El fenómeno de la inmigración se ha transformado en uno de los ejes centrales de los debates públicos cada vez que se avecina una elección en Europa y es, probablemente, de los pocos temas en los que todavía tiene sentido afirmar que existen perspectivas de derecha y de izquierda. Sin embargo, la proximidad de Europa con África y el choque cultural que supone una inmigración mayoritariamente musulmana, hacen que ese conflicto tenga características y actores específicos que no aparecen cuando indagamos en los conflictos que la inmigración genera, por ejemplo, en Latinoamérica.

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Si tomamos el caso de Argentina, un país que acabó constituyéndose a partir de una inmigración mayoritariamente europea, cada vez que se sufre una crisis económica –algo que sucede a menudo, por cierto- aparece la inmigración como uno de los chivos expiatorios bajo la idea de que “los de afuera vienen a quitar el trabajo”. Siguiendo con el caso argentino, que en este momento, especialmente en la ciudad de Buenos Aires, ha recibido una enorme cantidad de inmigrantes venezolanos, los cuales o bien acaban manejando un auto de Uber o bien acaban siendo explotados con contratos temporales y en negro, los conflictos suelen darse en relación a la inmigración de países vecinos o latinoamericanos. De hecho, algunos memoriosos recuerdan la tapa de una revista, allá por el año 2000, en la que con una foto del emblemático obelisco de la ciudad y una bandera argentina de fondo, se podía ver a un individuo con fisonomía indígena, el torso desnudo y un diente menos, para titular “La invasión silenciosa”. A su vez, en la bajada del título se podía leer: “Los extranjeros ilegales ya son más de 2 millones. Les quitan el trabajo a los argentinos. Usan hospitales y escuelas. No pagan impuestos. Algunos delinquen para no ser deportados. Los políticos miran para otro lado”.

El mensaje de esa publicación representa a los ideales de una parte importante de la sociedad argentina más allá de que eso indigne a cierto progresismo que es políticamente correcto en el plano discursivo y aboga por políticas de fronteras irrestrictas pero al momento de mandar a la escuela a sus hijos, elige uno en el que no haya mayoría de compañeritos bolivianos, peruanos y paraguayos.

¿Acaso esa presunta xenofobia, sea en Europa o en Latinoamérica se aplica sobre alguna clase de extranjeros y no sobre otros?

Es que está mal visto ser xenófobo y, naturalmente, es para celebrar que así sea. Sin embargo, ¿es estrictamente xenofobia? ¿Acaso esa presunta xenofobia, sea en Europa o en Latinoamérica se aplica sobre alguna clase de extranjeros y no sobre otros?

La sospecha, entonces, es que lo que está operando allí no es exactamente xenofobia entendida como odio, rechazo y aversión al extranjero sino algo más específico. Quien notó esto y se encargó de difundir una nueva categorización fue la filósofa española Adela Cortina. Con perspectiva universalista y desde la particular mirada de una Europa en crisis más cultural y moral que económica, Cortina parte del dato del record de turistas extranjeros que visitaron España y que se viene superando año tras año (sin ir más lejos, la cifra llegó a 82.000.000 en 2018). Semejante número supone, naturalmente, ingreso de divisas, creación de empleo, etc. Dicho esto, Cortina se pregunta por qué no hay frente a estos extranjeros actitudes xenófobas. Y la respuesta es simple: porque, en general, se trata de extranjeros con un buen pasar económico. Esto muestra que el rechazo, la aversión y el odio, más que dirigirse al extranjero está dirigido al pobre. En este sentido, la tapa de la revista argentina a la que hacíamos alusión anteriormente no eligió poner a un alemán con rasgos arios o a algún caucásico empresario y/o microemprendedor. Ni siquiera hubiera puesto hoy a uno de los venezolanos que llegan hasta el sur del continente porque se trata, en general, de miembros de clases medias profesionales. Decidió poner a un descendiente de la zona del altiplano andino en una situación en la que denotaba pobreza. Si el problema no es la extranjería sino la pobreza, el término xenofobia debe reemplazarse por uno que específicamente represente estos casos, los cuales, por cierto, son los más comunes.

Frente a esto, Cortina entiende que el término adecuado es “aporofobia” porque “áporos”  significa “pobre”. En el libro donde Cortina desarrolla esta idea, llamado, justamente, Aporofobia, el rechazo al pobre, (publicado en 2017), la autora rebalsa de ingenuas, buenas y abstractas intenciones llamando a solucionar el problema con más educación e instituciones regidas por valores universales y comunicación democrática. Asimismo, en un salto sorprendente y extemporáneo decide buscar en resultados de la neurociencia una justificación para afirmar que nuestro cerebro es aporófobo, es decir, que hay una tendencia natural de lo humano hacia la aporofobia. Por estas razones es que lo más interesante del libro parece ser la novedad del concepto, (ya que precisa un sentimiento que muchas veces se confundía con la xenofobia pero era de otro carácter), y no la solución propuesta para la problemática ni mucho menos su justificación. En este sentido, aun cuando buena parte del libro quizás no valga demasiado la pena, si acordamos con Gilles Deleuze en que hacer filosofía es crear conceptos, Adela Cortina puede darse por satisfecha no solo por sus dotes creativas sino porque creando un concepto, permitiéndonos nombrar, nos ayudó a asir ese aspecto de la realidad que a falta del término correcto se nos escurría entre las manos.

Por último, un breve comentario sobre el subtítulo o bajada del libro. Es que efectivamente al título Aporofobia, el rechazo al pobre, se le agrega la frase “Un desafío para la democracia”.

En lo personal, en todo caso, considero que la aporofobia es sobre todo un desafío para el capitalismo antes que para la democracia, especialmente en el contexto en que la profundización de esta nueva etapa del capitalismo está generando un crecimiento de la desigualdad que deviene una verdadera fábrica de pobres. Así, en todo caso, antes que la aporofobia, lo que es un verdadero desafío para la democracia puede que sea, finalmente, el mismísimo capitalismo.

Foto: Martin Jernberg


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