Acaba de estrenarse la nueva película de Tarantino en la que el director presenta una imagen del Hollywood de hace medio siglo al tiempo que, como en él es habitual, reflexiona sobre el cine, sobre la fábrica de sueños. No escribo para recomendar su película, que volvería a ver mañana mismo, pero sí querría referirme a varias ideas que, en este caso de manera muy evidente, a mi juicio, se ponen en juego al hacer una reflexión sobre el cine y la realidad de finales de los sesenta.
Tarantino es un autor apenas convencional, y no creo equivocarme mucho si veo en el giro que le da a la historia que el espectador espera ver, una parábola moral sobre nuestro mundo, una realidad que al director le parece fea y repelente. Tal vez sea cosa de los años, o siendo algo más optimista, una consecuencia de la madurez artística del cineasta, pero no es difícil ver que su película nos dice algo como esto: algunas mentiras pueden ser mucho mejores que esas verdades a medias que tratan de imponerse de forma tan implacable como universal. En la película de Tarantino los que suelen considerarse miserables son bastante bondadosos, son valientes, son, incluso, tiernos, normales, en suma, mientras que las angelicales criaturas que se creen extraordinarios y critican el fascismo de los triunfadores son, además de imbéciles, neciamente perversos, persuadidos como están de poseer la fórmula de la felicidad, el placer y la igualdad y el derecho a imponer su cejijunta visión mediante la violencia.
Uno de los dos protagonistas arrastra como puede la pésima fama de haber matado a su mujer, aunque sea incierta, y el otro se tiene por un fracasado, pero tiene los pies sobre la tierra y no espera que nadie venga a regalarle lo que no consiga con su esfuerzo, venciendo sus debilidades y revisando su modo de vivir. Junto a esa pareja tan común como poco memorable la imagen de una Sharon Tate llena de vida y de alegría, rodeada de amigos interesantes y corteses, a la que la más siniestra realidad, que no la ficción, le robó su vida y la que llevaba consigo para satisfacer las órdenes de un profeta ridículo. Frente a ese grupo dichoso y luchador, Tarantino hace un retrato digno de Gutiérrez Solana de esos hippies, hijos de ricos, pero miserables y sucios, que podría tomarse como una caricatura de esa corrección política que por todas partes trata de imponer una dictadura moral, su puritanismo, su intolerancia, su miedo a la libertad, su paraíso.
Vivimos en un mundo muy distinto del de finales de los años sesenta, hay muchísimas cosas muy mejores que entonces, pero algunos de los vicios morales que empezaron a consagrarse en esas décadas de progreso y abundancia, no han dejado de crecer y de hacerse respetables
Como decía Baroja, la literatura escoge, la vida no tanto. Tarantino, por supuesto, escoge, y al hacerlo muestra la cara más inteligente y atractiva de esas vidas que tantas veces se consideran insignificantes, burguesas, haciendo, una vez más, una burla de la sordidez de la vida, y lo hace con elementos asaz realistas: no pinta héroes, no escenifica hazañas épicas, hasta el punto de que en su desenlace el papel más eficaz corresponde al perro, uno de esos animales que se consideran peligrosos pero que saben al dedillo para qué están dónde están, que se espera de ellos.
Tarantino reescribe la historia porque cree que la vida no es rehén de una mecánica implacable, y lo hace porque cree en la libertad, la libertad, por supuesto, del creador, pero también en la libertad del que lucha por lo suyo, en la libertad del que sabe hacer honor a la lealtad y a los amigos, en la libertad del que respeta la ley, le guste o no, en la libertad de los valientes que saben vivir su vida sin reprocharse de continuo que los demás no le hayamos colocado en el trono que pueda pensar merece.
Vivimos en un mundo muy distinto del de finales de los años sesenta, hay muchísimas cosas muy mejores que entonces, pero algunos de los vicios morales que empezaron a consagrarse en esas décadas de progreso y abundancia, no han dejado de crecer y de hacerse respetables, hasta el punto de que casi nos hemos olvidado de que existe la hipocresía. No va a ser Tarantino quien se tome en serio esas monsergas, ni es nadie que pueda creer que el mundo es una sucursal del Edén, pero ha hecho un alegato muy consistente a favor de la tolerancia, el respeto y, en definitiva, a favor de que lo normal sea la libertad para vivir conforme a nuestro gusto, y no la perfección de vivir en una cárcel de bondad y obligaciones adorando el planeta, obsesionados con alcanzar lo sostenible y admirando a esos héroes violentos que, como el Ché entonces y otros algo más cursis ahora, quieren obligarnos a ser felices obedeciéndoles, haciendo siempre y solo aquello que nos dicen que hay que hacer, aunque ellos se libran de cocina siempre que pueden, porque para eso mandan. Lo malo de ahora es que los Chés son multitud, una manada algo menos asesina, por fortuna, pero bastante más espesa, porque carecen de las disculpas que se podrían aducir en los sesenta, por muy falsas que fueran, y lo eran, tenían, al menos la excusa de la ignorancia y el romanticismo, como acaba de reconocer respecto a lo suyo Eduardo Galeano. La segunda dificultad que padecemos frente a las multitudes puritanas e intolerantes es la condescendencia culposa de las empresas e instituciones que, en aras de la comodidad, el negocio y el beneficio, han decidido hacerse cómplices de los nuevos inquisidores cuando son seguidos por multitudes de dementes, como ahora sucede, un asunto sobre el que nos ha advertido, con su brillantez habitual, Miguel Ángel Quintana.
Ya me contarán, si van a verla, pero desde ayer luzco una sonrisa de satisfacción por la pedorreta tarantiniana a tanto merluzo. Se ha metido en el ojo del huracán porque sabe lo que hace y está alerta de que su obra padece en estos momentos el estudio de la hodierna Inquisición, ese siniestro tribunal secreto que manda sobre multitudes de alguaciles tontos y para el que no hay disculpa que valga, tal vez porque en el fondo sospeche que sus sentencias no resistirían medio minuto a la intemperie de un juicio libre, porque necesitan el apoyo unánime de todos los biempensantes y el aval del 95% de los científicos, un supuesto dato que suelen enarbolar, como si fuera una maza, los que en su vida han sabido resolver una modesta ecuación o detectar un sofisma. En fin, vayan a verla y sonrían.