Según ha repetido con insistencia, uno de los objetivos políticos de Trump es la lucha contra la ideología woke y, en general, una batalla cultural intensa contra la izquierda. No siempre es fácil comprender qué es lo que Trump pueda tener en la cabeza, pero tampoco lo es entender cómo se puede combatir una forma de pensar, por averiada que sea, desde el poder ejecutivo.
Cabe recordar lo que Stalin preguntaba respecto al poder del Papa, “¿cuántas divisiones tiene el Vaticano?” y si esa analogía tiene algún fundamento se verá con facilidad lo equivocado de los medios que Trump imagina liberar para acabar con el wokismo. Para empezar, Trump ha requerido a la Universidad de Harvard, en la que ve, al parecer con cierta razón, uno de los centros de difusión de esas doctrinas, para que cese de propalar tamañas ideas, revise los programas que estén inspirados en tal visión del mundo y haga unas cuantas cosas que a los trumpistas de la Casa Blanca le han parecido exigibles.
Hay que confiar que en este asunto y en otros similares el sistema americano consiga sobrevivir a los zarpazos autoritarios del nuevo presidente
La petición no se ha quedado en un ruego más o menos cortés, sino que ha ido acompañada de amenazas escasamente sutiles, tales como retirada de fondos, revisión de impuestos y lindezas similares. La Universidad ha contestado negando al presidente que tenga motivos legales para amparar sus pretensiones y, como es lógico, oponiéndose a poner en práctica las medidas sugeridas.
No sé si hace falta decir que la ideología woke me parece una calamidad como otra cualquiera y de las más graves que pueden afectar a una universidad pues implica un grado extremadamente alto de intolerancia intelectual y moral, una serie de interpretaciones históricas que no son de recibo y supone un disparo en la línea de flotación de cualquier intento de mantener la libertad de pensamiento, de investigación y de expresión en las universidades que, por definición tienen que fomentar el pensamiento crítico, inevitablemente plural y oponerse a cualquier fanatismo moral. Me perdonarán por la autocita, pero sobre estos asuntos tuve el honor de participar junto con profesores de muy distintos países en un libro colectivo (Diversity, Inclusion, Equity and the Threat to Academic Freedom, 2022) que denunciaba este clima wokista de acoso que se estaba imponiendo en muchas universidades de los EEUU y de Europa y que, por descontado les invito a consultar.
Sin embargo es todavía más claro que no es inteligente querer combatir lo que se considera un error intelectual y moral a base de usar el poder coercitivo de los gobiernos, que es lo que pretenden los trumpistas y que, además de no ser inteligente, un intento de ese tipo supone atentar contra la libertad intelectual lo que resulta contradictorio con cualquier idea liberal de la política y también con los rasgos de ese estilo que se puedan encontrar en el programa de Trump que, por cierto, son cada vez menos significativos.
Trump se está mostrando como un consumado antiliberal, para él no existen otras opiniones correctas que las suyas, y un autoritario de tomo y lomo que pretende imponer desde la mayoría política que lo ha designado (y que, dicho sea de paso, se basa en sólo un 1,5% de diferencia sobre los votos obtenidos por la trayectoria desastrosa del partido demócrata) una forma de pensar que, aunque nos pudiera parecer más correcta que la que se pretende combatir, no se puede imponer por medios coercitivos tan radicales como chapuceros.
Las universidades son centros en los que se forman las minorías cultas de los países y en las que se cultiva la investigación y el avance de la ciencia. Es lamentable que en una universidad como Harvard el predominio del profesorado izquierdista sobre el conservador sea abrumador, pero incluso esa forma tan esquizoide de escoger es un derecho que las universidades se han ganado con su historia.
No hay ninguna manera razonable de impedir que las universidades escojan un sesgo determinado, por eso puede haber universidades católicas, por ejemplo, así sea salvo, claro está, la pura competencia intelectual y la protesta de los alumnos y claustrales para el caso de que esa distribución se base en reglas que no respeten la lógica universitaria ni la libertad intelectual. Esta vigilancia no puede ser ejercida desde fuera de las propias instituciones por personas o autoridades que no formen parte del mundo universitario.
El caso es todavía más claro cuando las universidades logran financiarse sin recurrir exclusivamente a los fondos públicos, es decir cuando son privadas y no de titularidad estatal, pero la razón de fondo vale de la misma manera para unas y otras. Las entidades que financian a las universidades privadas, y los alumnos que las pagan, pueden influir en sus decisiones, y lo hacen de hecho, pero siempre tendrán que respetar la libertad académica.
Que Trump esté amenazando con retirar fondos federales o revisar la política de exenciones de impuestos muestra una patrimonialización del poder que es impropia de cualquier gobernante que respete la poliarquía propia de las democracias liberales. Los impuestos y las exenciones, cuando existen, deben ser fijadas por ley y aprobadas por el legislativo, no deben estar al capricho del presidente de turno, de manera que en este asunto se trasluce de nuevo la idea de Trump de que está investido de una legitimidad sin límites y que, en resumidas cuentas, puede hacer cuanto le venga en gana.
Hay que confiar que en este asunto y en otros similares el sistema americano consiga sobrevivir a los zarpazos autoritarios del nuevo presidente. Los jueces y las universidades parecen haber empezado ya a exigirle contención y a mostrarle sus límites y es de esperar que no tarde mucho en generalizarse esta oposición cívica y que funciones los checks and balances que han hecho sólida y admirable al sistema republicano vigente hasta ahora en los EE.UU.
Foto: Clay Banks.
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