¿Quién es la víctima, quién el culpable? Antiguamente, muchos comportamientos calificados como “diferentes” se consideraban como patológicos. Véase la homosexualidad; hoy en día consideramos totalmente normal ser homosexual. Que esto haya cambiado, es bueno. Se trata del fin de la estigmatización de los afectados, de la despatologuización de su conducta. Sin embargo, en las últimas décadas también hemos asistido a un movimiento opuesto: cada vez más personas son clasificadas como víctimas de algún tipo de violencia o discriminación.

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El psicólogo Nick Haslam observa un estrechamiento preocupante del concepto de normalidad. En su artículo Concept Creep: Psychology’s Expanding Concepts of Harm and Pathology, describe cómo en las últimas décadas y en  seis áreas diferentes, los conceptos han cambiado de forma que cada vez más personas son catalogadas como víctimas o enfermas. Haslam se plantea la cuestión del origen de tal “inflación semántica” en determinadas categorías psicológicas y cuáles son las consecuencias para nuestra sociedad. El psicólogo describe dos tipos de expansión:

  • La expansión vertical, que ocurre cuando una definición se utiliza de forma menos estricta, abarcando más síntomas de lo que era habitual.
  • La expansión horizontal, que se refiere a la extensión de un fenómeno a nuevas áreas. Por ejemplo, la adicción: a los adictos a las drogas se han sumado los adictos al juego, al sexo, a la computadora, al internet, etc…

En las seis áreas investigadas por Nick Haslam: abuso, intimidación, enfermedad mental, trauma, adicción y discriminación (racismo, sexismo,… y las “nuevas” fobias) nos encontramos con un aumento en el número de personas que se definen a través del sufrimiento y la vulnerabilidad y cuya percepción de sí mismos y / o externa les convierte en víctimas, enfermos o ambos, y que por lo tanto necesitan protección, terapia o ambas.

Por fin diagnosticado, deja uno de sentirse solo. Como víctima “reconocida” sólo necesita aceptar la sensación de impotencia como “propia” y verse relevado en la responsabilidad de “salir del hoyo” por sus propios medios

Las múltiples expansiones de las definiciones de abuso, intimidación, enfermedad mental, trauma, adicción y discriminación nos hacen pensar, por un lado, que estas situaciones ocurren con mucha más frecuencia que antes, lo cual no es necesariamente cierto. Por otro lado, se refuerza una cultura en la que el papel de víctima está menos estigmatizado, lo cual es positivo, al tiempo que (y esto es muy negativo y peligroso) lo hace cada vez más atractivo.

Puede sonar duro, pero el acomodarse en una identidad de víctima es fatal. Cuanto más se hace, menos toma uno su vida en sus propias manos. Por fin diagnosticado, deja uno de sentirse solo. Como víctima “reconocida” sólo necesita aceptar la sensación de impotencia como “propia” y verse relevado en la responsabilidad de “salir del hoyo” por sus propios medios.

También en lo que respecta a los “criminales” este desarrollo es problemático. Su comportamiento es menos tolerado, perseguido con más fuerza y castigado. Esto está bien cuando se trata de acciones verdaderamente criminales. Pero se convierte en un problema si hacemos de cada declaración burlona, cada broma y cada gesto o palabra que no “nos gusta” un crimen o un comportamiento abusivo y socialmente perjudicial. Esto conduce a la incertidumbre, la autocensura y a un clima de represión de la libertad de expresión.

Esa tendencia, con el tiempo y de forma más o menos inconsciente, pasa a formar parte de nuestro sistema de Orden. Este sistema de Orden es aceptado sin plantearse en qué medida cumple siempre los objetivos de los que nace. El Orden y lo que queda en él incluido se autoalimenta, termina internalizándose como parte de la moral. Frente a este Orden Social encontramos los valores individuales. Hablo de originalidad (frente a la tradición), pasión (frente a la norma social establecida), excelencia (frente a la normalización igualitarista), creatividad (frente a “lo-que-siempre-ha-sido-así”) y el logos (frente a la fe). Éstos son los valores que nos convierten en actuantes de nuestra propia vida, absolutamente indispensables para el funcionamiento de una sociedad, y que se ven profundamente debilitados por el abuso de la victimización como factor colectivizador, tal y como denuncia Haslam.

Las personas se sienten cada vez más inseguras en el trato con los demás, especialmente aquellos de los que desconocemos su vulnerabilidad subjetiva. En particular, los niños que sufren un régimen educativo de este tipo se ven privados de la oportunidad de hacer justamente esas experiencias que no siempre son positivas, y desarrollar así las habilidades necesarias para hacer frente a tales desafíos en su proceso de socialización. Y desarrollar la confianza en sí mismo, algo sólo posible cuando uno mismo encuentra una solución a un problema en lugar de ser únicamente “beneficiario” pasivo de una intervención terapéutica, educativa o disciplinaria.

Paralelamente a la “cultura del victimismo” ha surgido un modo político: la política de protección. Para los políticos y ONG’s esta nueva vulnerabilidad es un regalo del cielo. En ella encuentran personas de las que pueden hacerse cargo incluyéndolas en diferentes grupos de vulnerabilidad, obteniendo así legitimidad para hacerlo: los niños, los consumidores, las mujeres, las minorías de todo tipo (por no hablar de los animales, el clima, la naturaleza). En realidad, desde la perspectiva proteccionista de los políticos, todos necesitamos su acción terapéutica. De ahí que últimamente el campo preferido de la actividad política/legisladora sea la regulación del comportamiento de todos nosotros.

Aquellos que valoramos una sociedad libre, debemos mantenernos alerta y no apoyar esta tendencia.

Foto: Andrea Bertozzini


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