Supongo que Mariano José de Larra y el ficticio Monsieur Sans-Délai (Señor Sin Demora) no se tomarían a mal que parafrasee el título del famoso artículo del periodista madrileño para titular esta pieza. Convencido estoy de que Larra no albergaba esperanza alguna de que la burocracia española fuera a mejorar un ápice un par de siglos después, pero también estoy seguro de que se sorprendería de que a día de hoy tenga en mi escritorio un listado de expedientes sin resolver entre los cuales figuran algunos del siglo pasado. Quién sabe que habrá sido de aquellas industrias. La cruda realidad es que obtener la licencia para realizar una actividad económica puede demorarse toda una vida.
Suelo repetir con frecuencia, para ilustrar lo que Larra denunció en su día, que mi primer proyecto «grande» tras finalizar mis estudios de Ingeniería Industrial sigue sin estar legalizado; esto es, aún no tiene licencia de funcionamiento, vaya. Sin embargo, yo no necesito recurrir a ningún espurio señor Sans-Délai. Mis clientes tienen nombre, apellidos y CIF en regla. Pagan sus impuestos y dan trabajo a muchas familias. En todo caso cabría explicar por mi parte qué entiendo por «proyecto grande», que en este caso no es más que un proyecto de construcción de algunos millones de euros que precisaba –y sigue precisando– de autorización del Ayuntamiento, además de la acometida de servicios básicos de diferentes consellerias.
Poco importó que fuera el propio Ayuntamiento quién discrecionalmente instara a mis clientes a abandonar sus antiguas instalaciones para poder realizar un Plan General de Ordenación Urbana a su gusto o que distintos alcaldes y concejales hagan uso de las instalaciones –se trata de un salón para eventos– con cierta frecuencia. Se trata de unas instalaciones que no existen legalmente y cuya explotación irregular mantiene en la cuerda floja a sus propietarios… ¡desde hace 17 años! A mí me queda el consuelo de que la gente nos felicite de cuando en cuando por la restauración del edificio donde se enclava, sobre todo porque se trata de un edificio de nueva planta que el menda y otros profesionales levantamos de la nada. El equipo hizo –y seguimos haciendo, qué remedio– su trabajo.
La construcción de un edificio se llevaba a cabo en los años 70 del pasado siglo con un documento de cuatro o cinco páginas, un presupuesto y unos cuantos planos. Hoy son necesarios cientos de folios, la mayoría copiados de otros proyectos y vacíos de contenido. El papel es el material más resistente. Lo aguanta todo
He trabajado mucho con y contra la Administración. Conozco el intrincado ovillo de vericuetos legales que obliga a ingenieros de todo tipo, arquitectos, ambientólogos y muchas otros profesionales a convertirse en traductores entre el obtuso lenguaje técnico-jurídico y las necesidades de las empresas. El ingeniero que más trabaja no es el proyectista o el calculista, es el papelista. Y es que entendemos como normal que unos señores puedan determinar a golpe de plano el valor de nuestras propiedades, calificándolas como rústicas o urbanas, asignando las superficies que son edificables en ellas y, por lo tanto, pueden ponerse a la venta. El precio de la vivienda es uno de los más intervenidos. Así nos va. Eliminen todos los planes de ordenación urbana e inmediatamente se acabará el problema de los elevados precios de las viviendas.
Asumimos sin rechistar que cuando alguien considera, por sus santas criadillas, que un edificio debe mantenerse en pie, es el propietario el que debe pagar la fiesta hasta el punto de obligar a levantar edificaciones que se han venido abajo por el desuso o por un incendio, sin dejar, por cierto, que se vuelvan a poner en marcha a través de una actividad empresarial, para al menos sacarle un rendimiento económico que pueda resarcir los gastos. Antes se murió el padre de mi vecino que pudo él deshacerse de la vieja fábrica que llevaba más de 20 años abandonada y saqueada, y que se vino abajo tras quemarse, porque casi no le quedaban piedras ni acero que la mantuvieran en pie. Eso sí, el Ayuntamiento de Valencia, obstinado, reclamaba una y otra vez que acometieran las obras o que ellos las llevarían a cabo cobrando su importe al muerto.
Mi vecino tiene la negra. Acaba de trasladar su negocio a un polígono industrial y se ha encontrado con que no hay alcantarillado. Nadie ha puesto en marcha la depuradora que costó seis u ocho millones de euros. Pero las tasas de las licencias de construcción o de actividad las cobraron, como se las han cobrado a mi vecino. Allí están las industrias.
He vivido casos muy sangrantes. El Secretario de la Junta Municipal de Ciutat Vella tuvo la desfachatez de decirnos a la cara a un tatuador de Valencia y a mí que no había voluntad política para que su negocio permaneciera abierto, después de seis años, sabiendo, como seguro sabía, que no se puede denegar una licencia si se cumplen con todos los requisitos que la ley marca. Para eso ya se inventaron las Declaraciones de Interés Comunitario, procedimiento no reglado, figura estrella del urbanismo valenciano que afecta a multitud de expedientes para la apertura de negocios y que básicamente se resume en “si no me da la gana, no te doy licencia”. El paradigma sin duda de cómo hacer de la indefensión jurídica, ley.
Siendo honesto debo hacer notar que hay muchos funcionarios que hacen su trabajo de forma diligente, se ajustan a lo que marca la ley y tienen por costumbre interpretarla a favor del ciudadano, lo digo en serio y con conocimiento de causa, pero la realidad es que el sistema burocrático es una enorme bola de nieve que aplasta cualquier atisbo de eficiencia enterrándolo bajo informes sectoriales, jurídicos o técnicos. El sistema está pensado para crecer de forma indefinida engullendo nuestras vidas.
De los que pasan de todo, incluyendo las leyes que rigen su trabajo, de los que te deniegan el Registro de Entrada, porque van tan atrasados en la tramitación de sus expedientes que no quieren más trabajo o de los tardan 10 meses en darte una cita para un expediente que lleva 5 años esperando, y que lo tienen el expediente incompleto porque alguien olvidó pasárselo íntegro, también hay muchos. Nadie me lo ha de contar: lo he sufrido en mis carnes; esto último, no hace un mes aún.
He nombrado al Ayuntamiento de Valencia, que es donde vivo, donde los expedientes se amontonan desde hace tres años. Las Consellerias no se quedan atrás. Seguro que habrán oído hablar de Madrid o Barcelona. Esto hace pensar que los estudios del profesor Bastos que sitúan el punto óptimo de las administraciones en torno a los 20.000 habitantes administrados, puede ser una buena aproximación. Así me lo dice también mi experiencia.
Que nadie se equivoque. Una licencia de obra o para llevar a cabo una actividad empresarial no es garantía de nada. Rellenar un montón de documentos, a base de corta y pega, dibujar un montón de planos, con la estética y el detalle que hoy permiten los paquetes informáticos, es un trabajo inútil. Cumplir las leyes, las de la física o la química, que se trasponen en reglamentos, no precisa de autorización. Los cables y las antenas, los pilares y las vigas son como han de ser porque así lo determina el método científico y es el empresario el primer interesado en respetarlo. Que levante la mano el que vaya a consultar al ayuntamiento la licencia de un restaurante antes de reservar una cena en lugar de echar una mirada a TripAdvisor. Nos fiamos más de las certificaciones privadas. Incluso la propia Administración, en algunos casos, cuando se ve desbordada por su propia burocracia, transige y solicita certificaciones de empresas privadas –que han de estar acreditadas por la propia administración, eso sí– y que son bastante más estrictas y efectivas.
Las licencias sirven para controlar y recaudar. Para multarte porque los usuarios de tu terraza invaden la fachada de al lado, mientras esperas dos años a que el pintor del ayuntamiento, de Valencia de nuevo, venga a pintarte las rayas que la delimitan. Has de ser camarero y policía. Las leyes en base a las que se otorgan las licencias no siguen un criterio lógico y normal. Los planes generales pueden decir que todos los edificios de una zona, existentes o no, deben achaflanar sus esquinas –sí, el lugar donde normalmente están los pilares que sustentan el edificio entero-, dejando fuera de la legalidad a multitud de bajos comerciales, que en su día fueron legales, e impidiendo por tanto que ninguna nueva actividad empresarial pueda llevarse a cabo legalmente en ellos.
Así ocurre en un municipio de L’Horta Nord, donde el Ayuntamiento no tiene más remedio que hacer la vista gorda sobre las leyes que el mismo dicta so amenaza de revolución vecinal y pérdida del sillón del alcalde. Podrían cambiar sus leyes, el Plan General de Ordenación Urbana, pero esto conlleva, como todo expediente que ha de pasar por varias administraciones, una tramitación superior a 10 años aproximadamente.
Desengáñese. La construcción de un edificio se llevaba a cabo en los años 70 del pasado siglo con un documento de cuatro o cinco páginas, un presupuesto, y unos cuantos planos. Hoy son necesarios cientos de folios, la mayoría copiados de otros proyectos y vacíos de contenido. El papel es el material más resistente. En él cabe todo, lo soporta todo y todo se puede justificar sobre él. Cumplir con la física, con la seguridad y ser un empresario pulcro y respetuoso con el medio ambiente y el entorno vecinal nada tiene que ver con obtener una licencia. Seguro que han recomendado a sus amigos más de una vez que vayan a comer a algún restaurante que no tiene su licencia en regla. Seguro. Y seguro que el que les causa molestias sí la tiene. Seguro. Esto va de otra cosa.
Imagen: Alexas_Fotos