Tres economistas han sido galardonados este año con el preciado Nobel: Michel Kremer, Esther Dulfo y Abhjit Banerjee. Todos los medios han destacado el caso de Dulfo como la ganadora más joven, con diferencia, en ser premiada por el Banco de Suecia, y por ser la segunda mujer. Es una circunstancia muy desgraciada que tal hecho se haya producido en este ambiente oscurantista en el que los criterios científicos quedan relegados a consideraciones puramente políticas, pues cualquiera puede albergar la sospecha de que la política se haya antepuesto a la ciencia. Yo no creo que haya sido el caso, pues Dulfo y Banerjee han trabajado juntos durante décadas, y sería complicado otorgárselo a uno sin incluir al otro.

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Objeto y método son lo más reseñable del Nobel de este año. Por lo que se refiere al objeto, los tres han estudiado la pobreza, esa preocupación propia de las sociedades ricas. La ciencia económica no se ha ocupado estrictamente de ella por motivos obvios. En primer lugar, la pobreza es la misma condición del hombre. En segundo lugar, la pobreza ha sido la experiencia de la inmensa mayoría de las personas durante la inmensa mayoría del tiempo del hombre sobre la tierra. Lo nuevo, lo extraordinario, es la extensión de la riqueza más allá de una exigua minoría, lo que ha estado ocurriendo desde los albores del capitalismo. Por eso Adam Smith dedicó una de sus obras a investigar la naturaleza y las causas de la riqueza de las naciones.

Es verdad que la pobreza no es otra cosa que la dura familiaridad con lo que motiva la acción económica, que es la escasez. Y que esa escasez se mitiga con riqueza, con la lenta acumulación de capital dentro de un profundo entramado de relaciones de intercambio. Y que, por tanto, el estudio de la riqueza no se alejaba tanto del de la pobreza y, en este sentido, podemos estar de acuerdo con Marta Domínguez Jiménez que, en un artículo de Letras Libres sobre los galardonados cita al moralista escocés en una tradición de pensamiento sobre la pobreza.

La pobreza no es otra cosa que la dura familiaridad con lo que motiva la acción económica, que es la escasez

Pero, más modernamente, otros autores, alejados de Adam Smith, cegados por la riqueza de los países capitalistas a los que sinceramente aborrecen, se plantean la cuestión de cuáles son las causas de la pobreza como si ésta exigiese más explicación que la venida al mundo de cada ejemplar de nuestra especie. No es, de todos modos, el planteamiento de Dulfo, Banerjee y Kremer.

Su preocupación por la pobreza es menos fundamental, pero más pragmática. Se plantean qué factores favorecen el estancamiento y cuáles pueden permitir un paulatino abandono de las privaciones, y escalar paso a paso en la gran clase media mundial. Y ello dentro de los planteamientos, a medio camino entre la economía y la ingeniería, que realizan el Banco Mundial, los gobiernos de los países pobres, y otros organismos encargados, puede que preocupados, de la pobreza en esas sociedades. Es el marco de la tiranía de los expertos que ha retratado cruda y certeramente el experto en desarrollo económico William Easterly.

Los economistas premiados han adoptado en la ciencia social el método llamado “regla de oro” de las pruebas aleatorias. Es un proceso que se hace en tres etapas. En la primera de ellas, planean realizar ensayos en los cuales realizan muestras de forma aleatoria, para evitar el sesgo en la misma, y observan las respuestas a determinadas medidas de quienes aleatoriamente están afectados por ellas, y quienes no lo están.

El objetivo de este método está en eliminar la miríada de factores distintos que hacen que el éxito de una política en el país A nos impida llevar la conclusión al país B, o que el fracaso de una política en un lugar nos deba desalentar a la hora de llevarlo a otro. No es un método nuevo, claro está, ni es la primera vez que se aplica a poblaciones distintas. De hecho, lo que hacen estos y otros economistas es adoptar para la economía este método “randomista”, como se le ha llamado, utilizado profusamente en la medicina.

En un segundo paso, extraen de estas regularidades un conjunto de conclusiones sobre las causas de la situación que viven estas personas, y articulan, sobre estos hallazgos, un conjunto de medidas posibles. El tercer paso es generalizar los hallazgos y aplicar las medidas consideradas correctas al conjunto de la sociedad considerada.

Este planteamiento calma el ansia de parte de la profesión que anhela, desde William Petty, la equiparación del método de las ciencias sociales, y de la economía en particular, al de la física y otras ciencias naturales. Pero este deseo sólo se puede cumplir a costa de sacrificar la misma ciencia que anhelan servir. Pues el método, en las ciencias sociales, no puede ser el mismo que en las naturales por al menos dos motivos.

El primero es que el objeto de estudio es muy diferente: en unas el estudio se refiere a seres que tienen voluntad propia y un acervo de ideas sobre cómo es el mundo que cambia de forma incesante. Y en las otras los fenómenos ocurren sin intervención de la voluntad de los elementos observados. En el fondo, querer aplicar los métodos de la física a la acción humana es el envés del atávico error intelectual de aplicar a la naturaleza voluntades y categorías propias del hombre; lo que llamamos antropomorfismo. El segundo motivo es que, a diferencia de las ciencias naturales, en las sociales el científico participa de la naturaleza del objeto de estudio. En este sentido, la concesión del premio Nobel supone un paso atrás en la consideración de la verdadera ciencia económica, que es el estudio formal de la acción humana.

Así, el método que es válido para los estómagos u otros órganos humanos no es válido para las mentes que descansan sobre el órgano más complejo que tiene el hombre, que es el cerebro. No hay ni una sola afirmación monista sustentada en datos reales, y aunque existiera, tendríamos que aceptar a efectos prácticos el dualismo entre materia y mente, y por tanto el distinto método que estudia una y otra materia.

El método de las pruebas controladas de forma aleatoria (RCT por sus siglas en inglés) tiene, además, problemas bastante graves, como que su relevancia práctica es en realidad muy pequeña. Sus conclusiones no logran elevarse sobre el terreno en el que se hacen los ensayos, y en el período específico en que se hacen: son conclusiones constreñidas a esas únicas circunstancias de tiempo y lugar, por lo que su contribución es hacer con una técnica más depurada proyecciones que no tienen ni pueden tener mucha relevancia.

De modo que todos sus hallazgos sólo valen por tiempo limitado a los políticos del momento, y sólo en el ámbito del propio estudio. Pasado ese tiempo acaso sólo sean hilos con los que el historiador pueda tejer la historia de aquélla sociedad. Nada más.

Son resultados magros para tanta labor de investigación. El instituto Innovations for Poverty Action, de la Universidad de Yale, ha realizado 938 evaluaciones en decenas de países; de hecho, en 83 han motivado acciones concretas por parte de sus gobiernos. Pero aparte de disipar de forma inapreciable la niebla con que los gobiernos miran la economía, sus contribuciones no son muy relevantes.

Tienen, al menos, una ventaja sobre otros planteamientos, y es que estudian la pobreza real, no la comparación entre ricos y más ricos que nosotros llamamos “pobreza relativa”. Y están apegados a las necesidades y dificultades reales de millones de personas que sí son pobres. De hecho, lo mejor de este Nobel es que se fija en una realidad que merece toda nuestra atención, y que es que hay 700 millones de personas a las que la riqueza del capitalismo todavía no ha alcanzado.

Foto: The New York Public Library


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