El optimista se distingue del pesimista no solo porque ve la botella medio llena sino, sobre todo porque confía en que su futuro tendrá más que ver con lo que él sea capaz de hacer que con lo que le deparen las circunstancias. Así, para empezar, resulta absurdo ser optimista porque se haya acabado un año que, según se repite, ha sido muy malo. Pero ¿qué es lo que ha sido malo en 2020? Es importante acertar con el diagnóstico porque estamos ante una de esas situaciones en las que es fácil que los árboles no nos dejen ver el bosque.

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Para empezar a responder esa pregunta recordemos, una vez más, a Epicteto: no son las cosas las que nos causan dolor y mal, sino las ideas que nos hacemos acerca de esas cosas. El optimista siempre se puede resguardar de los males más comunes con el escudo de la inteligencia que nos evita ser víctimas sin remedio, con el valor para analizar lo que nos pasa y que nos hace capaces de superarlo. La pandemia está siendo un mal, pero no es solo el virus el que nos causa tanto dolor, sino los abusivos y autoritarios sesgos políticos con que se ha instrumentado el tratamiento de la pandemia.

soy optimista, porque necesitamos serlo y recuperar cada uno de nosotros el aprecio a la libertad, a lo que conduce al verdadero progreso que alcanza a todos y no se reparte desde arriba, sino que empieza desde abajo

Hay que empezar por el final, por la muerte y por el sufrimiento y el temor que nos causan. Decía Borges que morir es una costumbre que sabe tener la gente, pero se nos quiere acostumbrar a que la muerte no exista, a que no se vea. La medida más eficaz, para sus propósitos, que el gobierno ha arbitrado con la pandemia ha sido la prohibición de fotografiar los ataúdes, la ocultación de cualquier imagen de los casi 80.000 compatriotas muertos. A la vez que se ha ocultado la muerte concreta y real, la que nos tocará a cada uno de nosotros, se han inflado las cifras que convenía exagerar a mayor gloria del poder político. Se nos ha informado cada día, pero la muerte de carne y hueso ha estado prohibida, oculta tras un montón de eufemismos, de aplanamientos de curvas, de porcentajes, de prolijas y confusas estadísticas sobre trasiegos hospitalarios, velada por completo tras el disfraz barroco de la información algo que ha permitido al poder político especular con nuestro estado de ánimo y apuntarse éxitos cuando le ha parecido, para hacernos creer que es nuestra única esperanza de salvación.

Dado que muchas personas no acaban de distinguir bien entre ocho y ochenta, reducir la muerte a números, y administrar las cifras, ha sido una invención portentosa, porque ha hecho que la realidad de la muerte se difumine ante la pretendía omnipotencia del Estado.

Los españoles hemos sido sometidos a una terapia hipócrita, irrespetuosa y brutal, que empezó afirmando que en el país con el mejor sistema sanitario del mundo habría, a lo sumo, dos o tres casos, para pasar luego a un estado de guerra casi legal, una guerra retórica y un confinamiento medieval de los que se nos liberó cuando convino, con un grito alborozado del Gran Timonel: “¡hemos vencido al virus!” porque la sabiduría y el poder del Gobierno que ahora trae y paga las vacunas había acabado con la amenaza del ARN desatado.

Toda esta estrategia se ha desplegado para conseguir un fin político, la sumisión, la disposición a aceptar cualquier clase de medidas por improvisadas, absurdas, arbitrarias o contradictorias que fueran, como el permiso para pasear perros, pero no niños, o la prohibición de deambular por bosques y campo abierto, o el disparatado jaleo de los arrestos domiciliarios, los ridículos horarios, lo que fuere, salvo permitir que lleguemos a creernos capaces de ocuparnos de nuestra salud, y todo ello para tomar, además, medidas inadecuadas y a destiempo. Cuando Sánchez vio que el asunto se le escapaba de las manos, se las lavó como Pilatos y se puso a hacer planes para apropiarse de la vacuna como si la hubieran inventado entre Duque y el chico listo de la Moncloa.

Todo se ha subordinado a convertirnos en una tropa obediente, como si la salud fuese un bien de Estado y no una cualidad personal. ¿No creen que si se nos hubiese dejado ver la cara real de la muerte y los hacinamientos de los hospitales la reacción de todos habría sido prudente y rápida? ¿No creen que habríamos adoptado todas las medidas de precaución necesaria sin la menor duda? Ha habido más interés en estabulizar las conductas y promover sumisión política que en conseguir eficacia real contra la epidemia. Por eso sigue siendo necesario ocultar el número real de muertes, para evitar estar en cabeza de la lista universal de víctimas por habitante (en la que ocupamos un destacadísimo lugar incluso con números tramposos) y en hacer que cierta prensa siempre dispuesta a reír las gracias del poder siga hablando con jactancia de que los EEUU encabezan la cifra de fallecidos (olvidando que su población es siete veces la nuestra) o de lo mal que les ha ido a los suecos (que han confiado en el sentido de responsabilidad ciudadana y apenas han impuesto restricciones) cuando su mortalidad está muy por debajo de la española.

Lo esencial, con todo, no son los números, sino la realidad que hay debajo, mucho más compleja que cualquier serie de cifras. La pandemia aún no ha terminado y es muy pronto para sacar casi cualquier clase de conclusiones, pero todo apunta a que no se podrá presumir con seriedad de que los excesos regulatorios que hemos venido padeciendo nos hayan librado de nada sustantivo, que hayan sido de modo indiscutible algo mejor que hubiera sido confiar en la responsabilidad personal y en la capacidad de todos para protegernos de la pandemia complementada con muy pocas reglas sencillas y claras cuya pertinencia todo el mundo comprendería, en lugar de este festival de disposiciones arbitrarias e incesantes que llevamos padeciendo casi un año. El virus ha servido para fortalecer un socialismo emocional básico que ignora a las personas y a su libertad cuando debería servirnos para ver que tenemos unos servicios públicos muy deficientes, un sistema de detección de enfermedades infecciosas inútil, una ciencia enclenque, y un clima político en el que lo único que importa en la realidad es la propaganda mentirosa.

La mentira más descarada y ridícula se ha convertido en alimento diario de la opinión pública y los periodistas la trasiegan como quien da pan a los pobres. Como ha escrito Rafael Núñez Florencio, ni siquiera es un baldón cuando se descubre in fraganti. Mentir se ha convertido en una inversión sin riesgos porque la credulidad ha sustituido a la credibilidad, ya que la demanda de coherencia y decencia ha descendido a mínimos, hasta el punto de que hemos asumido como lo más normal del mundo que, como ha subrayado Alberto Olmos en una columna memorable, el partido (Unidas Podemos) que niega la existencia de denuncias falsas en cuestiones de violencia de género recurra a una denuncia falsa de este tipo para librarse de un hombre honrado, para expulsar, contra todo derecho, a un testigo crítico y valiente de la corrupción de su aparato, … y aquí no pase nada.

Por todo esto, me apunto al optimismo. Estamos llegando a un punto de falseamiento de las cosas que ya no puede crecer y cabe esperar que se pueda engañar a muchos casi siempre, pero no a todos, y que habrá muchos que aprendan de la lección que nos están dando de propaganda interesada y mentira maloliente. Espero que una amplia mayoría acabe por comprender el descaro político con el que un gobierno incompetente ha convertido la salud pública en un argumento a favor de la sumisión, la credulidad y el abandono de nuestras vidas en las manos de unos sabios fingidos que se supone nos dirigen con misericordia y amabilidad. Este gobierno ha llegado al punto del esperpento al pretender que sus medidas se apoyaban en la ciencia cuando han sido un espasmo continuo que se ha pretendido atenuar con el discurso adormecedor y elusivo de un experto de ocasión cuya relación con cualquier verdad ha sido por completo accidental.

Una de las mayores paradojas de nuestro momento histórico es que se pretendan seguir considerando progresistas fuerzas que solo buscan el poder y el control, que quieren volver a sistemas autoritarios como si nunca nos hubiésemos liberado de las cadenas del atraso y el sometimiento servil. Esta crisis está siendo una amenaza para todos también porque las fuerzas que utilizan los Estados para controlar a los individuos están encontrando un apoyo muy fuerte en proclamas de salud pública y en el miedo inducido en los ciudadanos. Con su ayuda, pretenden un auténtico ocaso de la libertad más importante, que es la del juicio y la conciencia, en nombre de una supuesta eficacia social que arruinaría la capacidad de prosperar, en ciencia y en tecnología, en economía y en libertad, y con ello la posibilidad de alcanzar el mayor nivel de bienestar y dignidad, la igualdad por arriba, no por abajo.

Por eso soy optimista, porque necesitamos serlo y recuperar cada uno de nosotros el aprecio a la libertad, a lo que conduce al verdadero progreso que alcanza a todos y no se reparte desde arriba, sino que empieza desde abajo. Al progreso que detesta la coerción y el supuesto despotismo ilustrado de quienes quieren librarnos de los de arriba y para ello empiezan por subirse a nuestra chepa y arrebatarnos el fruto de nuestro trabajo, nuestros dineros. Y que quede claro, las vacunas no las ha preparado ningún ministerio ni ninguna agencia pública, sino una industria privada, competitiva y libre, y no con el dinero de ningún gobierno sino con la ayuda de los impuestos de todos dedicada con toda lógica a ganar en esta carrera contra la adversidad. Seamos, pues, todo lo optimistas que merezcamos ser.

Foto: Mahdi Dastmard


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J.L. González Quirós
A lo largo de mi vida he hecho cosas bastante distintas, pero nunca he dejado de sentirme, con toda la modestia de que he sido capaz, un filósofo, un actividad que no ha dejado de asombrarme y un oficio que siempre me ha parecido inverosímil. Para darle un aire de normalidad, he sido profesor de la UCM, catedrático de Instituto, investigador del Instituto de Filosofía del CSIC, y acabo de jubilarme en la URJC. He publicado unos cuantos libros y centenares de artículos sobre cuestiones que me resultaban intrigantes y en las que pensaba que podría aportar algo a mis selectos lectores, es decir que siempre he sido una especie de híbrido entre optimista e iluso. Creo que he emborronado más páginas de lo debido, entre otras cosas porque jamás me he negado a escribir un texto que se me solicitase. Fui finalista del Premio Nacional de ensayo en 2003, y obtuve en 2007 el Premio de ensayo de la Fundación Everis junto con mi discípulo Karim Gherab Martín por nuestro libro sobre el porvenir y la organización de la ciencia en el mundo digital, que fue traducido al inglés. He sido el primer director de la revista Cuadernos de pensamiento político, y he mantenido una presencia habitual en algunos medios de comunicación y en el entorno digital sobre cuestiones de actualidad en el ámbito de la cultura, la tecnología y la política. Esta es mi página web