La política provoca con frecuencia el asombro, pero raramente podemos admirar la inteligencia, la generosidad o la nobleza de alguno de sus trances, sino su estupidez.
En España acabamos de vivir uno de esos episodios, el sainete del impuesto sobre transmisiones jurídicas y actos documentados, que producen pasmo, se cojan por donde se cojan, pero el óscar a la bobería se lo lleva que el enredo culmine, de momento, con una exhibición de impudicia fiscal y política acogida con aplauso casi unánime de los perjudicados. El resumen es simple, palman el Supremo, la Banca y los contribuyentes, y los políticos trileros recogen las rentas de tanta loa del público y, como se verá, las aplican con celeridad a abonar sus más altos intereses. Negocio redondo de tramposos a los que se aplaude como si fueran andantes caballeros en auxilio de doncellas indefensas.
Todo indica que el asunto acabará siendo otra oportunidad para socavar la democracia
Si se mira con cierta calma, el caso podría ser un apólogo moral que iluminase la conciencia cívica, pero la estupidez es una de las mayores fuerzas que gobiernan el mundo, y todo indica que el asunto acabará siendo otra oportunidad para socavar la democracia, si por democracia se entiende algo medianamente cercano a que sean los ciudadanos quienes decidan sobre los asuntos de importancia que les conciernen, porque, en efecto, toda la ridícula peripecia en torno a la escandalosa división del Supremo apunta en esa dirección, que una masa convenientemente aborregada por años de sumisión a las ideas más torpes acabará apretando un poco más el dogal con que se la sujeta.
Empecemos por el principio. Apenas se llama la atención sobre algo evidente: cuando se produce una disputa irresoluble entre un grupo de jueces acerca de cómo se interpreta una ley, ello solo puede deberse a una causa, a saber, que la dicha ley es un disparate contradictorio. El caso no asombra porque estamos acostumbrados a una plaga de leyes ininteligibles cuya única finalidad cierta es poder agarrar a cualquiera por el cuello en el momento en que pueda interesar. Si esto es cierto en general, resulta innegable en el caso de la legislación tributaria que está pensada habitualmente para que solo sea inocente quien nunca haya sido investigado.
El segundo motivo para el pasmo tiene que ver con que la muchedumbre de los indignados no sea capaz de caer en algo tan elemental como que los bancos solo tienen en esta farsa un papel muy secundario, son meros recaudadores, nos trincan el dinero para dárselo al fisco, que, en manos de políticos insaciables, ha puesto el grito en el cielo para denunciar a los Bancos por su voracidad, cuando nos estaban pegando mordiscos por encargo.
Los mismos demagogos que han subido ese impuesto sin piedad alguna, partiendo de que ya era el más alto de Europa, y bien conscientes de que recaía sobre los sufridos mortales que penan de por vida por conseguir financiación para su cobijo, se rasgan las vestiduras contra la crueldad de la Banca que ha cumplido escrupulosamente y con el debido disimulo sus demandas extractivas.
Con la Banca en posición equívoca, los políticos verbalmente implacables se han lanzado a degüello contra sus excesos por encargo y le quieren prohibir que repercuta el coste de las nuevas instrucciones sobre el cliente. Vamos, que se quiere imponer a la Banca la misma generosidad que todos practicamos con la venta de un bien cuando han subido los costes de producción, no subir el precio para no perjudicar los derechos del cliente.
Y aquí se produce una nueva fase de la majadería, porque, de manera tan hilarante como prodigiosa, crecen las multitudes que se enternecen ante el gesto gallardo de nuestros libertadores, ante el milagro de que nos hagan semejantes favores, eso sí, sin renunciar a sus legítimos beneficios, sin bajar los impuestos, faltaría más. Este entusiasmo popular con la generosidad y el altruismo del Gobierno da fe de que los poderosos han alcanzado sus conquistas más arduas, ya han conseguido que los infelices crean en su omnipotencia, y es milagro que, de momento, al menos, no les reclamen la suspensión de la ley de la gravitación universal, tan molesta y antidemocrática como resulta.
El patinazo del Supremo era pintiparado para dar un nuevo bocado a la insumisión de la Justicia
Los políticos trileros saben aprovecharlo todo del cerdo muerto, no desperdician ni el rabo, y no era cosa de no sacarle la debida punta a una peripecia tan favorable. El patinazo del Supremo era pintiparado para dar un nuevo bocado a la insumisión de la Justicia, a su atrevido gesto defendiendo el orden constitucional frente a la insaciable ambición de políticos chapuceros y escasos de votos.
Los jueces del Supremo se han pegado un tiro en el píe, a saber con qué intenciones de algunos, tal vez sin reparar que las piedras que caen sobre su tejado son de las que provocan boquetes irreparables. Un Tribunal Supremo dividido y sometido a la sospecha de ceder la vara de la Justicia ante presiones políticas es un manjar demasiado exquisito para quienes buscan desprestigiar la decencia y credibilidad de la Justicia, para mostrar que esa institución tan escasamente flexible es un obstáculo que se ha de remover para poder proseguir con libertad la política del trile, para que la Nación constitucional unida y solidaria se esfume ante las demandas de los supremacistas y los miopes intereses de los que confunden a la izquierda y al socialismo con una coartada para seguir al mando, aunque sea de un hato de ganado como decía Sancho Panza.
El presidente del Gobierno, un doctor mancillado por algo más que una sospecha de plagio burdo y ciencia cantinflera, se ha permitido sermonear al Supremo, exigirle autocrítica, preparando el terreno para cuando decida declarar nulas las penas que se puedan imponer a los golpistas de Cataluña. El previsible indulto sanchesco, que se presentará como un acto de generosidad para corregir las rigideces y sevicias políticas de la Justicia, convertirá a los supremacistas en benéficos defensores de un orden menos rígido, de una España tan flácida y fantasmal como la ciencia económica del líder de ese socialismo de garrafón, como lo ha llamado Savater, que ahora mismo nos aflige.
Han aplaudido el cínico oportunismo de un Gobierno dispuesto a un decretazo sin sentido y anticonstitucional con tal de que siga el jolgorio y la ceguera
Fíjense los que sin pensárselo demasiado han jaleado las rechiflas al Supremo en qué trampa están cayendo. Han olvidado a quién pagan, confundiendo a los meros recaudadores con los beneficiados, han aplaudido el cínico oportunismo de un Gobierno dispuesto a un decretazo sin sentido y anticonstitucional (puesto que no se puede afectar a determinados derechos sin modificar ley) con tal de que siga el jolgorio y la ceguera. Los populistas y demagogos de ocasión que aplauden este pedrisco contra la independencia de la Justicia, pese a que los jueces no han dictado esa norma ni ninguna otra, están contribuyendo a que el Gobierno pueda maniatarla justo cuando los tribunales han dado muestras de valor y decencia defendiendo el orden constitucional que a todos nos protege y que parece resultarle estrecho a nuestro economista de alpargata.
La estupidez se ha hecho soberana, y, si no se remedia pronto, procederá a legitimar la definitiva reducción de los españoles a una condición de mansos, memos, obedientes y entusiastas de la majeza de sus rabadanes: sería de mucha risa sino resultase ser de llanto.
Foto: Marta Jara