En su último libro, El crepúsculo del mundo, el cineasta alemán Werner Herzog, cuenta que en una visita a Japón rechazó una audiencia privada con el emperador, en lo que con el tiempo consideraría “un paso en falso tan estúpido y descomunal” que lo avergonzaría hasta el día de hoy. Sin embargo, y ante la sorpresa de todos los presentes, paso seguido le consultan si tiene interés en particular de conocer a alguien en Japón. Y allí, sin dudarlo, Herzog responde afirmativamente y menciona el nombre de Hiroo Onoda.

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Para quienes no lo recuerden, Onoda es el famoso soldado japonés que no se había dado cuenta del fin de la guerra y permaneció escondido en la isla de Lubang, Filipinas, hasta 1974 para obedecer la orden que se le había dado 30 años atrás: ocupar el territorio hasta el regreso del ejército imperial.

Cada uno de nosotros tiene una batalla que no quiere soltar aun cuando sea evidente que está perdida o que, directamente, ya no existe más

A Onoda lo encuentra un joven bastante excéntrico y temerario que decide ir a buscarlo a la isla y acabar con el misterio que rodeaba su paradero. El joven lo encontró, le explicó lo que había ocurrido en los últimos 30 años, y Onoda aceptó rendirse si se cumplía una condición: que un superior viajara hasta allí y le ordenara el fin de las hostilidades. Afortunadamente encontraron al comandante Taniguchi que con 88 años viajó, encontró a Onoda y le dio la orden requerida.

Debo confesar que, anoticiado de la publicación del libro y su temática, envié el dato a un amigo potencialmente interesado, quien me respondió: “¿estás sugiriendo que soy como el soldado japonés y que estoy defendiendo batallas perdidas?” La humorada tenía que ver con la forma en que se popularizó la historia de Onoda, esto es, como una mezcla de tozudez, negación e ignorancia. Como respuesta rápida a aquella humorada de mi amigo, le espeté, también con humor: “Todos somos el soldado japonés”.

Ya en el terreno de la ficción, el caso de Onoda tiene algunos vasos comunicantes con la trama de la magnífica creación de Emir Kusturica: Underground. En este caso, en el marco de la invasión alemana a Yugoslavia, un grupo de partisanos se esconde en un sótano para guarecerse de los ataques. Lo hacen incentivados por quien parecía ser un amigo confiable que desde afuera se comprometía a ir llevando las noticias y ayudarlos con las provisiones de alimentos. Sin embargo, se trataba de una estrategia para poder tener vía libre en su intención de conquistar a la mujer del amigo que había sido convencido para que permaneciera en el sótano.

En la película, esta situación duraría 20 años hasta que un hecho fortuito hace que los habitantes del sótano logren salir de allí y se den cuenta que la guerra había terminado hacía ya mucho tiempo.

La metáfora del sótano como espacio del engaño desde el cual no es posible percibir la realidad tal cual es, remite a la célebre alegoría de la caverna de Platón, la cual, como todos saben, es la figura elegida por el filósofo para distinguir el mundo de las apariencias y el mundo real, esto es, aquel que se encontraría afuera de la caverna. Y a su vez, como alguna vez mencionamos aquí, este famoso pasaje de República inspiró a los hermanos Wachowski para crear la saga Matrix, especialmente su primera entrega, en la que parte del guion incluye, literalmente, pasajes del diálogo platónico. En el film, como en la alegoría, el protagonista puede decidir si quedarse a vivir en un mundo irreal donde, en algún sentido, su ignorancia lo hacía feliz, o asumir el compromiso con la verdad y sus consecuencias. Así, en la famosa escena de la pastilla azul y la roja, NEO se inclina por la pastilla de la verdad, del mismo modo que el prisionero que se había liberado de la caverna solo vuelve allí para indicarle a quienes todavía permanecían que, lo que creían real, era falso y que la verdad estaba afuera.

Los ejemplos tienen sus diferencias, pero también tienen en común el hecho de que en algún momento los protagonistas viven un engaño y que, al saber la verdad, deciden salir de éste, dando por sentado esta máxima de que nadie quiere vivir en una ficción. Sin embargo, los mecanismos para negarse a aceptar la verdad de un hecho son variadísimos y cada uno de nosotros contará innumerables ocasiones en que lo evidente estaba allí a la mano y no pudimos o no quisimos verlo, especialmente cuando la situación de engaño es, en algún sentido, cómoda.

Aun a riesgo de caer en la tentación de suponer que vivimos un tiempo especial, tentación en la que suelen caer todos los humanos hayan vivido el tiempo que les haya tocado, intuyo que este es un tiempo proclive al engaño porque hay toda una cultura que, relativizando la verdad, nos invita a crear nuestras propias narrativas y nuestras propias ficciones (y en todo caso, si eso fallara siempre tendremos a mano un antidepresivo, claro está).

Es más, pienso que, dado que está de moda reescribir la historia y también los clásicos, una reescritura sincera y acorde con estos tiempos, implicaría que el prisionero de la caverna regrese a la misma porque en esa realidad se encontraba mucho más confortable, que NEO, en Matrix, tome la pastilla de la mentira y que los engañados del sótano en Underground decidan construir otro sótano para morar allí frente al desastre que encontraron al salir. Algo similar podría reescribirse sobre Onoda y decir que siguió en la isla luchando su guerra.

Pero regresemos por un momento al intercambio humorístico con mi amigo: ¿es real que todos somos en algún punto como el soldado japonés, al menos en la versión que de esta historia se popularizó? Seguramente no, si bien estoy seguro que cada uno de nosotros tiene una batalla que no quiere soltar aun cuando sea evidente que está perdida o que, directamente, ya no existe más. Efectivamente, aun cuando a lo largo de la vida cambiamos, hay afectos, ideales, proyectos, situaciones y fantasías que nos negamos a abandonar a tal punto que nos sumergimos en nuestras propias junglas para crear las condiciones que nos permitan seguir confirmando que la batalla existe y que, sobre todo, sigue valiendo la pena.

De aquí que, pienso, en un sentido, Hiroo Onoda ha sido un hombre afortunado o al menos su insoportable rigor militar y un sentido del honor que probablemente sea ajeno para la mayoría de nosotros haya sido su condena pero también la llave de su salida. En otras palabras, su concepto de obediencia al mandato de su superior es el que lo lleva a no abandonar la guerra, pero, al mismo tiempo, es lo que permite que la “contraorden” recibida 30 años después, lo liberara de esa carga. Su guerra duró más de lo previsto, pero terminó el día en que se lo ordenaron. Naturalmente todos nos preguntamos cómo Onoda, durante 3 décadas, no tomó la decisión por sí mismo de desoír la orden ante la evidencia de que el contexto había cambiado. Sin embargo, el hecho de que su voluntad dependa de la decisión de un tercero también fue lo que le puso fin a su batalla, algo que no es tan simple cuando la decisión de poner fin a algo depende de nosotros.

Digamos, entonces, que Onoda tuvo que luchar contra la selva y contra los ejércitos enemigos, pero a diferencia de nosotros, nunca tuvo que luchar contra sí mismo para aceptar que hay algunas batallas que ya no valen la pena y que, a veces, es mejor darlas por perdidas.

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