Se afirma que una de las características más terribles de los nuevos entornos virtuales es que los errores, faltas o delitos no expiran nunca, permanecen indefinidamente en la red, incluso si finalmente los acusados se demostraron inocentes. Los cambios o novedades relacionados no los enmiendan, se constituyen en elementos independientes cuya relación con la nota original queda a expensas del azar o del esfuerzo particular de cada cual.
Llama la atención en este sentido que una de las características más notables de los diarios online, la posibilidad de actualizar un mismo contenido, sin necesidad de imprimir una pieza separada, sea por lo general una práctica poco o nada habitual. En su lugar, los diarios, como si se imprimieran en papel, se dedican a generar piezas distintas cuya jerarquía y organización queda a expensas de los arbitrarios algoritmos de los buscadores.
La piedad es disciplina de la voluntad ejercida mediante el respeto. Contempla el derecho a la existencia de entes distintos al ego… y el perdón o, cuando menos, la expiación de la culpa
Sin embargo, aunque esta circunstancia ciertamente es una característica “involuntaria” de la Red, y se puede considerar una novedad en cuanto al entorno, no es de verdad novedosa. Quiero decir que la imposibilidad de expiación no surge con Internet sino que estaba ya presente en las actitudes —no involuntarias— que imperaban e imperan en el mundo real.
Paradójicamente, sociedades que se tienen a sí mismas por empáticas y extremadamente sensibles ante el abuso, la injusticia, la opresión y la victimización, parecen desconocer lo que es el perdón. Así, más allá de enemistades insuperables, donde el conocimiento personal puede exacerbar el rencor, las personas tienden a constituirse en juzgadores impávidos, jueces ante cuyas sentencias no cabe la apelación y tampoco la redención. No ya asuntos mayores, sino una simple desavenencia o una vulgar descortesía dan lugar demasiado a menudo a condenas perpetuas. Basta herir el orgullo de quien se tiene a sí mismo en muy alta estima para hacerse acreedor a una condena sin posibilidad de perdón ni expiación.
Esta falta de perdón, que como digo no es nueva, se expresa con especial nitidez en las redes sociales. Ahí, el carácter público de las interacciones permite observar con relativa facilidad no ya la sublimación de esta actitud, sino también cómo la sentencia emitida por un sujeto influyente a costa de otro tiende a ser ratificada por su círculo virtual sin necesidad de que el asunto tenga verdadera relación con los demás, de hecho, puede ser un asunto estrictamente personal y, sin embargo, involucrarlos. De esta forma, los círculos virtuales se constituyen en temibles sistemas de lealtades ciegas que agravan el castigo de manera exponencial.
Los casos más notorios son los linchamientos virtuales, que tienen lugar cuando un sujeto con una legión de seguidores, al ser cuestionado o interpelado por otro, con o sin fundamento, opta por señalar al adversario, y no sus argumentos, para que sea hostigado en masa, con las consecuencias por todos conocidas.
Pero estos linchamientos tumultuosos, aunque resulten espectaculares, son por naturaleza efímeros, porque mantener la atención de un elevado número de individuos en un único objetivo y evento es incompatible con la propia dinámica de masas, porque ésta requiere una renovación constante de sucesos y de víctimas. Además, estos linchamientos suelen funcionar en base a creencias ampliamente compartidas, generalmente ideológicas, partidistas y/o sectarias. En consecuencia, lo normal es que el sujeto linchado termine encontrando respaldo en los adversarios de sus victimarios.
A este respecto, se quejaba un periodista de que en Twitter se consintiera el anonimato, es decir, la posibilidad de interactuar con los demás utilizando un alias. Esta circunstancia no sólo alentaría los comportamientos gregarios que acaban en linchamientos, sino que, en su opinión, también estimularía la grosería y la mala educación en general. Y sostenía que tales conductas se verían muy desincentivadas si las personas tuvieran la obligación de registrase con su nombre y apellidos, tal vez también facilitando su número de carné de identidad. “La libertad sin reglas no me gusta, no. Y sin respeto menos [sic]. Esto es como una via [sic] publica y los anónimos dicen aquí cosas que jamás dirían a alguien en la calle”, escribía.
Personalmente tampoco me agrada el anonimato, pero creo que el periodista en cuestión se equivoca. Confunde el establecimiento de reglas que rijan el ejercicio de la libertad (y que, de hecho, ya la rigen, pues usar un alias en Twitter no evita el castigo a quien excede los límites) con la imposición de una visión —en este caso, suya— de la decencia.
Evidentemente, tener que compartir el espacio con sujetos propensos a la grosería y la mala educación es incómodo, incluso, por momentos, desesperante. Pero pretender contrarrestar este incordio prohibiendo el anonimato, no sólo resulta excesivo, sino que con casi total seguridad no reducirá de forma significativa las molestias, porque lo cierto es que en las redes sociales abundan los individuos con nombres y apellidos propensos a la mala educación, la grosería, el insulto e incluso el matonismo. No creo que los atracos se vayan a reducir por prohibir los pasamontañas. Además, los anónimos suelen ser personajes menores que, si acaso, se suman al tumulto o simplemente, como la lluvia fina, son un coñazo persistente.
Sea como fuere, a lo que se apela equivocadamente no es ya a la existencia de unas reglas morales, sino al establecimiento de mecanismos que, supuestamente, aseguraren su cumplimiento. Pero aspirar a que esas reglas ideales se conviertan en reglas formales, en requisitos ineludibles, es en mi opinión incompatible con la verdadera libertad, porque ésta se distingue de la ficción de la libertad en que al individuo se le concede margen para el error, incluso, hasta cierto punto, margen para obrar de forma incorrecta, sea desde el anonimato o a cara descubierta.
No hablo de tener que tolerar amenazas o actos que se consideren delitos, sino de soportar estoicamente la simple y vulgar mala educación, la cerrazón, el sectarismo o siquiera la ofuscación momentánea, a cambio de concedernos un margen para el error, para la expresión de nuestra falibilidad e imperfección. Hablo, en definitiva, de no caer en el error de pretender imponer un mundo artificial, irreal, raro, una especie de club de campo donde las personas sean proyecciones aseadas y uniformes, imágenes holográficas de la decencia, sino de consentir que cada cual proceda según considere, y también que cada cual pueda juzgar ese proceder… en su justa medida.
La pretensión de convertir lo que uno considera decente en una obligación inescapable para todo el mundo, desemboca, se quiera o no, en puritanismo o, peor, en un fundamentalismo religioso con sus mandamientos y sus condenas sin posibilidad de expiación. La piedad es disciplina de la voluntad ejercida mediante el respeto. Contempla el derecho a la existencia de entes distintos al ego… y el perdón o, cuando menos, la expiación de la culpa.
Sin embargo, todo esto no quita que las formas sean importantes… pero en todas partes y a todos los niveles: en los círculos grandes y pequeños, en los entornos nuevos y también en los convencionales, en las grandes trifulcas y en las que pueden pasar más desapercibidas. Después de todo, lo que sucede en las redes sociales es público y notorio, cualquiera puede verlo y no hay manera de ocultar la ignominia. Por más que se tengan muchos partidarios, la mezquindad queda retratada.
Quizá esa decencia que algunos ansían imponer en las redes sociales, donde la insidia no puede ocultarse, habría que exigirla y, sobre todo, practicarla en otros entornos donde el linchado ni siquiera sabe que está siendo linchado y, por lo tanto, no tiene opción a defenderse. Porque ahí las condenas sí que son, directamente por la forma en que se producen, injustas. Es en estos entornos menos masivos y menos públicos donde la condena genera un verdadero perjuicio.
Las redes sociales no están deformando lo que somos. En realidad, nos están retratando tal cual somos, con hiriente realismo. Y esto no se arreglará imponiendo prohibiciones que a lo sumo afectarán a las apariencias, pero no a la esencia del problema: la falta de ética, ese no lastimar y no hacer a los demás lo que no nos gustaría que nos hicieran a nosotros, sea en las redes sociales o en otros lugares más discretos.