En los últimos cien años, Occidente ha experimentado una profunda evolución: de una sociedad de propietarios y emprendedores pasó a otra dominada por gerentes, políticos, burócratas, técnicos y expertos, acompañada por un enorme crecimiento de la administración y de las atribuciones del Estado.
Nuevas élites tecnocráticas, caracterizadas por el conocimiento, la especialización, habrían sustituido a los antiguos capitalistas e impuesto su particular forma de concebir y gestionar la sociedad. Con una diferencia fundamental: las antiguas élites poseían una disposición a asumir riesgos para sí mismas muy superior a las nuevas.
Esta drástica transformación no solo alteró la estructura de poder sino también la concepción del mundo: se rompió con el pasado y se rechazaron muchas enseñanzas de los ancestros. Así, la ciencia social resolvería todos los problemas y los nuevos conocimientos construirán una nueva sociedad partiendo de cero, rompiendo ese hilo que une al pasado, prescindiendo de los principios y valores heredados.
Pero el imperio de la tecnocracia no ha sido tan brillante como se esperaba. Aunque alcanzó ciertos logros, las sombras han sido notables, conduciendo a Occidente a una postración, a una desorientación sin precedentes en la historia.
Uno de los elementos que ha empujado hacia decisiones erróneas, equivocadas o perniciosas es precisamente el cambio en el reparto de los riesgos. Al contrario que en el pasado, quienes tomas hoy las decisiones cruciales no suelen cargar con el riesgo ni los costes de sus decisiones; más bien los trasladan a otros.
Quién decide y quién asume el riesgo
Una de las diferencias fundamentales de la sociedad tecnocrática con respecto a las que la antecedieron es su particular asignación del riesgo entre quienes toman las decisiones y quienes las padecen. En el capitalismo tradicional, el empresario tomaba sus decisiones y… acarreaba con las consecuencias. Si acertaba, obtenía beneficios; si se equivocaba, pérdidas, incluso la quiebra. Todavía hay sectores de pequeñas y medianas empresas donde esto es así.
Allí donde soporta el riesgo quien decide, existe un potente incentivo a tomar decisiones prudentes y razonables
Allí donde soporta el riesgo quien decide, e incurre en costes si las cosas se tuercen, existe un potente incentivo a tomar decisiones prudentes y razonables. Algo similar ocurría en las sociedades medievales, donde el privilegio siempre venía acompañado por obligaciones. Si un rey o señor feudal declaraba la guerra… tenía que ser el primero en la batalla.
Pero el régimen tecnocrático, el imperio de intelectuales y expertos, ha invertido los términos en las decisiones sociales. Los directivos de grandes empresas privadas, no propietarios, toman decisiones que, si salen mal, perjudican sobre todo a los accionistas, no tanto a ellos, especialmente si tienen contratos blindados.
Cuando un experto social recomienda una medida equivocada, y los políticos la llevan a cabo, las consecuencias negativas recaen sobre la sociedad en su conjunto. El experto o el político ni siquiera suelen cargar con el oprobio del error porque el sistema muy raramente reconoce el fallo. Como mucho, admite que no ha funcionado porque no se aplicó con suficiente intensidad o porque no existió suficiente dotación presupuestaria.
Cuando el decisor no carga con todas las consecuencias de la acción, o con ninguna en absoluto, se genera lo que se conoce como «riesgo moral», esto es, un incentivo para que tomar más riesgos de los razonables. Por ejemplo, se observó en la pasada crisis la tendencia de muchos bancos a asumir un nivel de riesgo excesivo porque sabían que, en caso de apuro, el Estado acudiría en su ayuda: buena parte de las pérdidas recaerían sobre los contribuyentes. Como señalaba Thomas Sowell “es difícil imaginar una forma más estúpida o peligrosa de tomar decisiones que dejarlas en manos de gente que no incurre en coste alguno por equivocase”.
En su libro Skin in the game (2018), Nassim Taleb resalta la importancia de que quienes toman las decisiones asuman el riesgo de sus actos, algo que raramente ocurre hoy pues el poder se encuentra en manos de agentes como banqueros, ejecutivos de empresas (no empresarios o emprendedores), expertos y políticos, que traspasan el riesgo de sus decisiones a la sociedad. Al contrario que hace dos mil años, en el mundo romano, cuando el constructor de un puente debía permanecer un tiempo bajo la estructura; un fuerte incentivo para hacerlo lo mejor posible.
El tiempo: un juez concluyente
Además, el tiempo actúa como un mecanismo que selecciona las mejores ideas, sistemas, saberes y mecanismos pues los expone constantemente al riesgo, los confronta con la realidad. Por esto, sostiene Taleb con cierta sorna «si sigues un consejo de tu abuela o de tus mayores, la probabilidad de que funcione es del 90% (…) pero si lo lees en un libro de un científico del comportamiento, la probabilidad de que funcione es, como mucho del 10%, a menos que este consejo sea corroborado por la abuela o por los clásicos«. Es decir, al contrario de lo que intenta vender la propaganda, lo último «descubierto» en ciencias sociales no es necesariamente lo mejor porque, además de que sus autores arriesgan poco o nada, tampoco ha pasado la estricta prueba del tiempo.
El tiempo selecciona las mejores ideas, sistemas, saberes y mecanismos pues los expone constantemente al riesgo, los confronta con la realidad
La ruptura completa con el pasado tiene más inconvenientes que ventajas porque se desaprovecha una sabiduría que refleja siglos de experiencia, de prueba y error, de éxitos y fracasos que llevaron a la humanidad a adoptar unos usos y no otros. Aunque parte de ese acervo vaya quedando obsoleto con nuevos descubrimientos, otra parte importante perdura y continúa aportando enseñanzas útiles y productivas.
De ahí que los «clásicos» nunca pasen de moda, cuando se refieren a asuntos humanos (las ciencias naturales son un asunto distinto). Por ello, es necesario recuperar el método que caracterizó a Occidente en el pasado, un proceso en el que los nuevos conocimientos sociales se iban incorporando poco a poco al acervo cultural, tras pasar la prueba del riesgo y el tiempo.
Estamos inmersos en un mundo en el que se toman decisiones sin pensar demasiado, se promulgan miles de leyes, cuyo efecto a largo plazo se desconoce; tan sólo importa la reacción de la opinión pública en el muy corto plazo. Se trata de un entorno en el que recibimos constantemente consejos de expertos, sobre qué comer, como llevar una vida saludable, cómo hablar, cómo comportarse. Y lo más preocupante es que estos consejos suelen ser cambiantes en el tiempo: lo que un año es sano, un par de años después puede ser peligroso o viceversa. Son expertos que, según Taleb, hablan de democracia cuando la gente vota lo que ellos consideran oportuno; pero hablan de populismo cuando la gente contradice sus consejos.
Cuando las élites tecnocráticas saben que no debe pagar por sus desaciertos, se multiplican las medidas sociales pintorescas, arriesgadas o exageradas
La opinión es libre, pero deberíamos conceder un plus de credibilidad a aquellos formulan teorías asumiendo riesgo o costes por ellas. Por el contrario, restar validez a aquellos que lanzan propuestas o hacen predicciones alegremente, sin coste alguno, traspasando el riesgo a otros. Asumir las consecuencias de los propios actos ha funcionado históricamente como un mecanismo de control que desincentiva decisiones descabelladas. Naturalmente, no todos los que arriesgan son necesariamente sensatos o mesurados. Pero, al menos, sienten un freno, unos límites a sus acciones.
Sin embargo, ahora que las élites tecnocráticas saben que se encuentran a cubierto de las consecuencias de sus decisiones, que no debe pagar ni sufrir los desaciertos, se multiplican las medidas sociales pintorescas, arriesgadas o exageradas. Quizá por ello los profesionales, intelectuales y expertos, liberados de ese mecanismo de control, tienden hacia una irracionalidad superior a la que la esperaría en personas con tanta sabiduría y entendimiento.
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