Rabindranath Tagore, hijo de Calcuta, advirtió de la imposibilidad para alterar la esencia de nuestra humanidad desde el simple conocimiento del universo material. La esencia de las cosas no viene afectada por el conocimiento que adquirimos de ellas. Importamos la sabiduría de Aristóteles pero no su naturaleza. Podríamos decir lo mismo de la educación. Leer el Quijote no nos convierte en Cervantes de la misma manera que una receta de cocina no hace un caldo. La educación virtual iguala porque aplana. En ella nada crece porque nada puede decrecer. No hay síntoma de perfeccionamiento alguno pues constituye un instrumento convertido en fin. Lo virtual existe de una vez y para siempre. No progresa porque nunca hierra. No existen para ella cambios de horizontes.

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La educación es diferente. Educar es evolucionar; en ella, como evoca Víctor Hugo al igual que para la ciencia, rige lo relativo. Suyo es un movimiento incesante hacia el progreso. La educación encarna la acción refinada del espíritu humano. No es como el cuerpo que se conforma con ser lo que ya es. El genial Chesterton nos recuerda que nadie ansía un tercer brazo o cambiar un dolor de muelas por otro de cabeza. El cuerpo está satisfecho con lo que ya es. El único aprendizaje susceptible es el de los modales. Sabe lo que tiene que hacer y se abandona a la inercia de la costumbre. Esto es así, porque siempre fue así –reza su lema. El espíritu aspira, en cambio, a refinarse. No está satisfecho consigo mismo. Diferencia lo que las cosas son de lo que deben ser. Se abre al cambio y es objeto de mejora.

La educación humaniza. Su poder se consagra en el cuerpo ético de la sociedad. Conoce, y al conocer, conoce bien. Perfeccionándose rebautiza con un brillo más intenso el mundo de las cosas. Para ello hace necesaria la participación activa del conflicto. Solo así la educación se pone a prueba

La educación vive de la tensión con el mundo. No es la infecunda resistencia virtual a lo que aspiramos. En esta el estudiante corrige las formas pero no el fondo. Toma una cosa por la otra, comunica, conversa pero en ello no se palpa esa “tensión física” que trastoque su esencia. El cambio que consagra lo virtual se deshace en un trocar como el del mercado. No participa en el juego; lo dirige. Actúa como el director de una orquesta; forma parte de ella, sí, pero no produce ningún sonido; no se expone. Mientras que la educación es riesgo, exhibición y finalmente, alteración. Para ello la presencialidad es inevitable. ¿De qué otra forma tiene el estudiante para mejorarse? Los argumentos no cambian el destino de la gente y mucho menos el de los pueblos. Los reafirma en sus prejuicios, los ahínca a las costumbres milenarias; los fortalece en sus pasiones enarbolando actuaciones que al cambiar dejan las cosas inalteradas. La educación nos cambia; la virtualidad nos moviliza.

Nicholas G. Carr en su ensayo Superficiales subraya los efectos que Internet y el mundo de lo virtual están generando en nuestro cerebro. Y no son buenas noticias para la educación. La pantalla menosprecia la concentración en favor de la satisfacción de estímulos, renuncia a la memoria y al procesamiento intelectual de la información. El medio, que alcanza todos los horizontes del mensaje, desconcierta y anula la facultad crítica. La contemplación, la memoria y la concentración comulgan con cualquier gran idea; su ausencia, en cambio, precipita las cosas hacia la más vasta superficialidad. La red concentra reacciones conjugadas a golpe de impulsos lo que facilita la reputación de lo novedoso frente a lo relevante. Si tras un verdadero crítico hay siempre un poeta, nos recordará el viejo Shakespeare de Víctor Hugo, la frivolidad acostumbra el mayor desdén para los perezosos.

Pero hay más. La superficialidad viene precedida por la velocidad; o quizás sea al contrario. De cualquier manera es para la educación una nueva restricción en manos de un viejo enemigo. La virtualidad es enemiga de la realidad e intolerante a su densidad de estilos. Por eso todo en su mundo se acelera. Los días se ralentizan y el ritmo de vida se acrecienta. El presente se eterniza empequeñeciendo los horizontes del pasado y del futuro. La velocidad contrae las experiencias y ennegrece las expectativas. Por esta razón la historia se devalúa a la altura de la memoria y el destino se detiene en la utopía. En lo virtual, el sentimiento ocupa el lugar de la razón porque las ideas son firmes como una roca mientras que el corazón tiene libre jurisdicción. La velocidad es la bandera de la soberanía por virtud de aquella ley de afinidad que hace de un Borges admirar a Cervantes. El tiempo libre decrece a pesar de la aceleración tecnológica y en últimas embota la mente de ideas vacuas y al corazón de pasiones efímeras. La educación sucumbe a una espiral de aceleración donde el tiempo lejos de consumirse parece nunca agotarse.

La velocidad gobierna la persistencia de los dos sentimientos triunfantes en la virtualidad; la ansiedad y la melancolía. La primera trabaja en la insatisfacción perenne de no verse nunca cumplida. La aceleración no remite a fines con lo que impide la rendición de cuentas. Descorazonado, uno nunca logra saber hasta dónde y hasta cuánto ha merecido su trabajo el empeño aplicado. Por otro lado, la velocidad disuade la luz con la que el destino alumbra los pasos truncados del día a día. La vida se ensimisma, es decir, se llena de “sí misma”, sin otra relevancia que su ombligo.

Hartmut Rosa, un sociólogo de esos que no resuelve problemas sino que los ilumina, analiza cómo es posible que la aceleración tecnológica lejos de incrementar nuestro tiempo libre lo reduzca. La aceleración de la vida apresura la sociedad del mismo modo que la persistencia del yo es la sed del hombre para un olvidado Flaubert. La mal llamada educación “virtual” tiende a la apropiación de ideas y razonamientos mientras que la ilustración (presencial) los asimila. La educación es el desarrollo de la humanidad del interior al exterior. Igual que hace a un pan su panadero, amasa la sustancia y solo luego le da forma.

La virtualidad, en cambio, se apropia de la cosa, es decir, cambia de manos pero no se eleva. Reconoce el movimiento que va de un poseedor a otro pero es indiferente hacia el objeto. En la educación la entidad es atravesada como la flecha al Cid y encumbrada a otra esfera. La educación se forja por transformación, conquistando y humanizando la existencia material ¡Noble domesticación! Es susceptible a la ley del mejoramiento, y con ello, contraviene el trabajo horizontal de la pantalla. Suyas son las fases, el relieve, la superación y el esfuerzo denodado. No resbala; escala. Sus fortalezas no se codifican por la impresión sino por la inteligencia. Entonces, por obra de su espíritu elevado hace de la información conocimiento.

La educación humaniza. Su poder se consagra en el cuerpo ético de la sociedad. Conoce, y al conocer, conoce bien. Perfeccionándose rebautiza con un brillo más intenso el mundo de las cosas. Para ello hace necesaria la participación activa del conflicto. Solo así la educación se pone a prueba. La tensión cuestiona las creencias y hábitos, las ideas y propósitos; aparta la pereza y favorece la auto-exigencia. La pantalla, en cambio, confirma. Su acción es la de mostrar, mucho más que la de demostrar. Ajusta problemas pero no los arregla. Coloniza pero no civiliza. No entiende de conductas sino de reacciones y simplifica el bien a un pacto negociable entre contrarios. La vida virtual se hace más resolutiva y a la vez más insufrible. Los errores en la red son fallas, ni tan siquiera fallos. La “educación” a pantallazos no entiende de dilemas (éticos) sino de estériles alternativas; de ahí que la responsabilidad pierda todo su peso en favor de la “presencialidad” adosada a la imagen. Estar conectados se convierte en la única herramienta de celebración entre las partes. De ella no emana ningún principio activo de enseñanza dilatada como esa que hacía al viejo Sancho elevarse de los quijotescos campos de la Mancha. Es la educación arraigada a la existencia plena la única capaz de producir verdaderos tipos humanos.

Antonini de Jiménez, Doctor en Ciencias Económicas

Foto: Taylor Wilcox


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