Una de las cosas que hemos podido aprender los españoles con los gobiernos de Sánchez (que ya lleva 7 años en la Moncloa) es que se puede gobernar sin hacer mucho caso a las leyes, ninguno, desde luego, a su espíritu. Un buen amigo ha llamado a esto gobernar sin pudor, esa forma de proceder que actúa como si no se necesitase otra cosa que los votos para hacer lo que fuere, incluso lo imposible. Una frase que mostraba las amplias atribuciones del Parlamento británico decía que podía hacer cualquier cosa, salvo convertir a un hombre en mujer, una nadería de limitación que aquí ya hemos superado con alegre ligereza.

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Sánchez está gobernando sin pudor, en efecto. Su carrera presidencial, iniciada en precario, ha consistido en ir añadiendo votos a cualquier precio, aunque eso haya supuesto despreciar las intenciones de los votantes, reducir el programa de su partido a la nada o violentar de manera extrema la independencia de las instituciones. Por descontado, nada que pueda ser invocado como una mera regla moral o como una tradición que siempre se había cumplido ha significado nada para su voluntad de poder, para que todos sepan que aquí manda él. Sánchez es de los que quiere ganar las partidas teniendo en la mano todas las cartas de la baraja, y en esa habilidad se está mostrando como un consumado maestro.

Una vez que se echó a rodar el funcionamiento del nuevo Consejo, los miembros del poder judicial, elegidos en paridad por el PSOE y el PP, han estado dando un espectáculo lamentable

No suelo esmerarme en elogios hacia el Partido Popular, pero debo reconocer que ha sabido resistir el intento de controlar de la manera más estrecha la función judicial; es cierto que lo ha hecho llevado por la necesidad y no por la virtud, porque no cabe olvidar que durante muchos años ha compartido con los socialistas la necesidad de atar corto a los jueces, pero ante la evidencia de que se rompían las reglas para compartir ese control ha reaccionado con energía y hasta con algo de inteligencia al lograr, como mal menor, un Consejo del Poder Judicial en el que Sánchez no tuviese una mayoría de cartas para ganar otra partida tramposa.

Una vez que se echó a rodar el funcionamiento del nuevo Consejo, los miembros del poder judicial, elegidos en paridad por el PSOE y el PP, han estado dando un espectáculo lamentable. Su incapacidad para ponerse de acuerdo sobre la presidencia del Supremo y del propio Consejo estaba siendo desmoralizadora, una prueba evidente de que en España no se sabe convivir, sólo se quiere vencer, machacar al contrario, un insano propósito muy sanchista que siendo indeseable en general resultaba poco hacedero en un caso de 10 contra 10.

Que de esa dinámica pareciera que no podría salir un nombramiento razonable era el mejor argumento posible para afirmar la eterna vigencia de las dos Españas, el estado de guerra permanente de todos contra todos, la condena irremisible de cualquier acuerdo, la demostración definitiva de que la transición fue un mal sueño, una trampa y que los valores de la Constitución son tan falsos e inanes como una declaración de principios de nuestro irrepetible (eso espero) presidente.

En plena noche oscura surgió, sin embargo, el milagro. Alguien había encontrado una solución que no pudiendo ser perfecta (como lo atestiguan los votos progresistas que siguieron mostrando su desacuerdo) obtuvo una mayoría suficiente, amplia incluso. Las primeras palabras de la nueva presidenta del Tribunal Supremo han sido tan bien recibidas por quienes creemos en la independencia de los jueces y en la división de poderes como han debido soliviantar a quienes se han impuesto la tarea de lograr cuanto antes lo contrario, volver a lo que en la ley orgánica del franquismo se denominaba “promover la vida política en régimen de ordenada concurrencia de criterios”.

Lo que eso significaba entonces era completamente inequívoco, que todos los poderes del Estado caminasen en la misma dirección a las órdenes del Caudillo, que nadie osara hacer nada que no estuviese previamente mandado o sugerido. En la Moncloa piensan ahora de manera similar y a ello dedican sus esfuerzos siempre dirigidos a tener los votos necesarios para que todos hagan lo que Sánchez ordena, más aún, lo que Sánchez desea, eso basta. Para entendernos, con Franco no hubiera podido existir el juez que se atreviese a investigar las andanzas de doña Carmen.

Para obtener un resultado que suscitase esperanza y permitiese un desempate que hiciese honor a la independencia de criterio de los miembros del Consejo, se requirió de algo más que disciplina y empeño, hizo falta flexibilidad e imaginación. Por lo que se cuenta ha habido quien supo someterse a exigencias más que discutibles, como que el único criterio indispensable es que se eligiese a una mujer, para obtener resultados rompedores, capaces de permitir a la judicatura un respiro frente a tanta artillería disparando contra los jueces que cumplen con su función y su obligación a los que se pretende tratar como desviacionistas y tramposos por la simple razón de que  creen que la ley es igual para todos y que está por encima de la voluntad de quienes manden en cada caso… y actúan en consecuencia.

Cuando la política se reduce a una especie de enfrentamiento entre carneros, que siempre van de frente y usan la cabeza no para pensar sino para embestir, lo que ocurre es que triunfan quienes no creen en la libertad, quienes aspiran a someter a los demás a sus credos, a sus disciplinas y, como no, a sus mentiras. La política exige una habilidad que esta vez ha aparecido, por fortuna, en el Consejo General del Poder Judicial en esa forma espléndida de actuación que busca convencer y no simplemente derrotar.

Me parece que somos muchos los que echamos en falta esa astucia inteligente que otros quieren suplir pegando bocinazos, sacando pecho y queriendo ganar siempre, aunque pierdan una y otra vez, a base de gallardía y de llamar cobardes o mentecatos a quienes no creen que todo consista en alzar la voz, en salir a la calle o en rodear al malvado. Las elecciones se ganan sabiendo ser distinto, proponiendo otros valores, fines atractivos y un horizonte de posibilidades y esperanza. En eso consiste la buena oposición, en tener una posición distinta.

Si luego eso se sabe vestir con inteligencia táctica, dando, sobre todo, las batallas que se pueden ganar sin dejarse llevar por la inercia de decir a todo que no, la política se convierte en una de las bellas artes, en algo creativo y hasta entretenido. Los automatismos son buenos para los ascensores y las señales de tráfico, pero la política exige finura, astucia y, desde luego, audacia, algo muy distinto de la codicia.

Foto: Tingey Injury Law Firm.

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J.L. González Quirós
A lo largo de mi vida he hecho cosas bastante distintas, pero nunca he dejado de sentirme, con toda la modestia de que he sido capaz, un filósofo, un actividad que no ha dejado de asombrarme y un oficio que siempre me ha parecido inverosímil. Para darle un aire de normalidad, he sido profesor de la UCM, catedrático de Instituto, investigador del Instituto de Filosofía del CSIC, y acabo de jubilarme en la URJC. He publicado unos cuantos libros y centenares de artículos sobre cuestiones que me resultaban intrigantes y en las que pensaba que podría aportar algo a mis selectos lectores, es decir que siempre he sido una especie de híbrido entre optimista e iluso. Creo que he emborronado más páginas de lo debido, entre otras cosas porque jamás me he negado a escribir un texto que se me solicitase. Fui finalista del Premio Nacional de ensayo en 2003, y obtuve en 2007 el Premio de ensayo de la Fundación Everis junto con mi discípulo Karim Gherab Martín por nuestro libro sobre el porvenir y la organización de la ciencia en el mundo digital, que fue traducido al inglés. He sido el primer director de la revista Cuadernos de pensamiento político, y he mantenido una presencia habitual en algunos medios de comunicación y en el entorno digital sobre cuestiones de actualidad en el ámbito de la cultura, la tecnología y la política. Esta es mi página web