No deja de ser significativo que en la tradición española la muerte nos haga a todos iguales. Nos lo dice Jorge Manrique, quien describe cómo los ríos caudales, los medianos y los chicos, se igualan al llegar al mar. O Quevedo, que teme la muerte que, con callado pie, todo lo iguala. ¿Qué igualdad es esa, que no entiende de riquezas ni de honores? Es la que impone la imparcial mirada del Señor, tras la eternidad que media entre nuestra muerte y el Juicio Final. Una imparcialidad que, torpemente, hemos aprendido a asimilar a nuestra justicia y a nuestra moral. Y esa debe ser nuestra guía, la de ver nuestro paso por este mundo, transitorio o definitivo, a la luz de lo que hicimos y no de lo que fuimos o tuvimos.

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Un ictus ha acabado con la vida de Alfredo Pérez Rubalcaba. Tenía una edad como para mirarle a la muerte a la cara, pero sin previsión de un encuentro temprano. El fallecimiento de un hombre o una mujer cuyo nombre se multiplique en las noticias es ocasión propicia para recordar su trayectoria, pasarla por el tamiz, y quedarse con los hitos más señalados de la misma. El obituario es un largo epitafio, que paga con su extensión el precio de quedar esculpido en un material tan endeble como el papel. A sensu contrario, nosotros no tenemos que esperar una eternidad para hacer un juicio, pero tampoco se exige de nosotros que seamos infinitamente justos; sólo que seamos honrados en nuestro falible entendimiento.

Nuestra vida es un material moral, y es una pretensión absurda querer mirarla sin criterio. Rubalcaba ya se defendió en su momento, y si no lo hizo más no sería por falta de medios; quizás le frenase la prudencia, pero eso es algo que por ahora sólo podemos presumir. De modo que la pretensión de que no se puede criticar a un muerto porque no está para defenderse no tiene sentido. La historia está hecha en parte por los mayores criminales del pasado, y nada nos obliga a suspender nuestro juicio sobre ellos por el hecho de que no nos puedan responder más que con su silencio. Y si esto es cierto de ellos, con más razón lo será de cualquiera de nosotros, incluído Alfredo Pérez Rubalcaba.

Creo que la palabra “siervo” define mejor tanto a nuestro hombre como a su amo, poderoso, caprichoso y arbitrario

Sin desmerecer la importancia de su figura pública, creo que lo más interesante es lo que ésta dice de nosotros mismos. Y cuando digo nosotros quiero decir ellos, claro, los que están en el poder, las instituciones en que se mueven y sus relaciones, confesables algunas de ellas.

Como ministro de Educación, nombró a Álvaro Marchesi como secretario de Estado, a quien un artículo define con inusual precisión con estas palabras: “Basó la LOGSE en tres ideas revolucionarias y no las ocultó en absoluto: la enseñanza como camino hacia la igualdad total, forzosa y necesaria, asumida como dogma; la enseñanza como potestad del Estado antes que de la familia; y la enseñanza como instrumento de «modernidad», de «progreso», es decir, de revolución social y cultural”.

La educación en España ha sufrido dos cambios fundamentales, ambos progresistas. La primera, la Ley Villar de 1970 (sí, con Franco), y la segunda la LOGSE, ambas por el camino de la “comprensividad”, es decir, del pastoreo de la rehala educativa por las mismas cañadas, en las que se inserta, además, un nuevo elemento: la ideología. Dice el Real Decreto 1345/1991: “El carácter integral del currículo significa también que en él se incorporan elementos educativos básicos que han de integrarse en las diferentes áreas y que la Sociedad demanda, tales como la educación para la paz, para la salud, para la igualdad entre los sexos, educación ambiental, educación del consumidor y educación vial”. La mención a la educación vial parece aquí un epítome de lo que se entiende por educación en la escuela.

La regulación de la educación es materia para el toma y daca de la política, y cabe decir que esta Ley es, como cualquier otra, un fruto más de nuestro árbol institucional. Pero me concederán que tratar a los púberes como la plastilina con la que moldear la sociedad futura no es una idea nueva, y que sus antecedentes sólo pueden producir una grave inquietud en quien tenga un mínimo aprecio por la libertad.

Sus otras contribuciones a la política española son igualmente inquietantes. No es tan criticable que Rubalcaba mintiese de forma minuciosa y desenvuelta como que él entendiese que esa es parte de sus contribuciones a la política española. La verdad no es propiedad exclusiva de nadie, pero es un valor liberal porque cree en los acuerdos voluntarios, y entiende que éstos son más fáciles desde el respeto a la verdad. Y porque cree en la autonomía de las personas, no las ve como medios para alcanzar otros fines. De modo que la mentira no sirve para el liberalismo a ningún propósito. El crimen de Estado (GAL, papeles del CESID, secuestro de Segundo Marey…), o la corrupción más descarnada (FILESA, Roldán…), no hay atropello por parte del Estado que no merezca una mentira por parte del portavoz del Gobierno.

No hay ningún salto entre organizar un grupo terrorista para luchar contra ETA, y negociar con ETA ofreciéndole algo distinto de la ciega aplicación del Código Penal. En ambos casos se entiende que crimen y política son dos caras de la misma moneda. Tal como descubrió la prensa, el Ministerio del Interior, con Rubalcaba al frente, boicoteó una operación organizada por un juez instructor (actual titular de esa cartera) que habría desarticulado el aparato de extorsión de la banda terrorista. Este comportamiento se entiende sobre dos premisas. Una, de dominio público, que el Gobierno (Rubalcaba) estaba negociando con la banda. Dos, que no le interesaba que ETA cerrase la negociación, o la mantuviese desde una posición más débil. Lo cual dice todo lo que tiene que decir de los objetivos que tenía entonces el Gobierno.

Pero lo peor es que el portavoz del Gobierno de los Gal es el mismo Pérez Rubalcaba que cambió la democracia española para siempre diciendo que “España no se merece un gobierno que mienta”. Había 191 cuerpos yaciendo sobre el suelo por un ataque terrorista perpetrado tres días antes de unas elecciones generales, y Rubalcaba certificó, con esa frase, su voluntad de no desaprovechar el capital político de los cadáveres. El terrorismo no es el crimen, es el crimen con fines políticos. Es de nuevo el GAL. Es de nuevo la negociación con ETA.

Este es Rubalcaba, y los elogios al finado como hombre de Estado son certeros, pero desde la concepción más cruel y exacta de lo que es un Estado: una organización en la que se produce un diálogo entre el crimen y la sociedad. Un editor que le propuso a Rubalcaba publicar sus memorias cuenta la cínica (y sincera, por tanto), respuesta del dirigente socialista: “Lo que puedo contar no interesa, y lo que interesa no lo puedo contar”. Definición precisa del diálogo al que me refiero.

Cuando concebí este artículo pensé de inmediato el título: “Un servidor del Estado”. Pero todo el rato se me caía del encabezamiento del artículo, y poco después descubrí por qué era. La expresión “servidor del Estado” encaja con una visión republicana del mismo, que entiende que todo ciudadano debe hacer aportaciones al bien común en una sociedad gobernada por leyes. Es lo que Nicolas Maquiavelo llamaba “virtú”. Creo que la palabra “siervo” define mejor tanto a nuestro hombre como a su amo, poderoso, caprichoso y arbitrario.


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