A finales del año 2018 la directora polaca Agnieszka Holland presentaba su primera teleserie para la plataforma digital Netflix. Se trata de 1983, una ucronía sobre la historia de Polonia que nos sitúa en un hipotético escenario en el que el país del este de Europa se encuentra todavía sometido a las garras del comunismo. Algunos han querido ver en la TV un ataque de la directora hacia el partido polaco, Ley y Justica, de inspiración nacional-populista. Más allá de las lecturas contemporáneas que se puedan hacer sobre la serie, ésta destaca un hecho fundamental de la historia: las dictaduras, incluso las más sanguinarias y liberticidas, necesitan de valientes que se enfrenten a ellas. Si no hay nadie que ose cuestionar la tiranía está se perpetuará.
Etienne de la Boètie lo vio de forma muy clara a finales del siglo XVI cuando escribió su opúsculo sobre la servidumbre voluntaria. Holland, en su serie de TV, plantea acertadamente la misma cuestión: sin valientes como Lech Wałęsa y sin mártires como el beato católico Jerzy Popieluszko, brutalmente asesinado por la policía política polaca en octubre de 1984, difícilmente se hubiera podido operar un cambio político en el país. Pese a que el comunismo nunca gozó de una aceptación popular masiva, de hecho, fue el país del llamado Bloque del Este donde fue más abiertamente cuestionado por la población, el aparato represor del régimen, con la ayuda inestimable de la Unión Soviética y la inacción de las grandes potencias aliadas, se bastó para aplacar violentamente los anhelos de libertad del pueblo polaco. En 1956, 1968, 1976 y sobre todo en 1980 el comunismo pudo haberse convertido en historia del país báltico, sin embargo tuvo que ser un largo proceso llevado a cabo en la clandestinidad, el que acabara con la pesadilla.
Desde ya hace un mes los españoles vivimos en un estado de confinamiento motivado por la amenaza de una pandemia y por la negligente gestión sanitaria por parte de un gobierno, de cuyas verdaderas intenciones es legítimo dudar. Es difícil imaginar un gobierno tan inepto, tan contradictorio y errático en sus decisiones. Igualmente es innegable que se trata de un gobierno más preocupado por llevar a cabo una agenda política que desborda los límites marcados por la Constitución, tanto en los aspectos formales y procedimentales como en los puramente materiales.
Muchas medidas impuestas en el estado de alarma, junto la bolivariana agenda “social” del gobierno, van más allá de lo estrictamente necesario para contener los efectos de una pandemia y se encaminan cada vez con mayor claridad hacia los contornos de un régimen dictatorial en ciernes
Programas de nacionalización encubierta, estigmatización de la oposición política, control férreo de los medios de comunicación y sobre todo mentiras, toneladas de mentiras que el gobierno administra convenientemente con el indisimulado objetivo de manipular a la opinión pública en un sentido favorable a sus tesis. La propaganda gubernamental ya no sólo busca exonerar al gobierno de cualquier tipo de responsabilidad ante una gestión negligente, ahora se trata de movilizar a la opinión pública para que acepte pasivamente un cambio de régimen político sin ser preguntada al respecto.
Carl Schmitt en su obra La dictadura hace un repaso histórico de la institución, desde sus orígenes romanos hasta su concreciona histórica en la llamada revolución de octubre rusa. El dictador romano era un magistrado especial al que se le otorgaban unos poderes extraordinarios con la finalidad de sortear una situación de grave crisis para la república romana. Hasta el final del periodo republicano existió una gran desconfianza hacia dicha institución que se miraba con gran recelo pese a haber sido muy eficaz para impedir el colapso de la república en varios momentos de su historia.
Schmitt cataloga a esta primera dictadura de comisaria, es decir comisionada para salvaguardar un orden político que se encuentra amenazado. Con el gobierno omnímodo de Oliver Cromwell en la Inglaterra de mediados del siglo XVII, Schmitt cree que se comienzan a dar los elementos que configuran una visión moderna de la institución de la dictadura; como una forma de gobierno antitética de la democracia. Serán los temibles comités jacobinos durante la revolución francesa y sobre todo los soviets los que conferirán a la institución el carácter de soberana. A partir de ese momento la institución pierde su carácter instrumental y extraordinario para convertirse en una institución soberana que recaba para sí todos los poderes del estado en detrimento de la libertad de los ciudadanos.
Las modernas constituciones han querido recuperar el antiguo espíritu de la dictadura romana en la regulación de los llamados estados de emergencia constitucional. Para ello despersonalizan la atribución de esos poderes extraordinarios. Se confieren a instituciones no a las personas concretas. Como muy bien pone de manifiesto el profesor Aragón Reyes, antiguo magistrado del Tribunal Constitucional español, en un reciente artículo en El País, Pedro Sánchez está acaparando esas atribuciones extraordinarias que establece el texto constitucional, en una serie de comparecencias ante la prensa donde se está revistiendo de una legitimidad presidencial de la que carece. En una monarquía parlamentaria como la nuestra, la jefatura del Estado no está conferida al primer ministro sino al rey. Toda esa parafernalia y paternalismo insultante que exhibe en cada una de sus interminables comparecencias suponen una traición al espíritu de la constitución.
Por otro lado, como señalan cada vez un mayor número de juristas, las limitaciones en los derechos fundamentales (el último ejemplo la suspensión de la libertad de culto en la catedral de Granada) no están previstas en el estado de alarma sino en el de excepción que requiere de una aprobación previa por parte de las cortes generales. Este tipo de medidas, junto la bolivariana agenda “social” del gobierno, van más allá de lo estrictamente necesario para contener los efectos de una pandemia y se encaminan cada vez con mayor claridad hacia los contornos de un régimen dictatorial en ciernes.
El ejecutivo está utilizando una doble estrategia en su gestión política de la pandemia. Por un lado, lucha contra el coronavirus, con notable impericia y negligencia como ponen de manifiesto instituciones académicas como el Imperial College, y por otro lado busca hacer una política que desborda los márgenes constitucionales. Una buena parte de la ciudadanía, afectada por un sesgo cognitivo de carácter político-moral, acepta de buena gana que se recorten y pisoteen sus derechos. Haciendo uso de una concepción gnóstica de la política que concibe a ésta en términos dualistas de buenos y malos, se niegan a aceptar la evidencia de que su reacción sería la opuesta caso de que gobernaran los contrarios. Su juicio político está mediado por un filtro previo de filias y fobias.
Otra parte de la sociedad vive anestesiada en una burbuja infantil donde la cultura del aplauso acrítico en los “balcones” sustituye a una fiscalización vigilante hacia nuestros gobernantes. Demasiado tiempo viviendo bajo la égida de un régimen de infantilización creciente ha convencido a buena parte de la ciudadanía de que sus libertades y su bienestar no se pueden verse menoscabados por parte de un poder político al que ven como una instancia salvadora frente a sus contingencias existenciales. Como nos muestra la ucronía de 1983, la historia no está gobernada por fuerzas impersonales que determinan nuestro destino. Está en nosotros, como evidencia la experiencia polaca, rebelarnos e impedir que el poder conculque nuestros derechos y deje de ser un instrumento en favor de la convivencia para convertirse en una instancia que amenace nuestra existencia.
Foto: Pool Moncloa/Borja Puig de la Bellacasa
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