La crudeza de las imágenes de la guerra hizo que una parte del auditorio no prestara demasiada atención al semblante serio de Antonio Pampliega. Al término de su ponencia, respondió a mi agradecimiento con un abrazo y con la sonrisa afligida de quien acaba de someterse a un drenaje emocional tan liberador como doloroso. Y es que el precio que pagan los reporteros de guerra no se mide en un pequeño incremento de su discreto salario por arriesgar su vida, sino en el número de cadáveres que traspasan los objetivos de sus cámaras para caer en el fondo de sus pupilas; en lamentos que sacuden tímpanos y conciencias; en kilos de preguntas, desasosiego y horror que cargan en sus maletas y en el recuerdo. En definitiva, se mide en todo aquello de lo que la lectura nos exime: la propia guerra, que se nos entrega dosificada, resumida, novelada y hasta edulcorada. Somos los afortunados que nacemos en esa parte del mundo donde no llegan las balas, sino imágenes ante las cuales, ya sea por acumulación o por el automatismo de cambiar de canal, nos volvemos testigos indolentes. Pampliega lo describió como una barrera invisible: a un lado el silencio de la guerra. ¿Y al otro?
Los últimos meses han sido intensos en la sección internacional de los periódicos. América Latina en pleno seísmo político y social: a los sucesos en Puerto Rico Chile, Bolivia, Colombia se añade la incertidumbre sobre Argentina tras la marcha de Macri y las maniobras de Lula y Rousseff en Brasil. En Asia, el foco mediático se ha concentrado sobre Hong Kong y el diálogo arancelario entre China y EEUU. Tampoco han faltado portadas para el cambio climático y el color de la goma de las trenzas de Greta Thunberg. Y, en el recodo de lo mediático, una fotografía de una pila de cadáveres de cristianos nigerianos listos para que hagan con su maltrecho cuerpo lo mismo que llevan años haciendo con el genocidio que sufren: echar tierra por encima.
Los mismos que se echaron las manos a la cabeza por no haber sabido actuar a tiempo en Ruanda cruzan ahora los brazos ante una barbarie por fascículos
Olvidado el secuestro de Chibok perpetrado por Boko Haram en 2014 –quizá les suene por la campaña Bring Back Our Girls–, Nigeria acumula años de disparos a quemarropa, machetazos e incendios de aldeas. Matanzas, todas ellas, condenadas en vano por el secretario general de la ONU –los mismos que se echaron las manos a la cabeza por no haber sabido actuar a tiempo en Ruanda cruzan ahora los brazos ante una barbarie por fascículos–. Siguiendo los pasos de Boko Haram, grupos armados de la etnia fulani están llevando a cabo una auténtica carnicería de cristianos que ha sido descrita por medios de comunicación como El País – si acaso se le puede considerar como tal – de la siguiente manera: “Los pastores fulani llevan sus reses por todo el país en busca de pasto para el ganado y a veces destrozan campos de cultivo de granjeros cristianos locales, en peleas constantes en la zona central de Nigeria, en las que han muerto miles de personas en los últimos años.” Destrozando, a veces, campos de cultivo de granjeros cristianos, resulta que han muerto miles de personas que probablemente discutían por un fardo de paja, según esta versión de los hechos. Sin embargo, las víctimas se están contando de un único lado y caen en las fosas comunes como granos de arena de un reloj que no se detiene.
Los muertos se cuentan por miles, pero los ceros de los cristianos se ponen a la izquierda, especialmente de aquellos que han conocido el infierno en vida de manos de islamistas radicales decididos a dibujar el mapa de África con sangre. Cierto es aquello de “la historia se repite”: fieles a la tradición, incorporamos el lavatorio de manos y, si sale a cuento, de la realidad. El drama que vive Nigeria nos ha ido llegando en pequeños reportajes que, tras pasar la barrera de la barbarie, ha descubierto lo que había al otro lado: más silencio. El de la indiferencia.
Permítanme adelantarme a un comentario con el que estoy de acuerdo y que es común encontrar ante artículos como el que hoy escribo: “es imposible estar al tanto de todo lo que sucede en el mundo y comprensible que nos impacte más aquello que nos resulta más cercano”. Pero permítanme también añadir, no como objeción sino aludiendo a algo que trasciende esa circunstancia, que hay muertos a los que se les saca más provecho que a otros. Y de estos de los que les hablo no se conoce lucro alguno. Les encontrarán junto a noticias relacionadas con el reconocimiento a las víctimas de la caza de brujas de 1610 por parte del Parlamento navarro, las peticiones de presidentes latinoamericanos de una disculpa los abusos de la conquista al rey de España o los comunicados de la mezquita de Sevilla que la exige por la reconquista.
Habrán escuchado decir a más de un periodista que las noticias reflejan aquello que nos interesa. Últimamente, viendo esta esperpéntica mezcla, tengo la triste idea de que no nos preocupa la muerte, sino que el cadáver se pueda enarbolar. Juzguen ustedes mismos.
Foto: Hasan Almasi