Entre abril y mayo de 1520, varias de las comunidades de ciudad (o villa) y tierra de Castilla se levantaron contra los gobernantes dejados por Carlos I, quienes habían de administrar el reino mientras él viajaba a reclamar el trono imperial, y dado que su madre Juana, reina titular de Castilla, estaba retirada en Tordesillas y no ejercía su poder.

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Comenzaba así la llamada Revuelta de los comuneros.

Entre agosto y diciembre de 1520, los comuneros lograron controlar Tordesillas, donde mantuvieron una serie de entrevistas con la reina Juana, a quien invitaron a tomar la corona directamente, sin el intermedio de su hijo Carlos. Juana se negó, demostrando una habilidad política poco esperable de alguien que pasaría a la historia por su “locura”.

Los comuneros fueron derrotados el 23 de abril de 1521 en la batalla de Villalar. La ciudad de Toledo aún resistió a las tropas de Carlos, ya nombrado emperador, hasta febrero de 1522.

Pese a la derrota, los comuneros lograron un singular reconocimiento de la reina Juana.

Dado que su hijo Carlos era a la vez emperador por título propio, pero rey de Castilla bajo la titularidad de su madre Juana, esta doble posición, que Carlos estaba por encima de Juana como emperador y por debajo como rey, debía aparecer en todos los documentos que la Chancillería castellana emitiese a partir de ese momento.

No nos interesa saber cómo entendían las construcciones políticas los habitantes de la península Ibérica de tiempos pasados. Vale más imponer un discurso contemporáneo en la historia que respetar esa historia

El resultado es un encabezado, en los documentos oficiales, similares al que señalo a continuación, este fechado en Madrid el 1 de julio de 1540 (ojo, no porque Madrid fuera la capital del reino, sino porque la corte itineraba y en esos momentos estaba en Madrid).

“Don Carlos por la divina clemençia, enperador Senper Augusto, Rey de Alemania doña Juana, su madre y el mismo don Carlos por la misma graçia, Reyes de Castilla, de Leon, de Aragon, de las dos Sicilias, de Jerusalen, de Navarra, de Granada, de Toledo, de Valencia, de Galicia, de Mallorca, de Sevilla, de Cerdeña, de Cordoba, de Corcega, de Murcia, de Jaen, de los Algarves, de Algecira, de Gibraltar, de las islas de Canaria, de las Indias yslas e tierra firme del Mar Océano, Condes de Barcelona, Señores de Biscaya y de Molina, Duques de Atenas y de Neopatria, Condes de Flandes e de Tirol, etçetera.”

En el listado de las posesiones que gobernaban Carlos, como emperador, y Juana y Carlos como reyes, podrá observarse la ausencia de dos términos de gran actualidad en el siglo XXI: España y Cataluña.

Su ausencia es normal pues estamos en la primera mitad del siglo XVI y para ese entonces, tanto España como Cataluña son conceptos geográficos, no políticos. Esa carga política habría de llegar mucho tiempo después.

Para entender esa diferencia entre un uso geográfico y uno político, pensemos, por ejemplo, en los Balcanes. Cuando utilizamos ese término podemos estar refiriéndonos a la cordillera ubicada en el sureste de Europa, pero también al conjunto de países que están en esta zona del continente. No hay ningún estado que se llama Balcanes en sí. Pero sí existen numerosos textos que hablan de países balcánicos, reyes balcánicos o ejércitos balcánicos. Si, por ejemplo, en el siglo XXII los países de esta región se reunieran en un estado único llamado Balcanes, podrían hacer remontar su historia a muchos siglos atrás, pues desde hace muchos siglos atrás existe el término Balcanes que hace referencia a un conjunto de países, como espacio geográfico e, incluso, como área cultural, pero no como un estado consolidado. Obviamente, a un nacionalista del siglo XXII, este matiz, fundamental, entre lo geográfico, lo cultural y lo político, no le importaría mucho.

Un fenómeno similar, pero más avanzado, se está dando con el término Europa. Empleado desde hace siglos, desde el punto de vista geográfico, para referirse al continente noroccidental del Viejo Mundo, tras la Segunda Guerra Mundial, con el progresivo desarrollo de la unidad europea (primero la CECA, luego la CEE y ahora la Unión Europea), el término Europa va asumiendo un carácter político evidente, con la salvedad de que la Europa política, la Unión Europea, no incluye, de momento, a todos los territorios europeos. Quedarían fuera, entre otros, países como Suiza o buena parte de Rusia, países que han sido claves para entender la historia europea desde hace ya varios siglos.

Esto quiere decir que podríamos llegar al siglo XXII y que Europa fuera ya un país consolidado con algunos estados de ese antiguo término geográfico excluido.

Esta es la situación que, por ejemplo, tenemos con España. La vieja Hispania romana, que era sinónimo de la Iberia prerromana (en definitiva, de la península Ibérica), englobaba a los actuales países de Portugal, España y Andorra, aunque el término España ahora sólo se utiliza para una sola parte de la Hispania romana.

Es más, si la comunidad autónoma de Cataluña lograr su independencia, tendríamos el singular hecho de que lo que era la marca hispánica carolingia, que englobaba buena parte de Cataluña, lo que en el siglo IX era lo más español de todo, pues casi todo el resto de la península Ibérica era al-Andalus, dejaría de serlo en el siglo XXI.

En ese siglo XVI de los reyes Juana y Carlos, el término España, o Españas, o reinos de España, era un claro concepto geográfico y plural. Había varias Españas. Pero, al mismo tiempo, los españoles, los habitantes de la península Ibérica (ya fueran portugueses, castellanos, navarros o aragoneses), tenían ciertos rasgos culturales en común, que los distinguían del resto de europeos.

De ahí que cuando se referían a sí mismos fuera de la península Ibérica (cuando viajaban por el resto de Europa o por América) hablaran de españoles, aunque cuando tenían que especificar ciertas cuestiones políticas, no culturales o geográficas, utilizaban el término preciso. Los americanos que traían sus pleitos a Europa no iban a la corte de España, sino a la de Castilla. Ahí, marcaban claramente a que realidad política, que no cultural, se referían.

El caso de Cataluña sería similar. Para el siglo XVI aún es un concepto geográfico, pero no político. De ahí que entre los títulos, aparezca el de conde de Barcelona, pero ningún otro abarcando un área mayor del noreste de la península Ibérica, la actual Cataluña, dentro de la corona de Aragón.

Como en el caso de España, el término de Cataluña tiene una larga historia, aunque no tanto como el de Hispania-España. Cataluña aparece para finales del siglo XII-principios del siglo XIII, para englobar los condados de la Marca Hispánica. De nuevo, como categoría geográfica: el territorio de la Marca que no había caída en manos ni de los reyes de Aragón, ni de los de Navarra.

Para aquellos habitantes de la península Ibérica que vivían en el siglo XVI, parecía claro que ninguno de ellos vivía en un reino, principado, o cualquier otra forma política que se llamara España o Cataluña, empezando por los propios reyes, como muestran en el encabezado que he incluido en este artículo. Esa constante se mantendría durante los siglos XVII y XVIII, aunque en este último ya podemos hallar documentos oficiales donde se habla del España (y las Indias), sobre todo a partir de Carlos III.

Hoy no importa. No nos interesa saber cómo entendían las construcciones políticas los habitantes de la península Ibérica de tiempos pasados. Vale más imponer un discurso contemporáneo en la historia que respetar esa historia. Si la Unión Europea termina por constituirse en una realidad política única, dentro de unas décadas, el resultado será parecido. Los adalides del nacionalismo europeo podrán reclamar la Europa política desde hace siglos. Pero, de nuevo, qué importa lo que ocurriera en la historia cuando es tan sencilla reescribirla.


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Alberto Garín
Soy segoviano de Madrid y guatemalteco de adopción. Me formé como arqueólogo, es decir, historiador, en París, y luego hice un doctorado en arquitectura. He trabajado en lugares exóticos como el Sultanato de Omán, Yemen, Jerusalén, Castilla-La Mancha y el Kurdistán iraquí. Desde hace más de veinte años colaboro con la Universidad Francisco Marroquín de Guatemala, donde dirijo el programa de Doctorado.