Dos notas previas:
- Según el Oxford English Dictionary, woke significa: “Originalmente: bien informado, actualizado. Actualmente: alerta a discriminación racial o social y a la injusticia.”
- Los paladines de la “wokeness” son hipersensibles, dispuestos a indignarse en cualquier momento, sin importar el ridículo que hagan. Es la nueva moda entre los niños ricos malcriados.
Como ya no hay proletariado, nos encontramos a los nuevos “ideólogos” de la izquierda en busca de los humillados e insultados. Los jóvenes «woke» los han encontrado a la vuelta de un panfleto: son ellos mismos. Sólo tienen que aprender a ser víctima. Después de todo, en nuestra sociedad, la condición de víctima confiere los beneficios de la discriminación positiva. Y, por supuesto, es mucho más cómodo quejarse que hacerse valer. Me siento discriminado, me siento herido, acuso, exijo reparación, ¡o al menos un poco de atención!
Los “despiertos” se quejan de todos los males de este mundo: el sexismo, el racismo, el cambio climático y la injusticia social. Pero también nos imponen remedios, como la política de identidad y el género
Incluso si existiera el derecho a no ser herido mentalmente, ofendido o insultado, habría que preguntarse: ¿quién define lo que duele? Despierto (woke) significa en este contexto: sólo el propio afectado puede decidir si ha sido discriminado, insultado, odiado o perjudicado. Los woke, acomodados en las ventajas de la pataleta infantil ya no necesitan madurar. Convenientemente adiestrados en nuestras instituciones educativas -inmensas fábricas de producción de analfabetos hipersensibles- han exacerbado sus miedos a ser heridos hasta un punto de la perfecta hipocondría. El hecho de que esta hipersensibilidad «woke» penetre poco a poco en nuestra cultura cotidiana significa probablemente que la sociedad occidental ya no clasifica la histeria como patológica sino como normal.
Y es así como se ha establecido la tiranía de los llorones, que quieren vendernos su agresividad como si de autodefensa se tratase. Están frustrados y sensibles al mismo tiempo. Es una mezcla peligrosa que envenena los sentimientos. Se podría hablar de «emociones falsas» por analogía con las «noticias falsas». El «conócete a ti mismo» se sustituye por un «interprétate a ti mismo», bienvenido a la mascarada de tu propia vida.
Y al igual que la intensidad de los sentimientos sustituye a la razón, la identidad sustituye a la ideología. Sin embargo, la política identitaria de los activistas «woke» no genera autoconciencia, sino odio, ira y autocompasión. Lo que tenemos aquí es un proceso de desublimación (Marcuse), al final del cual hay una reacción indignada y ofendida ante cualquier circunstancia de la realidad que, o bien no gusta, o bien nos permite autocatalogizarnos como víctimas. Sin embargo, indignarse moralmente es la dignidad de los tontos. Disfrutan del placer de la indignación moral. Y esto se aplica especialmente a los que se entregan a los rituales penitenciales y a la autoflagelación. Porque aquí se aplica la gran intuición de Manès Sperber, «tras la autoacusación se esconden la justificación, la absolución y el autoelogio tácito».
Quienes entre ustedes todavía tienen sentido común estarán tentados de comentar todo esto con ironía. Pero en la «wokidad», lo políticamente correcto ha conseguido ser imparodiable. A través de su omnipresencia y su poder inquisitorial, evita aparecer como lo que es: ridículo. Detrás de la pretensión de ser emocionalmente auténticos y comprometidos con el bien en el mundo sólo encontramos la incapacidad para el debate. De hecho, muchos activistas «woke» se sienten intelectualmente acosados por el pensamiento lógico. Como es demasiado agotador pensar y discutir, se toma una posición predefinida y se muestra una actitud emocional.
Aparece una ética de los tabúes y un hábito de la culpabilización. Ciertos pensamientos son tabúes no porque estén mal, sino porque es inaceptable pensarlos, porque es inaceptable que los piense “ése otro”. La izquierda «woke» reacciona ante cualquier opinión discrepante excluyéndola -y excluyendo al opinador- de la comunidad de los buenos sin necesidad de un solo argumento. Sus medios de comunicación se convierten en picota, y los titulares y contenidos en azotes que ocupan el lugar de las críticas (todo lo hace usted mal). En el proceso, la inversión de la carga de la prueba se ha hecho casi evidente: Ser acusado de ser sexista o racista se considera en sí mismo una prueba de culpabilidad.
Los “despiertos” se quejan de todos los males de este mundo: el sexismo, el racismo, el cambio climático y la injusticia social. Pero también nos imponen remedios, como la política de identidad y el género. Supongo que hay que creer que, de alguna manera, todo está conectado con todo lo demás, y esto se llama ahora «interseccionalidad». Los campeones de la “wokidad” no son sólo víctimas de su presente: se identifican con los perdedores de la historia y declaran la guerra al pasado. Aparecen entonces contradicciones inexplicables. Por un lado, pudiera parecer que el “woke” enarbola una tolerancia total, fruto de la falta de prejuicios que resulta de la incapacidad de ver la realidad desde la resolución que genera la razón. Por otro lado, descubre la encarnación concreta del mal: el viejo hombre blanco. Se podría hablar de un redescubrimiento del pecado original. El mundo se descompone en dos bandos: los blancos y sus víctimas.
La política y los negocios, tomando el pulso al zeitgeist, ya se han adaptado. Después del greenwashing ahora viene el woke-washing. Pero la ira de las minorías y de los grupos autodeclarados como víctimas va en aumento, precisamente porque nuestra sociedad los trata con tanta generosidad y tolerancia. Quienes preferimos pensar en lugar de llorar, actuar alejados de la mera pataleta, tenemos, pues, la difícil tarea de defender la subcultura de la razón frente a los talibanes «woke» de la posmodernidad.
Foto: Markus Winkler.