Suele ser una constante, cuando hablamos de sanidad pública, que los detractores menos avezados y más osados del desempeño privado espeten sin pensárselo dos veces que en Estados Unidos la gente muere a la puerta de los Hospitales. Poco y mal hablaría esta mentira repugnante, caso de ser verdad, de la catadura moral de los profesionales médicos del país americano. No creo que haya un solo médico en el mundo que se niegue a atender a un moribundo, contando además con los medios adecuados a su disposición. Son otras las cuestiones, mucho más burocráticas y administrativas, las que se le pueden achacar al sistema médico de aquel país, cuyo gasto público per cápita en sanidad, por cierto, multiplicaba casi por cinco el español en 2019. Anoten en la sesera, ya de paso y en caso de que no lo tengan aún grabado a fuego, que más gasto no equivale a mejor desempeño.
Como las personas, que no son perfectas, sus agrupaciones, bien sea como país, tribu, nación o Estado, siempre adolecen, de algún modo, de ineficiencias, trastornos y desajustes, que pueden ser leves minucias que en poco afectan a la vida de los agrupados o acabar convertidas en totalitarismos y dictaduras, que se llevan por delante las vidas y las posesiones de quienes no pueden largarse a tiempo. Así, si bien el país de las barras y las estrellas poco sirve como modelo de gestión sanitaria, conviene, cuando hablamos de federalismo, echar un ojo al funcionamiento de los estados que lo componen, para instruirnos de lo que significa una gestión descentralizada, mucho más efectiva y real de la que tenemos en España.
Si prestamos atención, por ejemplo, en los datos de mortalidad por Covid-19, descubriremos que en estados con altas restricciones y lockdowns recurrentes y estrictos como Nueva York, tenemos mortalidades superiores a otros más laxos como Florida o Texas
A través de esta descentralización podemos estudiar como modelan la realidad los comportamientos de las personas o las disposiciones legales que se acuerden, dentro de un marco de convivencia común, pero con importante variabilidad en muchos aspectos. Si prestamos atención, por ejemplo, en los datos de mortalidad por Covid-19, descubriremos que en estados con altas restricciones y lockdowns recurrentes y estrictos como Nueva York, tenemos mortalidades superiores a otros más laxos como Florida o Texas. En concreto, teníamos a fecha de ocho de febrero una incidencia de 230 muertos por cada 100.000 habitantes en el estado imperial, por los 136 de los de la Estrella Solitaria o los 129 de la caribeña Florida. Este botón de muestra puede servir como guinda para desmontar cualquier correlación pastelera entre las medidas liberticidas y los efectos del virus.
Sin embargo, resulta descorazonador que por más que la realidad se empeña en arrojar su veredicto, los ciudadanos vivamos ciegos a ella, de forma consciente o no. No me cansaré esta vez en glosar de nuevo las atrocidades informativas que sufrimos a diario y que afectan tanto a nuestra percepción como a nuestro ánimo. Nos encontramos en un sorprendente momento en el que pese a tener al alcance información suficiente para evaluar la acción del gobierno, un amplio porcentaje de contribuyentes, que incluso en su honda intimidad saben que esto que contaba en el párrafo anterior desmonta cualquier relato que se aplique para sustentar el liberticidio constante en el que estamos inmersos, se dejan guiar por sus miedos más irracionales y dan por buena cualquier cosa que les cuenten, siempre que se la cuenten de forma tranquilizadora y aunque esta sea fuertemente represiva.
Hay cantidades ingentes de datos fácilmente accesibles que echan por tierra todo lo que se ha venido proponiendo no solo en España, si no a nivel mundial, pero es bien cierto que preferimos bebernos una y mil veces el Bálsamo de Fierabrás, antes que asumir algunas verdades incómodas. Beberemos arena, si es preciso, antes que corregir nuestro voto o asumir nuestra responsabilidad individual. Demostrados haraganes, cuyo infame trabajo no echaríamos siquiera a los cerdos para que lo cubrieran de purines, se convierten en seres de luz cuando nos dicen como hemos de comportarnos para no caer enfermos y así poder ser gente de bien. Aquel grupo de personas que ayer eran malvados gobernantes, hoy han visto la zarza ardiendo y hablan ex cátedra desde la mismísima silla de San Pedro. Hemos doblado tanto la cerviz que difícilmente podremos ver de nuevo las estrellas.
Cómo somos capaces de hacer juegos malabares con nuestra ignorancia, nuestras críticas al poder y la cobarde aceptación de las reglas que nos imponen, es algo que dejo a la psicología. Llenos están ya los divanes, mientras no obliguen también a cerrar las consultas profesionales, de disonancias cognitivas entre lo que es y lo que debiera ser. En un futuro próximo intuyo que habrá quien pueda especializarse en arreglar las averías mentales producidas por este deseo masoquista de que nos abofeteen constantemente unas amas totalmente incompetentes, mientras callamos la palabra de seguridad, aunque quisiéramos decirla, por creer que fuimos nosotros los que las elegimos. Ayer ya era buen momento para decir basta.
No creo que sea posible obviar eternamente lo que nos muestran nuestros propios ojos. Quizá estemos esperando a que pase el chaparrón y salga de nuevo el sol, iluminando bares y plazas. Sin embargo, la tormenta parece no acabar y hay que meditar profundamente la posibilidad de que, si ahora han pagado ya hosteleros y comerciantes, mañana pueden ponernos el platillo delante a nosotros para pedirnos (más) aguinaldo. La excusa de vivir la vida sin molestar demasiado se me antoja cada vez más caduca y fuera de lugar. Por otro lado, el miedo jamás fue un buen pretexto de nada.
La coherencia no es la virtud más asequible a las mentes fútiles, sin duda, y quizá por eso tampoco se trabaja mucho en una escuela que enrasa por bajo. Así podemos pasar por la vida gritando lo diabólicos que son mientras nos bebemos el desierto que nos proponen por no levantarnos a la nevera.
Foto: Engin Akyurt.