Una vez consumada la tragedia es momento de hacer política otra vez. Es tiempo de escurrir el bulto, de echar balones fuera, de señalar con el dedo hacia otros y obviar la raíz, el corazón, la causa última del problema. Si complicado es dejar familia y amigos para buscarse la vida lejos de la tierra que te vio nacer, dramático es encontrarse con la muerte por el camino y, en medio de ambos extremos un sinfín de sinsabores, trabas y complicaciones. La triste realidad es que el destino de muchos seres humanos está lejos de sus orígenes. Si convencido estoy que todo el mundo tiene herramientas para ganarse la vida, salvo casos extremos de enfermedad, más seguro es que no siempre eso puede hacerse al lado de la casa paterna.

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Nos hemos movido de un lugar a otro en busca de sustento desde que el mundo es mundo. Del frio polar a los trópicos poblamos la Tierra. Pocas cosas tan antinaturales como impedir, por tanto, que nos traslademos para subsistir. Los movimientos migratorios humanos son intrínsecamente positivos, enriquecedores tanto económica como culturalmente.

Quizá hubo un momento, al principio, en qué el Estado era lo suficientemente pequeño para no marcar la vida de las personas. Hoy todo el sistema de compensaciones y estipendios, no solo para los de fuera si no para los de casa, está pensado para crear votos cautivos

¿Qué ocurre pues para que las fronteras se hayan convertido en un enrejado, que intenta ser infranqueable, negando a aquellos que lo necesitan, ganar unas monedas? No hace demasiados siglos eran poco más que unas líneas pintadas en los mapas sin un impedimento físico que permitiera recorrer el mundo a pie. Sin embargo, con el paso de los años y el crecimiento de un Estado benefactor que proveía de servicios a cambio de tributos, fue haciéndose imperiosa la necesidad de acotar quienes tenían derecho a las prebendas, hasta llegar al momento actual. Las fronteras cerradas, entre otros factores, es cierto, lo son para delimitar hasta dónde llega a cubrir el manto del bienestar que nos hemos dado.

Los defensores del candado, la cadena y la concertina, aducen varias razones para apoyar tales esperpentos. Una de las más manidas es que los extranjeros vienen a aprovecharse de nuestro sistema: un Estado del malgastar sobredimensionado y a punto del colapso que reparte paguitas a cambio de votos. Si, como mantengo, lo natural, lo humano, es poder desplazarse libremente para subsistir y teniendo en cuenta el uso que nuestros gobernantes hacen del robo sistemático ese que llaman impuestos, parece mucho más lógico desmontar el sistema y abrir fronteras que mantenerlo sobre nuestros hombros. Argumentar lo contrario parece significar que alguien espera que llegue su turno para aprovecharse.

Otra de las razones principales es la delincuencia. Esa delincuencia que los poderes del Estado deberían combatir. Si el inmigrante ocioso puede subsistir en la molicie por obra y gracia del pesebre con el que compran su voto, ya es una carga, pero si además se dedica al robo, al latrocinio o al abuso, no cabe otra que mandarlo a su casa o meterlo entre rejas. La pregunta es por qué no ocurre esto. Son los responsables del sistema. Es el sistema, por tanto, el que falla.

Alegarán que algunos llegaron fruto del manejo de las mafias, cuando las mafias existen, preferentemente, porque hay un sistema legal injusto que defiende una legalidad que impide que se lleve a cabo una necesidad humana. No digo que los timadores vayan a desaparecer si desaparecen las fronteras, pero que, si uno puede pillar un par de avionetas desde su Chad natal hacia el norte, haciendo chapucillas aquí y allá, sin tener que darse de alta en autónomos – de nuevo el Estado – o llega al Estrecho o a Orán con algún dinerillo para pagarse el ferry y lo cuenta, igual se corre la voz. No digo que sea sencillo, pero convendrán conmigo en que tener que cruzar de un país a otro mediante visados y burocracia en nada ayuda a facilitar la marcha.

Llegar a un país nuevo, ponerse a trabajar sin tener que darse de alta en ningún sitio y sin esperar que nadie nos de nada por ser más guapos que nadie. Así fue siempre y así debería ser. Solo es necesario el control sobre quien delinque, para eso se inventó el DNI, recuerden, no para los que somos honrados. Los inmigrantes son ilegales porque alguien dictó una ley para que lo fueran. Alguien puso una valla en algún sitio y un gendarme para defenderla.

Quizá en tiempos el espíritu de las leyes de control de la inmigración fuera defender a aquellos que pagan el Estado de los que vienen de fuera. Quizá hubo un momento, al principio, en qué el Estado era lo suficientemente pequeño para no marcar la vida de las personas. Hoy todo el sistema de compensaciones y estipendios, no solo para los de fuera si no para los de casa, está pensado para crear votos cautivos. A derecha e izquierda se alegan razones para defender lo indefendible: mantener las fronteras y mantener un Estado mórbido.

Las personas tenemos como primer derecho mantener el bien más preciado, nuestra propia vida y eso significa que todos deben poder ir allí donde hay trabajo y riqueza y colaborar en la creación de más de esa riqueza, llevársela consigo, enviarla a sus familiares o hacer lo que le de la gana. Impedirlo está solo un peldaño por debajo del de homicidio. Utilizar vidas humanas para hacer geopolítica o política energética, quizá se le equipare. Digamos las cosas claras de una vez: es momento de desmontar el Estado del malgastar y abrir fronteras.

Foto: The New York Public Library.


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