El resultado de las recientes elecciones en Suecia ha constituido el enésimo toque de atención. Antes ya habíamos tenido constancia de lo mismo en casi todos los países occidentales, desde los grandes (Francia, Alemania, Italia) hasta los pequeños (Holanda, Bélgica), y eso por no hablar de que el Brexit, aunque con caracteres específicos, apuntaba y apunta en igual sentido. Del Este de Europa, empezando por Polonia y Hungría, mejor no hablar. Como dicen los sociólogos, más que los hechos puntuales de un momento dado, que pueden ser reversibles, importan las tendencias. Y la tendencia en todos los casos citados no deja lugar a dudas, por más que se utilicen conceptos diversos aunque a la postre convergentes: xenofobia, racismo, extremismos, populismo, nacionalismo, proteccionismo… En suma, una creciente y profunda desafección al sistema democrático establecido.
Observen cómo han recibido los medios de comunicación, las instituciones comunitarias europeas y buena parte de la opinión pública el susodicho balance de las elecciones suecas: “avance espectacular de la ultraderecha en Suecia”, “los ultraderechistas se perfilan como los árbitros de la política sueca”, “malestar en el Estado del bienestar”, “la ultraderecha se convierte en la tercera fuerza política”… “Resurge el fascismo”, decía un diario que se autotitula progresista para que no cupiera duda alguna. Es decir, en todas partes, toques a rebato, lindantes casi con el catastrofismo… Si eso ocurre en el admirado modelo sueco, ¿qué puede esperarse en el futuro inmediato en otros países menos desarrollados y más inestables?
Si eso ocurre en el admirado modelo sueco, ¿qué puede esperarse en el futuro inmediato en otros países menos desarrollados y más inestables?
Detecto en primer lugar una contradicción flagrante. No sé si ustedes la habrán advertido y les llama la atención como me pasa a mí. Al día siguiente de las elecciones, todos los diarios, radios, televisiones y boletines informativos en general abren con la noticia de los resultados electorales. Denominador común, como ya he señalado, el toque de alarma. Diré más: a menudo detecto una cierta delectación en el alarmismo. Los análisis más reposados rebajan el dramatismo presente pero en cambio acentúan las negras tintas –el pesimismo- con respecto al porvenir. Luego, a los dos días, desaparece el asunto, no ya de los titulares o primeras páginas, sino de las hasta hace poco llamadas páginas interiores o letra pequeña. A nadie parece importarle el asunto. O más bien, nadie se acuerda siquiera.
Se me dirá inmediatamente que eso pasa con todos o casi todos los temas de actualidad, incluso los de mayor impacto. La aceleración del tiempo que vivimos y la propia dinámica de los modernos medios de comunicación impiden que una misma noticia cope los informativos durante varios días. Hay excepciones, claro, como vemos de forma cotidiana con el conflicto catalán, pero no dejan de ser eso, situaciones singulares por múltiples motivos. Lo normal es que, por ejemplo, hasta los atentados más sangrientos y masivos se mantengan un máximo de cuatro o cinco días en primer plano. El periodismo actual se nutre de una urgencia atolondrada, así como de una sistemática impostación: como cada vez es más difícil atraer la atención, se necesita revestir de ropajes insólitos cualquier noticia, hasta la llegada de una borrasca.
¿Cuántas veces hemos oído que hay que adoptar disposiciones urgentes para que no resurjan los viejos fantasmas del Viejo Continente?
Ahora bien, concediendo que sea un defecto generalizado –o una constante inevitable, por expresarlo en términos neutros-, el diagnóstico no cambia, Yo diría que hasta se agrava, pues incide en uno de los grandes males de nuestro mundo. Me refiero a la inmediatez, la política del corto plazo, la búsqueda compulsiva de resultados inmediatos. O, lo que es lo mismo, la incapacidad para la reflexión sosegada, el menosprecio de la constancia y la relegación de las soluciones de índole estructural. La paradoja está precisamente en que cuanto más se olvidan estas últimas, más necesitamos enfatizar la gravedad de la coyuntura, poniendo así de relieve la vacuidad de nuestro análisis: si realmente creemos que la situación es tan explosiva como proclamamos, ¿cómo explicar que no se tomen medidas al efecto?
¿Cuántos años llevamos ya leyendo reacciones, comentarios y análisis semejantes o incluso intercambiables, frase a frase, a los que ahora han seguido a las elecciones suecas? ¿Cuántas veces hemos oído que hay que adoptar disposiciones urgentes para que no resurjan los viejos fantasmas del Viejo Continente? ¿Cuántas veces nos han alertado acerca del recrudecimiento de extremismos violentos, limpiezas étnicas, la intolerancia, el antisemitismo y toda la panoplia de actitudes que asociamos con las décadas centrales del siglo XX? Y ahora, díganme, frente a ese dictamen que a veces incluso se dramatiza hasta alcanzar tintes apocalípticos para llamar la atención, ¿qué determinaciones se han adoptado? ¿Qué planteamientos políticos para atajar el problema?
Se me dirá con toda la razón que no es asunto fácil, que nadie tiene la varita mágica, que ni siquiera nadie sabe muy bien cómo…. Bla, bla, bla… Todo eso es verdad pero creo que esa constatación se ha convertido en la coartada para no hacer nada. Claro, cómo no sabemos qué hacer, crucémonos de brazos. Vamos a esperar, como decía el otro, que el tiempo resuelva lo que nosotros aquí y ahora somos incapaces de resolver. El tiempo, sin embargo, lo único que hace es pudrir los asuntos largo tiempo pendientes. Siendo grave esta pasividad, esta inacción, más grave aún es lo que en mi opinión oculta: la indiferencia real, cuando no la complacencia o hasta la complicidad de determinadas élites europeas con la situación descrita.
En contraste con los ‘paganos’ de la globalización, esos sectores privilegiados de profesionales, ejecutivos y burócratas son los grandes beneficiarios de la complacencia
Indiferencia he dicho, porque estas élites se sitúan au dessus de la melée. Son las capas de la población que menos sufren la deslocalización, el desempleo, la inmigración masiva, el deterioro de los servicios sociales, las rebajas en las prestaciones sanitarias, los conflictos de sus hijos en las escuelas, etc., etc. Complacencia he escrito también, porque en contraste con los paganos de la globalización, esos sectores privilegiados de profesionales, ejecutivos y burócratas son los grandes beneficiarios de la misma. Y he aludido también a cierta complicidad, que es el término más arriesgado, porque muchos partidos del establishment, sean de derecha o izquierda, saben que es más fácil mantener el poder aireando el espantajo del fascismo y la ultraderecha. ¿O es que usted votaría a Marine Le Pen en vez de a Macron?
Conozco algunos casos de varios países europeos pero, por razones obvias, el que mejor conozco es el español que, además presenta circunstancias especialmente idóneas para reflejar el panorama de despropósitos que quiero trazar. Suele decirse que este es una rara avis en el contexto europeo –como siempre, se nos olvida Portugal-, porque aquí, afortunadamente no hay racismo, xenofobia ni ultraderecha en el Parlamento. El dictamen es muy discutible, por múltiples razones. Solo recordaré sin ir más lejos, que racismo, xenofobia, desafección y ultranacionalismo se dan de consuno ahora mismo en el independentismo catalán. Y no se trata solo de una amenaza, como en otros países europeos, sino de un movimiento que tiene el poder real, que gobierna contra la mitad de su población y con el Parlamento cerrado.
Añadiré un par de datos más: el buenismo, como ideología imperante en el debate público, impide en el conjunto de España una movilización con los rasgos presentes en otros países allende los Pirineos. Y, segundo dato, que nuestros populismos y grupos antisistema se legitiman en sentido opuesto, porque la izquierda radical, en contraposición a la ultraderecha, sí está aceptada social y políticamente. Con ello quiero decir en definitiva que carece de base el mantenimiento de una excepcionalidad española. Simplemente, la desafección hacia el sistema político presenta aquí caracteres no plenamente coincidentes con los estándares franceses o alemanes, con los que tanto nos gusta compararnos siempre.
Retomando en fin el hilo que nos ha conducido hasta aquí, la pregunta del millón es la de siempre: ¿qué hacer? Como mínimo, dos cosas: una, acometer reformas en la representación política para profundizar la democracia y adecuarla a los tiempos que corren y a las nuevas demandas sociales; segunda, repensar seriamente los límites y posibilidades de mantener un Estado del bienestar tal y como hasta ahora lo hemos concebido. Tanto una como otra cosa son incompatibles con las proclamas populistas, las ideologías buenistas, la universalización de prestaciones y la apertura de fronteras para todos. ¿Alguien está seriamente interesado en esto? Me temo que la xenofobia y la desafección tienen todavía mucho futuro.
Foto: Harri Kuokkanen