Estaba echando las cuentas, porque una vez echadas las canas, empiezas a hablar más de pasado que del futuro, pero curiosamente tus predicciones sobre lo que vendrá se ajustan más a la realidad que las fechas que se agolpan en tu mente de aquellas historias que has repetido una y mil veces en las comidas y guateques con amigos y familiares. El LP “Morir en primavera” de Loquillo y Trogloditas me pilló con 11 años. Fue de los primeros que hice comprar a mi madre y siempre me viene a la cabeza cada Día de la Hispanidad. Contenía una versión de la versión de Paco Ibáñez de “La mauvaise réputation” de Brassens. Supongo que a ustedes les será familiar eso de En mi pueblo es pretensión, tengo mala reputación y quizá también aquello de Es la fiesta nacional, yo me quedo en la cama igual. Esa portada en blanco y negro y esos versos traducidos libremente se me hacen presentes cada 9 y cada 12 de octubre. Por lo valenciano y por lo español.

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La razón por la que no tenga demasiado apego a este tipo de celebraciones nacionales no se encuentra en ninguna Leyenda Negra o en un rechazo más o menos dogmático de la tradición o la historia de nuestro país – o de mi comunidad autónoma.  Es una suerte, visto lo visto, haber terminado naciendo en un país cristiano occidental, cosa que no hubiera sido posible sin el concurso, en principio, de Jaume I. Quizá otro rey de Aragón o de Francia hubiera expulsado a los árabes y las cosas hubieran sido similares. Sin embargo, puedo decir lo que digo y pensar como pienso, porque los hechos históricos ocurrieron de una determinada manera. Sin duda es preferible un país de tradición cristiana a uno musulmán en lo que a facilidad para prosperar y calidad de vida se refiere. Algo parecido podrían pensar en Sudamérica donde, las raíces indoamericanas son mucho más patentes que en la zona colonizada por los británicos, que prácticamente exterminaron a los pobladores originales y los pocos que quedaron fueron confinados a eso que llaman reserva. Por otro lado, podrían lamentarse de que no siguiéramos la tradición protestante, mucho más libertaria que la católica.

Las victorias deportivas de los equipos de mi ciudad o de las selecciones nacionales de cualquier deporte me son satisfactorios. Me revienta que traten de apropiárselos políticamente algunos, pero por sus propias características, son más universales y, por lo tanto, más difíciles de politizar, que todo lo que tenga que ver con Estado-Nación

No soy capaz de sentir orgullo por estos hechos. Sin duda me alegra haber tenido la fortuna de haber caído aquí y ahora, pero no se trata de orgullo. Puedo sentir orgullo por mis éxitos o por los de gente muy cercana, pero los éxitos de un extremeño, hace cientos de años, escapan a ese sentimiento.

Los reparos me surgen de la patrimonialización que se produce desde el poder del muy humano sentimiento gregario. Como seres sociales necesitamos sentirnos parte de un grupo y este hecho es explotado hasta la saciedad por quienes desean gobernar abusando del ciudadano en lugar de sirviéndole. A todo ello se une la natural inclinación que tenemos algunos a alejarnos de todo aquello que huela a organización estatal. Los desfiles y paradas militares se pergeñaron para mostrar a los de dentro y los de fuera cuan poderoso es el que manda y, si bien una prolongada época de paz en occidente ha originado, por suerte, que los ejércitos se dediquen en mayor medida a misiones de ayuda humanitaria, no podemos olvidar que son uno de los brazos armados de un gobierno que en España está encabezado, tiemblen si quieren, por Pedro Sánchez y Pablo Iglesias. Todos las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado están a las órdenes del Gobierno, como por otra parte debe ser en un país democrático. Cuestión distinta es lo que tengamos aquí.

Me hace mucho más feliz y me produce una satisfacción más próxima al orgullo que Rafa Nadal haya ganado su decimotercer abierto de Roland Garros. Las victorias deportivas de los equipos de mi ciudad o de las selecciones nacionales de cualquier deporte me son satisfactorios. Me revienta que traten de apropiárselos políticamente algunos, pero por sus propias características, son más universales y, por lo tanto, más difíciles de politizar, que todo lo que tenga que ver con Estado-Nación. Con esto y con un poco de familia y amigos, debería ser más que ser más que suficiente para saciar nuestros instintos más borreguiles, sin embargo, el fanatismo, espoleado sin duda desde lo más alto, también se apodera de muchos de nosotros en las decisiones que afectan a nuestra vida personal y económica.

Piensen por un momento en muchos de esos deportistas, campeones del mundo de lo suyo. No diré nombres, por no ofender sensibilidades. ¿A cuántos de esos deportistas les daría usted el PIN de su cuenta bancaria para que invirtieran como gustaran con los ahorros que usted pueda tener? ¿A cuántos les permitiría legislar sobre aspectos básicos de su vida? Si no le va el deporte piense en ese cuñado insufrible o en algún otro familiar o amigo, de esos que todos tenemos, maravilloso para irse de copas, pero al que no dejaríamos al cuidado de una planta de plástico. Ser de los nuestros, en cualquier sentido, no es en ningún caso garantía ni aval. No debería formar parte de ningún currículo y sin embargo hemos montado un sistema tremebundo y asfixiante cuya dirección otorgamos a unos cuantos por el mero hecho de ser parte de nuestra misma cofradía.

Si confundimos esa necesidad natural de cariño y aceptación que todos precisamos con la negación de nuestra propia personalidad para poder encajar en el grupo, jamás seremos felices. Esto es algo básico que todos conocemos. Sin embargo y pese a que lo sabemos nos parece de lo más natural obviar quienes somos y preferimos, en general, que alguien nos diga cómo hemos de ser o cómo hemos de comportarnos. Ceder nuestros derechos, ceder nuestra Libertad no es más que dejar que alguien controle nuestras vidas, a través de lo que nos enseñan o del lenguaje que se utiliza, mediante leyes que tratan de modificar ciertos comportamientos, no siempre de forma inocua. Es tanto como querer comportarnos de forma distinta a como nos nace, por el hecho de encajar. Bajo estas premisas, la celebración de pertenencia a un grupo, que es lo que es una fiesta nacional, no es más que la sumisión a un conjunto de reglas y normas alienantes. Por esto me escama.

Me siento mucho más unido a Hakan Gümüs, Linda Veenman, Sergio Maestri, Youko Lethi o Davide Calenda que a cualquier miembro del gobierno español. Todos ellos han formado parte de mi vida. También me siento mucho más próximo a mucha otra gente que lucha por cambiar las cosas y cuyos estándares no son los que dicta la ortodoxia pública actual. A mi familia y a mis amigos. A ellos sí puedo celebrarlos.

Tengan cuidado en dar a los suyos poder, en lugar de amor, comprensión y cariño. Pueden acabar convertidos en los criminales Sánchez o Iglesias y discúlpenme, —o no, tampoco me importa— que no me apetezca celebrar la existencia de instituciones que cada día me reclaman otra parcela de mi vida, de mi identidad, de mi forma de pensar y de mi dinero, porque alguien regaló a los de su banda más de la cuenta. Cuando la nación se hizo Estado, allá por el XVIII, a mi me entraron unas ganas tremendas de quedarme cinco minutitos más en la cama.

Foto: humberto chavez


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José Luis Montesinos
Soy Ingeniero Industrial, me parieron autónomo. Me peleo con la Administración desde dentro y desde fuera. Soy Vicepresidente del Partido Libertario y autor de dos novelas, Johnny B. Bad y Nunca nos dijimos te quiero. Escribí también un ensayo llamado Manual Libertario. Canto siempre que puedo, en cada lugar y con cada banda que me deja, como Evanora y The Gambiters.