución que habría que tomar supone advertir que no puede afrontarse la naturaleza de esta dificultad para sacar provecho de los pensadores antiguos a partir de ninguna distinción entre alta cultura y cultura popular o similares, como si el desconcierto de Sally fuese mera consecuencia de que ella gaste más tiempo viendo la televisión que leyendo libros, sino que exige, a mi entender, partir de algo más radical, a saber, la profunda diferencia entre el mundo en que vivimos y el de los pensadores antiguos.
Nos formamos con mucha frecuencia como quien aprende a ser un buen piloto sin entender mucho de aerodinámica, de mecánica de fluidos o de física energética, al menos en la medida en que ello es posible, de forma que tantas veces nos convertimos en gente que repite una ciencia aprendida pero que, en realidad no comprende
El argumento corriente para defender el interés intelectual y moral que la cultura griega pueda tener para nosotros, suele basarse, sobre todo, en dos motivos: en primer lugar, en que somos herederos de muchas de sus palabras y, se supone que, a su través, de muchas de sus ideas, de sus descubrimientos, y, en segundo término, en la suposición de que hay algo de intemporal o de eterno en buena parte de las cuestiones que ocuparon los pensadores griegos. Sobre estas dos suposiciones se puede decir, como hizo Zubiri, por ejemplo, que no se trata de interesarse por los pensamientos de los griegos porque estos sean nuestros clásicos, sino, más bien, porque, de alguna manera, “los griegos somos nosotros”. La identidad de palabras muy básicas y la intemporalidad de sus significados son razón suficiente, se supone, para interesarnos por el pensamiento y la cultura griega.
De hecho, la distancia que nos separa de una obvia identidad con esa cultura no se mide en miles de años, como sería si nos fijásemos en la pura cronología, sino de unos pocos cientos, de aquel momento en el que la cultura griega (y romana, dicho sea de paso) ocupaba una parte muy considerable de la formación de cualquier europeo culto, y no solo de los europeos, como es obvio. Todavía hasta hace muy poco, no mucho más allá de sesenta años, era corriente en las principales naciones del viejo continente y en sus heredera americanas que los estudiantes de bachillerato tuviésemos que cursar enseñanzas de latín en la primera infancia, y de griego algo después si decidíamos seguir una carrera de letras. Todo eso se ha perdido, casi por completo, y no solo por malas razones, aunque de todo haya. El punto importante está, me parece, en que hace ya bastante más de cien años se creó un mundo en el que empezaron a ocurrir muchas cosas que, como mirar la televisión, serían completamente incomprensibles para cualquier pensador griego que pudiese aparecerse entre nosotros, trasladado por cualquier máquina del tiempo.
Hace casi un siglo que Max Scheler describía muy bien lo que ya entonces era una situación conflictiva entre las fuentes clásicas de la cultura occidental tal como se concebía en ese momento: ”Si se pregunta a un europeo culto lo que piensa al oír la palabra hombre, seguramente empezarán a rivalizar en su cabeza tres círculos de ideas totalmente inconciliables entre sí. Primero, el círculo de ideas de la tradición judeo-cristiana: Adán y Eva, la creación, el paraíso, la caída. Segundo, el círculo de ideas de la antigüedad clásica: el hombre es hombre porque posee la razón o logos, donde logos significa tanto la palabra como la facultad de apresar lo que son las cosas. El tercer círculo de ideas es el círculo de las ideas forjadas por la ciencia moderna de la naturaleza y la psicología genética, y que se han hecho tradicionales también hace mucho tiempo; según estas ideas, el hombre sería un producto final y tardío de la evolución del planeta Tierra”.
Lo que ya era un equilibrio precario entre estos tres círculos de ideas a los que se remitía Scheler ha colapsado, de forma que tanto la cultura de la antigüedad clásica como las ideas de la tradición bíblica han retrocedido frente al empuje contundente de las ideas de raigambre científica, aquellas que, por poner un ejemplo un tanto extremo, no se arredran ante la posibilidad de explicar la capacidad matemática como una consecuencia de la presión ambiental para desarrollar sistemas numéricos más complejos que los que poseen algunas lenguas que, al llegar a “tres” o “cuatro” pasan directamente a “muchos”. Aunque se pueda defender que tener presentes los tres círculos de ideas es algo intelectualmente más rico que entregarse solo a uno de ellos, lo que caracteriza a nuestro mundo, tanto en la ciencia académica, como en la vida común, es la práctica desaparición de los dos primeros círculos y la entrega casi incondicional al poder explicativo del tercero.
¿Qué ha pasado para que las referencias históricas a los dos primeros mundos de que habla Scheler se hayan como desvanecido? Para empezar, habría que tener en cuenta que el mundo de hace dos siglos se parecía en varias de sus características básicas mucho más al mundo antiguo que al nuestro. Diversas tormentas culturales han borrado casi por completo la memoria de esas formas de vida para las que lo que hoy nos parece natural sería sencillamente impensable, y en ese borrar las formas del pasado viene implícito un desdén hacia la historia, de manera que, al menos a primera vista, hoy no nos parece correcta la advertencia de Tocqueville según la cual “cuando el pasado ya no ilumina el futuro, el espíritu camina en la oscuridad”.
Pese a la radicalidad de tales cambios, o tal vez por ello, la Historia cultural ha sido, de algún modo, absorbida y superada por la Historia natural. La Historia es una disciplina problemática desde el momento en que se ocupa de realidades que ya no son, que ya no están plenamente a nuestra disposición, de una memoria perdida y de unos significados que solo pueden ser descifrados por muy pocos. Frente a esa dificultad, la Biología cuenta con un pasado que es presente, que se puede ver y tocar, medir y manipular, es el pasado de la naturaleza, de la realidad misma que la ciencia es capaz de manejar. El tiempo de la Física y de la Biología, pasado y futuro, apenas deja espacio a la especulación, es un tiempo que se puede calcular y cuyos efectos somos nosotros mismos.
Era tradición entender que nuestra memoria y nuestra peculiar forma de hacernos humanos, heredando a nuestros antecesores, creciendo sobre sus hombros, daba lugar a que se considerase la existencia de una gran escisión entre el acontecer natural y el acontecer histórico, a la suposición de que lo humano es irrepetible, o, lo que es lo mismo, que ser humano equivale a heredar e innovar, a ser libres. Pero esa visión tiene poca capacidad de acomodo en las amplias categorías del darwinismo, pese a los esfuerzos por lograr una cierta síntesis. El neodarwinismo, entendido como el acomodo del evolucionismo cosmológico y la biología molecular, se ha convertido en el paradigma por excelencia para entender cuanto somos y cuanto nos pasa sea por azar, sea por necesidad. En este punto llama la atención el que “la muerte del hombre” (algo que ya supo ver Orwell en 1984) se haya convertido en un tema común a muchas escuelas tanto filosóficas, como biológicas o políticas, y que no sea muy distinto lo que hay detrás de muchas propuestas extremas de formas de transhumanismo tecnológico que buscan la eternidad en la disolución de lo humano en las tecnologías más audaces, en la sumisión del cerebro vivo y pensante a la máquina que todo lo sabe. Los humanos no habremos tenido otro papel que ser, en esta perspectiva, el instrumento biológico para lograr la inmortalidad, para superar la mordedura del tiempo.
Por descontado que nadie está obligado a creer en esta clase de teorías, pero, además de que tienen numerosos apóstoles, forman un conjunto de creencias que suministran un fondo común a la idea de la vida que está detrás de las conquistas tecnológicas, y proporcionan un horizonte de verosimilitud a la era digital, en especial tal como es interpretada por los jefes y gurús de las grandes empresas que están empezando a desarrollar herramientas capaces de controlarlo todo, de sustituir cualquier azar o peligro por un panorama de certezas, la sociedad controlada de manera universal que ya se ha implantado en lugares en los que los sueños de libertad y autonomía nunca han tenido tanto predicamento como en el Occidente que, por su parte, parece obedecer a su nombre y declinar.
Los filósofos tendemos a señalar que el núcleo vivo de esa singular etapa creadora, la radical novedad que supuso respecto a un pasado, es la Filosofía misma, el saber que se busca, como lo caracterizó Aristóteles. Antes que en Grecia ya había ciencia, como en Mesopotamia, la India, el Irán o Egipto, y, por descontado, sociedades perfectamente organizadas y capaces de crear leyes, monumentos asombrosos y multitud de saberes prácticos. Lo que no parece que hubiese es instituciones dedicadas a discutir, escuelas en las que el mandato supremo no fuese seguir al maestro o al libro sino, lo contrario en cierto modo, discrepar, poner las doctrinas bajo el dominio de la experiencia y de la lógica antes que bajo cualquier autoridad.
El mundo en que nos movemos y somos es un escenario en el que la filosofía tiene poca y mala cabida, y, en consecuencia, el pensamiento griego no tendría ningún interés general más allá del académico, y no para todos, porque abundan las filosofías que profesan una notable desestima por la historia de su disciplina, tal vez porque pretendan ser más fieles al mundo en el que vivimos que al mundo del que creíamos venir. Es evidente, en cualquier caso, que las palabras griegas han sido transformadas en unos equivalentes en nuestras lenguas que naturalmente se alejan tanto de su significado primitivo que apenas las recuerdan: ello se debe, sin duda, a que las palabras de filiación griega que seguimos usando se emplean en un mundo tan distinto que su significado original se ha perdido porque han sufrido un desgaste y unas deformaciones que son las que explican, en muy buena medida, el desconcierto de los estudiantes que se interesan por la Filosofía y que descubren que lo que pueda significar “idea” es algo rotundamente distinto si hablamos de Platón, de Descartes o de Kant, por poner un ejemplo sencillo. Piénsese, por ejemplo, en lo que ha ocurrido con “razón” (logos), “naturaleza” (fisis), “virtud” (areté), “técnica” (techné) o “felicidad” (eudaimonia). Y, sin embargo, esas palabras, y otras muchas, siempre nos plantean cuestiones a nada que conservemos un mínimo de capacidad de ver la distancia que media entre ellas y aquello a que las referimos, o parecen referirse, a nada que seamos capaces de sopesarlas con nuestras impresiones y experiencias que al fin y al cabo es lo que seguimos llamando pensar.
Nosotros no podemos de ninguna manera atacar esas cuestiones ni con su originalidad ni con su radicalidad, nos lo impide esa auténtica selva de pensamientos que se han pensado en estos largos siglos, la inmensa mole de libros escritos y descubrimientos hechos, y, sobre todo, como ya queda dicho, las esencialísimas diferencias entre nuestro mundo y el de ellos. Sus ideas son como esas ruinas que avistamos tras paciente excavación debajo de nuestras abigarradas ciudades cuando se construye una nueva línea de metro o se cimienta otro rascacielos: no se puede vivir sobre ellas, no dan para entendernos ni para hacer avanzar el conocimiento, salvo para los escasos especialistas en sus ideas e instituciones. En relación con ellos somos como esos ricos herederos incapaces de comprender los problemas de los que no tienen otros recursos que sus manos.
El concepto griego fundamental es, tal vez, el de naturaleza, la forma en que llamaron o lo que surge, a lo que está ahí. A ese género natural pertenece también la polis, la sociedad en la que viven. Por supuesto que acertaron a distinguir lo que era natural de lo que era convencional, pero lo natural era lo esencial, tanto en el mundo material como en el de la ciudad. A su vez, hasta la época alejandrina al menos, no acertaron a pensar en la unidad del mundo, pues la distinción entre el mundo sublunar, el orden en el que se da la generación y la corrupción, y el mundo de los cielos (no el de sus dioses que vivían en la montaña) en el que reinaba el orden y la geometría más perfecta era por completo esencial. Tal vez por eso sea tan extraordinaria y meritoria la hazaña de Eratóstenes, capaz de medir la circunferencia de la tierra con la ayuda de un poste y el movimiento relativo del Sol.
Por contraste, nuestro mundo, sin menoscabar el concepto de naturaleza, se ha constituido en torno a una idea del tiempo que es histórico, que es una flecha que viene de un origen y se dirige hacia lo desconocido, una idea que, con toda probabilidad, deriva de la noción bíblica de creación. Al tiempo, la física galileana desbarató la distinción intuitiva y radical que Aristóteles, y en general los griegos, establecía entre el movimiento y el reposo al consagrar el principio de inercia como básico en la nueva ciencia. Luego Newton consagraría para siempre la unidad del mundo sublunar y la mecánica celeste y luego vino todo lo demás, Darwin y la tecnología que todo lo transforma.
No es menor, tampoco, la diferencia entre la ideas políticas, cosa en la que nos confundimos con frecuencia por el hecho de que sigamos utilizando buena parte de las palabras que inventaron (como “democracia” o “república”). Los griegos, más los filósofos que los dramaturgos como Sófocles, se entregaron con cierta facilidad a la presunción socrático-platónica de que el Bien es algo capaz de por sí de superar todas las contradicciones, lo que se deriva de su convicción de que existe un cierto nivel de orden natural en la ciudad que debe ser respetado. El pensamiento político moderno ha puesto de manifiesto, por el contrario, la naturaleza irreprimible de los conflictos, el carácter ilusorio que tiene todo orden ideal, y de ahí la creación del Estado moderno, una realidad creciente y abrumadora para la que no existe equivalente posible en la Grecia clásica.
A medias entre la teología moral cristiana y la filosofía moderna se ha creado una entidad metafísica que apenas tiene equivalente en el universo griego, la idea moderna de sujeto, hasta el punto de que hay quien afirma que en la literatura griega clásica ni siquiera parece ningún rasgo narrativo subjetivo, lo que parece una exageración, desde luego. Ese nuevo personaje ha dado mucho que hablar en moral, la primacía e inviolabilidad de la conciencia, en epistemología, donde funciona como una especie de deus ex machina para resolver algunas paradojas que ya interesaron a los griegos, como la idea de que hay cualidades secundarias que son lo que son y se explican por ser subjetivas, y, desde luego, en teoría política para convertir en central la idea de libertad.
Basten estas mínimas indicaciones para insistir en que no solo es que nuestro mundo sea física e intelectualmente muy distinto del griego clásico, sino que muchas de las ideas que puede parecer que hemos recibido de ellos son muy diferentes a las que ellos pensaban, y, sin embargo, no cabe deducir que esto pueda servir para considerar como algo inútil tratar de aprender de ellos y con ellos. En el fondo todo se reduce a una cuestión muy simple, a la forma en que articulamos la experiencia, de cada cual, con la lógica, que debiera ser de todos, dos principios regulativos de cualquier conocimiento con los que los pensadores griegos fueron muy rigurosos en particular. A veces se ha presentado, por ejemplo, una imagen ridícula de la Física de Aristóteles, como una especulación muy poco atenta a la experiencia, lo que no deja de ser una bobada. Por supuesto que la Física de Aristóteles no puede competir con la galileana, pero es que eso es algo en lo que Aristóteles mismo coincidiría, sin duda. Su Física supone una mirada a la realidad que no es necesario compartir, pero que todavía puede enseñarnos algo, es decir algo más que erudición histórica, porque es una forma de pensar, es decir de sopesar, (pensar es una forma de pesar) lo que él veía y lo que era capaz de enjuiciar, y empeñarse en ese ejercicio es siempre enriquecedor y no es distinto en nada con lo que ahora podemos hacer sea cual sea nuestro oficio. Pensar es, en este sentido, lo contrario a repetir, a hablar de oídas, y no estaría de más que cayésemos en la cuenta de que, por fuerza, cualquiera de nosotros habla mucho más de oídas que cualquier griego, y no por falta de virtud sino por necesidad.
Justo es caer en la cuenta de que somos herederos de unas formas de saber enormemente complejas y que, casi por necesidad, esas formas se nos entregan, por lo habitual, como soluciones a problemas de los que podemos olvidarnos (la ciencia se enseña por lo ordinario al margen de su propia historia), de forma tal que eso puede llegar a significar que, en realidad, no entendemos lo que creemos saber.
Nos formamos con mucha frecuencia como quien aprende a ser un buen piloto sin entender mucho de aerodinámica, de mecánica de fluidos o de física energética, al menos en la medida en que ello es posible, de forma que tantas veces nos convertimos en gente que repite una ciencia aprendida pero que, en realidad no comprende. Cuando se le encargó a Richard Feynman que auditase la enseñanza de la Física en las universidades brasileñas de hace ya unas cuantas décadas, su dictamen resultó insultante a los gobernantes brasileños, pero encerraba una lección esencial para cualquier científico. Feynman dijo que ni uno solo de esos profesores sabía una palabra de Física, que no entendían bien la ciencia que enseñaban. No es ningún secreto que se puede hablar de lo que no se sabe sin que se den cuenta los que saben todavía menos, en especial si son tan bien pensados como para no sospechar de los malos profesores, pero es un vicio que puede ser detectado con cierta facilidad por quien sabe más, porque, al fin y a la postre, la ciencia se reduce a teorías, cálculos y fórmulas que cualquiera puede manejar sin entenderlas. Tal vez por esta experiencia tan traumática Feynman ha definido la ciencia como “el resultado del descubrimiento de que vale la pena volver a comprobar por nueva experiencia directa y no confiar necesariamente en la experiencia del pasado”, es decir que no se hace ciencia repitiendo sino poniendo en cuestión, atreviéndose a pensar, recreando una y otra vez “el espíritu científico de aventura: la aventura de lo desconocido, que debe ser reconocido como desconocido para ser explorado; la exigencia de los misterios irresolubles del universo que siguen sin respuesta; la actitud de que todo es incierto; en resumen: la humildad del intelecto”.
Feynman, uno de los físicos menos dados a enredarse con problemas filosóficos, ha expresado con claridad, sin embargo, aquello que podremos aprender de nuestro enfrentamiento con los griegos, tomar de ellos la valiente actitud intelectual con la que presumían de que cuanto nos muestra la naturaleza podría ser comprendido, pero también la exigencia de no fiar a las respuestas recibidas de otros, por ilustres que sean, la comprensión de los problemas que se nos presentan y ante los que es absurdo e irresponsable refugiarse en la opinión más común, porque esa actitud, por mucho que pueda parecer prudente, conduce a la parálisis y al autoritarismo y, al final, a negar que se pueda pensar. Justo esa es la audacia y, al tiempo, la humildad, que podemos aprender de los primeros pensadores griegos.
Imagen: Sally y Charlie Brown en una captura de pantalla de «You’re Not Elected», Charlie Brown.
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Este texto es un extracto de un artículo ya publicado cuya referencia es la siguiente: González Quirós, J. L. (2021). Sally Brown y los filósofos griegos: ¿tenemos todavía algo que aprender de ellos? HUMAN REVIEW. International Humanities Review / Revista Internacional De Humanidades, 10. https://doi.org/10.37467/gkarevhuman.v10.3079