El mundial no pudo salvarse de la sobreideologización del debate público; todo acto, por menor que sea, es atravesado por el interés en demostrar a qué ideología pertenecemos. No se trata de que todo sea ideológico sino de que los demás vean nuestra ideología en todo lo que hacemos. Un chiste, una comida, una muerte, un partido de fútbol. En todo tiene que quedar claro a qué facción defenderemos. No hay lugar para la duda y el disfrute anónimo es algo de lo que debemos avergonzarnos. ¿Qué es esto de estar pasándola bien sin que nadie nos vea? ¿Qué es esto de no opinar de lo que está pasando?
Opinar sobre todo como una imposición moral. “Si no dice nada es porque es de derecha”. En la era del ruido el silencio es sospechoso y escapa al algoritmo. El algoritmo tolera todo menos el silencio. Quien calla no es cancelable y en el ámbito público hay dos tipos de personas libres: los cancelados y los no cancelables.
La estupidez existió siempre pero antes teníamos que tolerarla solamente de boca de los periodistas, esto es, aquellos que tenían una máquina de escribir o un micrófono para expresarlas. Ahora la estupidez se democratizó y para colmo de males los medios tradicionales amplifican esa estupidez democratizada que proviene de las redes
“Somos lo que likeamos”. Por eso hay que tener cuidado con lo que se likea. Es que la identidad se autopercibe y se puede elegir. De ella se puede entrar y salir. Todos pueden ser otros salvo que alguna vez seas señalado por la moral biempensante y te cuelguen la letra escarlata. De ahí no se puede salir. Esa identidad funciona como cárcel con pena eterna y sin proporcionalidad. Es una identidad que no se autopercibe y que no es subjetiva. Por el contrario, es “objetiva” y solo es accesible a los dueños de las percepciones, los categorizadores que todo el tiempo nos dicen que categorizar es violencia.
La combinación entre una libertad de expresión que se transformó en una obligación de expresión y el hecho de que esa obligación de expresión esté siempre en sintonía con la moral neopuritana ya no solo asfixia sino que también aburre. La presión deviene cada vez más insoportable y poco elegante.
Si queremos ver el mundial de fútbol antes tenemos que sentar nuestra posición acerca de la monarquía qatarí, el petróleo, la prohibición del alcohol, el rol de la mujer y la discriminación al colectivo LGTB. Le pasó al cantante colombiano Maluma quien se levantó enfadado de una entrevista después de que el periodista preguntara y luego le recriminara su actitud de no condena a la monarquía qatarí; le pasó también a un jugador de la selección de Ecuador que en una conferencia de prensa fue consultado acerca de la violación de los derechos humanos en Qatar. Su estupefacción fue tal que giró su rostro hacia el entrenador pidiéndole ayuda mientras soltó un “es muy difícil”.
Si con nuestras palabras no alcanzara tenemos que asumir la estética correspondiente: brazalete, tatuaje, pañuelo, actitud, color o corte de pelo. Tanto se habla de la búsqueda de nuestra propia identidad interior y sin embargo se empuja a que las identidades sean, sobre todo, hacia afuera. Ser un ser para el otro. Si con la indumentaria y el estilo no alcanza hay que adoptar una forma propia del habla. Eso es lo que importa. Si habla con la E está de un lado. Si habla con la O está del otro. Recelamos de las vigilancias y señalamos al Estado o a las empresas privadas que por privadas son malas. Pero todo el tiempo le estamos diciendo al mundo a través de empresas privadas y a la vista del Estado qué somos y qué pensamos. Las identidades ya no se constituyen en el hacer sino en el mostrar que se hace. “Me hago siendo visto haciendo”.
¿Triunfo de la estética? En un sentido sí y en un sentido no porque al mismo tiempo ya no se puede separar la obra del autor. La estética subordinada a una ética y a una ideología que nos dice que todo es política. ¡Qué linda canción! ¿Pero el que la canta es negro o blanco? ¿Es mujer cis o trans? ¿Es varón hetero o gay? Solo el anonimato podría salvar al arte en estos tiempos. Es que toda firma tiene una historia que hay que investigar para sancionar. Porque seguro que algo tiene para sancionar. A todos les tocará. Incluso a los que hoy son los sancionadores. Así ha sucedido con todos los dispositivos de persecución. Primero inventan los enemigos. Luego inventan los traidores. La diferencia entre estar de un lado o del otro es un simple “no” a alguna de las imposiciones y las imposiciones son cada día más difíciles de soportar.
Antes se valoraba a la figura pública que pudiendo no hacerlo asumía un compromiso político (siempre y cuando fuera “de izquierdas”, claro). Ahora se la cancela si no lo hace. Su arte es lo de menos. Lo que importa es que “piense bien”.
Se exige coherencia pero el sistema cultural imperante no cumple el requisito. Por ello podemos ser universalistas y exigir DDHH en todas partes del mundo aun cuando estos se parezcan demasiado a los derechos occidentales y aun cuando determinadas imposiciones tengan el tufillo imperialista que nos encanta denunciar; y así celebramos al arquero de Alemania por llevar el brazalete LGTB y criticamos al arquero francés por negarse a ello apoyado en el principio (relativista) de respeto hacia otras culturas, el mismo que la moral inquisidora utiliza para justificar aberraciones de determinadas comunidades puertas adentro. Y se puede ser universalista o relativista pero no se puede ser las dos cosas al mismo tiempo. Si exportamos valores también debería haber consumo interno de los mismos.
Y si hablamos de incoherencias: ¿Cómo entender que los países europeos de fuerte tradición colonialista, incluso hasta hoy en día, vengan a darnos lecciones de qué principios hay que defender? Las vidas negras importan pero también importan los territorios que todavía están ocupados. Pero ello no está en la agenda de las ONG.
Por cierto, ¿sabemos algo de los qataríes? Nada. Solo sabemos que no dejan que nos besemos en público y que no nos dejan tomar cerveza. A eso se reduce hoy una “cultura”. En cambio, sí debemos consumir que todas las empresas quieran vendernos los productos de siempre pero con la cara de Messi. Y lo que es peor: también debemos aceptar que los que no gustan del fútbol nos amonesten, nos señalen que somos cómplices de la muerte de obreros y nos digan que, al fin de cuentas, el fútbol de hoy se reduce a 22 millonarios persiguiendo una pelota. Los que no disfrutan del fútbol, en algunos casos funcionarios, también nos dicen qué cosas debe cambiar el fútbol e indican cómo deben comportarse los jugadores, cómo debe alentar la gente en las tribunas, qué canciones se pueden entonar. Protocolizar y castigar. Un Foucault para el progresismo del siglo XXI.
La estupidez existió siempre pero antes teníamos que tolerarla solamente de boca de los periodistas, esto es, aquellos que tenían una máquina de escribir o un micrófono para expresarlas. Ahora la estupidez se democratizó y para colmo de males los medios tradicionales amplifican esa estupidez democratizada que proviene de las redes. Dichosos los tiempos en que la estupidez era un atributo aristocrático.
El mundial ha comenzado. Entre todo el ruido una pelota rueda y yo simplemente quiero sentarme a ver un partido de fútbol.
Foto: mali desha.