Leibniz que era un optimista ilustrado, y nunca mejor dicho, pensaba que llegaría un momento en que cuando dos filósofos se pusieran a discutir se dirían: “¡Calculemos!”. Su pronóstico no se ha cumplido, es evidente, pero lo peor no es que haya habido un desajuste temporal en el logro, es que caminamos justo en sentido contrario. El mundo que ha surgido después de la Ilustración muestra una acusada tendencia a la oscuridad, a ciertas formas exacerbadas de relativismo y a dogmatismos de diversa laya, posiciones todas que confluyen en la convicción de que la única función respetable del lenguaje es el engaño. De manera un tanto paradójica se profesa la creencia en que no existe ninguna clase de verdades objetivas, ni calculables ni incalculables, pero que se puede engañar a cualquiera, que disponemos de un arsenal inagotable de verdades alternativas, de forma que todo es, al final un fake a favor del más poderoso.
Estamos muy lejos de Leibniz por muchas razones, pero, entre otras, porque las tecnologías de información y comunicación, que tan extraordinarios servicios nos prestan, pueden emplearse, por desgracia, para eludir y reprimir el pensamiento, para olvidar la memoria personal y someterla a la dictadura de los datos, para evitar que calculemos, y esa pérdida de capacidad de calcular es sinónimo de una merma evidente de libertad.
No es infrecuente que la pereza con el cálculo vaya asociada con la creencia en que hay un inagotable maná de fondos públicos que no se reparten con la debida generosidad debido a la corrupción y a la maldad intrínseca de los empresarios y otros facinerosos
Pondré un ejemplo muy simple: cualquiera ha podido notar que desde que Trump ha sido desalojado de la Casa Blanca, las televisiones no insisten tanto en el desastre de la pandemia en los E.E.U.U. Ese escándalo farisaico, se repite a veces hasta con Biden, porque en la izquierda española (y, por cierto, en la extrema derecha nacional) siempre quedará la sospecha de que los americanos son muy perversos y se considera lógico pintarrajear su imagen y hacer como que les va muy mal. Ayer mismo la agencia EFE, que es pública, volvía a llevar a portada la alarmante noticia de que los muertos por la covid-19 en los Estados Unidos eran 467.918 y los contagios 27.184.813, como si fueran cifras alucinantes. Un sencillo cálculo bastaría para mostrar que, puesto que la población de ese gran país es casi diez veces la nuestra, tampoco es que tengamos mucho que enseñarles con nuestros números, por mucho que la oficialidad se empeñe en seguir dando cifras muy afeitadas.
Entre nosotros no es que se calcule mal, es que nos dispensamos de esas molestas comparaciones, en especial si de lo que se trata es darnos el gusto de presumir. Dos ejemplos más de falta de respeto al cálculo, a los datos de verdad. Son de la televisión, que es muy dada a lo cualitativo. En un reportaje veo al señor gerente de un hospital dar por hecho que nuestra sanidad es de las mejores del mundo, pero nadie le pregunta de dónde ha sacado un dato tan precioso. En otra cadena, para alabar a un meritísimo chaval de 16 años que ha construido un pequeñísimo satélite de comunicaciones en su casa, y con algo menos de mil euros, se comentaba que el satélite sería capaz de llevar internet a las más oscuras y alejadas aldeas del universo mundo, es decir se unía la ignorancia con la presunción moral. Pena que no haya visto la noticia el señor Musk que está empeñado en tener una red de miles de pequeños satélites para conseguir lo mismo que, según la tele, va a lograr este fenómeno nacional, con el inconveniente adicional de que el malvado empresario americano, que en realidad es de Sudáfrica o sea que casi peor, pretende ganar dinero y cobrando sus servicios a la pobre gente.
No es infrecuente que la pereza con el cálculo vaya asociada con la creencia en que hay un inagotable maná de fondos públicos que no se reparten con la debida generosidad debido a la corrupción y a la maldad intrínseca de los empresarios y otros facinerosos. Y a esta mentalidad tan generosa se la azuza de manera insistente con mil amenazas, todas ellas basadas en trucos de cálculo, es decir en confundir a los números con los deseos. Como la gente ha empezado a comprender que este virus que nos azota parece difícil de contener y tiene el miedo que corresponde, hay quienes se encargan de subrayar que sus males se quedan en nada en comparación con los millones de muertos que produce la contaminación, el calentamiento global, el deterioro del medio ambiente, los coches de gasoil y el capitalismo mismo. Y con esta clase de noticias pasa que como casi nadie se para a verificarlas y a calcular, siquiera sea un poco por encima, la gente se va haciendo a la idea de que esto es el acabose, y de que no habrá más remedio que obedecer a tanto sabio desinteresado, que es de lo que se trata.
Leibniz no solo esperaba que calculásemos, sino que daba por supuesto que seríamos capaces de discutir, y esto es lo que se va perdiendo de manera irremediable porque el mundo se está llenando de nuevos inquisidores, de exigentes fariseos, de sacerdotes de nuevos cultos que quieren hacernos creer, y para ello se les está dando un instrumento poderosísimo, la proliferación de datos, de informaciones, de memes y de ideas que no se suelen someter a contraste, que se compran en el gran supermercado de las novedades, las identidades y las religiones a las que hay que asentir, porque, cada vez más, las legiones de fervorosos nos apabullan con sus verdades incontestables, con sus evidencias más allá de cualquier sospecha, y todo eso se hace para que no pensemos ni calculemos, para que nos limitemos a obedecer como se hace en los paraísos orientales en los que nadie discrepa y el progreso es infinito. ¡Pobre Leibniz, ya dijo Voltaire que era un poco cándido!
Foto: Immo Wegmann.