Tempus fugit, carpe diem, memento mori. Seguro que conocen alguna de estas concisas frases. Concisas, que no faltas de significado. Todas ellas hacen referencia al tiempo, a su finitud. Han retumbado incesantes en la historia durante milenios, recordando a propios y extraños que todo acaba. Todos, aunque inconscientemente, vivimos en nuestras carnes esta añeja sabiduría. Esa persona de la que nunca nos pudimos despedir. Ese viaje que nunca pudimos hacer. Pero también se refleja en nimiedades, en acciones cotidianas del día a día. En mi caso me ha hecho reflexionar un simple cigarrillo.
Un cigarrillo, pero no uno cualquiera. No es ese que te fumas para quitarte el mono. No es un cigarrillo en soledad. Es ese que enciendes para desconectar. Es un cigarrillo con tu mente. En silencio, y en una tenue oscuridad, empañada más si cabe por el humillo que flota despreocupado por la habitación; pensé. No es que sea ajeno a esta acción, pero quizá no le dedico el suficiente tiempo, o no lo hago de la forma correcta. La ceniza, que cae poco a poco, me muestra el escaso tiempo que le dedico a parar. A disfrutar de cómo se consume el tabaco del cigarro. A dejar que se apague. Eso solo se puede hacer en calma.
No han sido pocas las veces que me he replanteado mi relación con las redes mientras escribía esta columna. Pero son aún más las veces que he sucumbido ante su venenosa tentación
Como ya es costumbre, esa calma se ve interrumpida. La ceniza cae bruscamente, y el cigarrillo se aleja apresurado de mis labios para acomodarse en el cenicero. Mis manos lo encajan con cierta delicadeza en una de las hendiduras y tornan raudas a coger mi teléfono móvil. Ahí está otra vez. Frío, estruendoso, incansable. Vuelve a copar mi atención y me aleja de la realidad. Esa realidad tangible, que muchas veces suelo despreocupar. Retumba por toda la habitación el sonido de una notificación. Una de tantas. ¿Por qué no lo silencio? ¿Acaso eso aplacaría mis ansias por revisar mi bandeja de entrada? Lo dudo.
Desbloqueo el móvil. Un correo basura. Burda propaganda. Pero ya lo ha conseguido. Aunque por unos instantes, el mundo real se ha quedado en pausa mientras comprobaba quién era el emisor de ese mensaje. Un mensaje sin importancia que me inhibe de la realidad. ¿Y si hubiera sido una misiva de un amigo? Da lo mismo. Seguiría firmando una carta de cesión de mi espacio personal. Favorecería la socialización con otros en detrimento de la socialización conmigo mismo. ¿O es que no es también socialización la introspección?
Recuerdo con morriña los relatos que me cuentan mis padres sobre su juventud. Especialmente aquellos que versan sobre la rudimentaria forma de comunicarse con sus allegados. Rememoran también con cierta añoranza cuando tenían que desplazarse a casa de un conocido para conocer su situación. Cuando la comunicación vía telefónica era más primitiva: o llamabas con el fijo o disponías de una cabina telefónica. En cualquier caso, era una vida con menos interrupciones. Ahora, en cambio, ellos también forman parte de este proceso deshumanizador que presencio con pasmosa pasividad. Hace pocos días se lamentaba mi madre de la estampa que lucía en nuestro salón: la familia reunida, pero ni una palabra resonando en la estancia. Cada miembro absorto en sus asuntos. Solo rompía el silencio alguna carcajada esporádica, y más bien escueta. Riendo en internet, pero olvidando cómo reír en familia.
Sería indecoroso por mi parte no reconocer las bondades de las redes sociales. Así que voy a dejar el decoro a un lado. Hoy prefiero reflexionar. ¿Hasta qué punto estoy dispuesto a desperdiciar tiempo de mi vida en las redes sociales en vez de aprovecharlo —o quizá desperdiciarlo también— con mi familia? Estoy más dispuesto de lo que pensaba. Asisto con cierto miedo a mis propias conclusiones. No han sido pocas las veces que me he replanteado mi relación con las redes mientras escribía esta columna. Pero son aún más las veces que he sucumbido ante su venenosa tentación. Creo que tras acabar estas líneas voy a encenderme uno de esos cigarros que se fuman en calma. Ver cómo la ceniza cae poco a poco, y cómo el cigarro se acorta con la misma rapidez que nuestro tiempo en este mundo. No sé si entraré en razón. Espero que ustedes sí lo hayan hecho.
*** Jesús Rodríguez Aina, estudiante de Periodismo.
Foto: Marlon Lara.