La palabra crisis viene del griego (κρίσις krísis) y significa en su primera acepción en el diccionario de la RAE «Cambio profundo y de consecuencias importantes en un proceso o una situación, o en la manera en que estos son apreciados». Pese a la connotación negativa de la palabra, en ciencia política y económica se reconoce en las crisis una oportunidad de revisar los procesos para mejorarlos. Al igual que los productos de ingeniería son mejorados tras un accidente provocado por un fallo de su diseño, todos necesitamos de vez en cuando un golpe del destino para valorar lo que tenemos y descubrir lo que podemos conseguir. Decía Albert Einstein que «es en la crisis donde nace la inventiva, los descubrimientos y las grandes estrategias (…). Quien supera la crisis se supera a sí mismo sin quedar superado.  (…) Es en la crisis donde aflora lo mejor de cada uno, porque sin crisis todo viento es caricia».

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La capacidad de adaptarse a las crisis nos diferencia a unos de otros. Junto a la fortaleza moral innata, se encuentran la capacidad económica y los recursos personales que cada uno haya adquirido, determinantes para superar con mayor o menor éxito el azote de lo inesperado. Por eso, las crisis son devastadoras para los más vulnerables, porque quienes pertenecen a los sectores más desfavorecidos de la sociedad carecen de recursos para adaptarse al nuevo entorno. La pandemia que aún seguimos sufriendo ha sido un claro ejemplo de esto.

Noam Chomsky creó un decálogo de maniobras de manipulación política, entre las cuales se encontraba la consistente en crear un problema, provocar reacciones sociales con el problema creado y, a continuación, ofrecerles una solución salvadora que presente al líder como eficiente

La crisis del COVID19 ha generalizado la jactancia de tener una de las mejores sanidades del mundo y durante el duro confinamiento domiciliario hemos aplaudido a diario a los sanitarios por su titánica labor de luchar contra un enemigo invisible con medios precarios. Sin embargo, pasada la pesadilla de las UCI abarrotadas y las morgues saturadas, a nadie le importa demasiado que haya un goteo de fuga de cerebros desde España a otros países del mundo donde se paga mejor a sus sanitarios y se reconocen especialidades que no tienen cabida legal en España, como los urgenciólogos o las especialidades pediátricas. Un informe de CC.OO. de finales del año pasado sitúa la interinidad de la sanidad pública en un 40 %, el doble que en la privada, algo que confirman en gran medida desde la plataforma digital ConSalud.es, donde afirman que en ninguna comunidad autónoma la interinidad baja del 30%. El Tribunal de Justicia de la Unión Europea ya ha advertido de que España abusa de la interinidad del sector sanitario en su sentencia de 19 de marzo de 2020, C-103/2018, en este caso concreto, la Comunidad de Madrid (SERMAS). Podría escribir un artículo acerca de la interinidad en Justicia, algo que no preocupa a nadie hasta que su divorcio tarda más de un año en ser celebrado, pero el objeto de esta reflexión es otro.

Si nuestra sanidad importa tan poco a nuestros dirigentes cuando estamos hablando de situaciones de riesgo vital (incluso ahora tras la pandemia), podemos imaginarnos lo que interesa aquello que no afecta a la vida de las personas, al menos de forma directa.

Durante la crisis sanitaria se han paralizado los tratamientos de fisioterapia públicos, ya de por sí escasos, y, a la vuelta del confinamiento, los fisioterapeutas no han dado abasto con los pacientes. Postoperatorios, traumas, enfermedades neurológicas y otras afecciones que, con una rehabilitación suficiente habrían quedado en pequeñas secuelas para los pacientes, se han convertido en secuelas de por vida para quienes tuvieron la mala suerte de sufrir mermas físicas antes del COVID19. Solo los enfermos con medios económicos suficientes han podido seguir sus tratamientos de forma privada. Lo mismo puede decirse de la odontología, de la logopedia, de la podología o de la terapia ocupacional.

Pero uno de los sectores donde más se ha acusado la crisis y donde más brecha económica existe es en el ámbito de la salud mental. Los estragos psicológicos producidos por el confinamiento, la soledad, el abuso de drogas o el miedo al contagio siguen aflorando dos años después del encierro. Por mi trabajo me veo obligada a asumir con otra compañera de partido judicial los internamientos psiquiátricos y residenciales de mi partido y he de decir que no son pocos. Con tres hospitales con planta psiquiátrica y más de 50 residencias geriátricas, asumimos más internamientos psiquiátricos que toda la comunidad autónoma de Castilla y León o de Asturias. El número de ingresos involuntarios en hospital psiquiátrico ha aumentado desde que comenzara la pandemia. Sin embargo, muchos de ellos podrían evitarse con una adecuada provisión de medios sanitarios ambulatorios.

Para la RAE “crisis” también significa «intensificación brusca de los síntomas de una enfermedad». La “crisis” de COVID19 en su primera acepción ha traído muchas “crisis” de salud mental en su segundo significado. Unida a las causas que apuntaba de soledad y miedo, la falta de recursos psiquiátricos en los centros de salud mental públicos está llevando a que los enfermos sean citados con más de seis meses de distancia. La gente sin dinero para pagarse una consulta privada se ve en la obligación de esperar un tiempo que su patología no le concede. Lo que comienza siendo una depresión que requiere intervención médica urgente puede acabar convirtiéndose en un intento de suicidio y los comportamientos extraños adolescentes se transforman en graves trastornos alimenticios e intentos de autolisis por el mero paso del tiempo. Los psiquiatras hospitalarios se están convirtiendo en muchos casos en los primeros facultativos que ven a estas personas y lo hacen en pleno brote psicótico. Los diagnósticos de urgencia con medicación pautada para ser revisada por el psiquiatra de cabecera se están convirtiendo en norma y con ello se hace un uso abusivo o irregular de las urgencias.

Desde el punto de vista legal la cosa tampoco ha mejorado. Sabrán ustedes que la Ley 8/2021 de por la que se reforma la legislación civil y procesal para el apoyo a las personas con discapacidad en el ejercicio de su capacidad jurídica ha modificado sustancialmente la legislación en materia de discapacidad, convirtiendo a todas las personas con trastornos psíquicos en “capaces” para el derecho, como un conjuro de magia transformador. Sin embargo, para asombro de los juristas que estábamos esperando la reforma, la ley no ha modificado el sistema legal de internamientos psiquiátricos.

El “olvido” del legislador ha tenido una respuesta hace unas semanas, cuando salió en prensa la noticia de que el Gobierno pretende impulsar una reforma legal para eliminar los internamientos forzosos a enfermos psiquiátricos y buscar medidas alternativas “más acordes a los Derechos Humanos”, como si en la actualidad no se respetaran los derechos de estas personas, algo que me indignó tanto que me llevó a escribir un artículo en otra plataforma defendiendo las garantías que el procedimiento judicial de internamientos psiquiátricos comporta. La explicación facilitada desde el Gobierno es que el Comité Español de Representantes de Personas con Discapacidad (CERMI) denuncia que en España no se cumple lo dispuesto en la Convención de Personas con Discapacidad de 2006, algo que no deja de ser una interpretación particular y sesgada, como en tantas otras ocasiones CERMI ha hecho. Personalmente, además de negar la mayor como integrante del sistema judicial, desconfío de informes y dictámenes de quienes se erigen en representantes de las personas con discapacidad, cuando estamos ante un colectivo heterogéneo con realidades y problemas muy diversos y donde existen graves discrepancias en algunas cuestiones, como, por ejemplo, en el mantenimiento de los centros de educación especial.

Una vez más me veo en la obligación de volver a poner el foco en lo que considero una tomadura de pelo. Si prospera la reforma que se dice que se quiere acometer y en los términos que han sido adelantados en prensa, la situación de los enfermos mentales en España va a resultar insostenible y se va a dejar a las familias que tengan un enfermo de estas características en su casa abandonadas a su suerte. Si se ha demostrado ineficaz el sistema público de salud mental, como he apuntado, por falta de medios, la solución no puede pasar por eliminar los internamientos psiquiátricos. No comprendo el empeño de este Gobierno en eliminar lo que funciona haciendo creer que, lejos de ser un problema, constituye la única vía realista de solución de determinados problemas, al menos de forma parcial.

Noam Chomsky creó un decálogo de maniobras de manipulación política, entre las cuales se encontraba la consistente en crear un problema, provocar reacciones sociales con el problema creado y, a continuación, ofrecerles una solución salvadora que presente al líder como eficiente. El poder deja de atender un problema (la salud mental de los ciudadanos) y crea otro (la vulneración de los derechos fundamentales de los enfermos mentales) ofreciendo una solución que no es tal (eliminar los internamientos psiquiátricos). La consecuencia será la privatización paulatina de la salud mental y la desatención de las personas con menos recursos, a quienes ni siquiera se les facilitaría el ingreso de sus familiares para diagnóstico y tratamiento temporal. Curiosa manera de entender el estado social y democrático de derecho.

Foto: Anthony Tran.


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Natalia Velilla
Soy licenciada en derecho y en ciencias empresariales con máster universitario en Derecho de Familia. Tras un breve periplo por la empresa privada, aprobé las oposiciones a las carreras judicial y fiscal, entrando en la Carrera Judicial en 2004. Tras desempeñar mi profesión en las jurisdicciones civil, penal y laboral en diversos juzgados de Madrid y Alicante y una época como Letrada del Gabinete Técnico de la Sala Primera del Tribunal Supremo, en la actualidad trabajo como magistrada de familia. He sido docente en la Universidad Carlos III, Universidad Europea de Madrid, Escuela Judicial, Instituto Superior de Derecho y Economía y otras entidades y a ratos escribo artículos de arte, derecho y opinión en Expansión, Vozpópuli, El Confidencial, El Español y Lawyerpress. Autora del ensayo “Así funciona la Justicia: verdades y mentiras de la Justicia española”, editada por ARPA.