Cuando se mira un poco de cerca el clima político español en el entorno de la guerra de Cuba, llama mucho la atención que, con la excepción de algunos militares y muy pocos otros que fueron conscientes del desastre al que nos conducíamos, buena parte de los políticos y de los periodistas trataban de manera despectiva a los norteamericanos, y daban por hecho que nuestros desvencijados navíos les iban a propiciar una buena somanta. No fue así, y aparte de convertirnos en uno de los países más antinorteamericanos del mundo, sino el que más, no acaba de estar claro que los españoles hayamos sacado de aquella amarga derrota una lección de provecho.
He pensado en esto al ver los insistentes aplausos con que se ha recibido a pedro Sánchez al volver de Europa, como si hubiese obtenido una victoria moral y económica digna de que el pueblo se echara a las calles. No ha sido así, pero nos lo quieren vender como si tal fuere. La clase política en su conjunto exhibe el mismo tipo de fanfarronería absurda que los políticos de 1898, y puede hacerlo porque se lo consentimos. Nadie se esfuerza en obligar a los políticos a comparar sus percepciones, y sus relatos con la cruda realidad. Con ocasión del desastre de Cuba, Ramón y Cajal dijo que fuimos arrastrados a esa guerra por “los indoctos y por los delirantes”. No son más doctos ni más sensatos los que ahora tratan de ocultarnos que vamos aceleradamente hacia el desastre.
El disparate de un Estado cuyos servicios son insostenibles e ineficaces, baste recordar cómo se ha gestionado la pandemia y el escandaloso caos estadístico al respecto, no parece ser suficiente para que caigamos en la cuenta de que estamos empeñados en un camino de perdición, que no hay país en el mundo que pueda subsistir cuando bastante menos de la mitad de su población tiene que mantener con su esfuerzo las rentas de bastante más de la mitad que no trabajan. Y eso era lo que pasaba hace seis meses, cuando según nuestros medio epidemiólogos, el virus no iba a causar ni media docena de víctimas en España, y han muerto cerca de 50.000 personas, como reconocen, al menos, tanto el Instituto de Estadística como el Carlos III. Cuando se acabe de hacer el buen cómputo del daño económico infligido por la esa mala política, apenas disfrazada con el heroísmo y el sacrificio de muy pocos, la situación será todavía más dramática.
Es una desgracia enorme que nos volvamos insensibles al gasto que se hace en nuestro nombre, es como si tolerásemos que en nuestras cosas las decisiones económicas las tomase un okupa, bajo amenaza de ponerse violento si no tragamos
No quiero centrar las responsabilidades en el señor Sánchez, aunque él se empeña en que lo hagamos, cuando se atribuye el éxito en la terrible crisis vivida (“Hemos derrotado al virus”, declaraciones del 5 de julio) o no da las discretas instrucciones necesarias para que sus edecanes y secuaces no se pasen con el incomprensible aplauso. Tampoco se puede alabar a quien olvida que el gobierno de Rajoy aumentó la deuda pública en un 28% sobre el PIB (Aznar 47%, Zapatero 70%, Rajoy 98%) e hizo que su importe sobrepasase, por primera vez en cien años, al 100% del PIB, es decir que el PP debiera preocuparse de explicar qué harían en caso de ganar, en lugar de sostener, con muy mala memoria, que lo volverán a hacer bien. Eso no habría bastado ni cuando el PP andaba por los 10 millones de votos, pero ahora ya no es solo insuficiente, resulta insultante.
Con una situación como la que padecemos, con la imagen de España por los suelos (en Europa tienen la buena costumbre de sumar bien sus muertos, y los turistas europeos siguen queriendo sol y buena cocina, pero no parecen muy dispuestos a creer la propaganda que dice que aquí no ha pasado nada), y con la posible amenaza, que ojalá no se haga cierta, de un recrudecimiento de la pandemia, los políticos parecen seguir a lo suyo, alardeando de tener las mejores soluciones, por descontado que sin explicarlas, y empeñados en una pelea de gallos despeluchados y sin el menor interés hasta para los más crédulos. Y no es que no existan soluciones, claro que las hay, el Banco de España ha estado a la altura explicando con claridad suficiente cuál es la situación y qué es lo que debe y puede hacerse, pero los remedios tienen el coste de las verdades amargas, de manera que los partidos parecen dispuestos a seguir mintiendo con tal de poder presumir de los supuestos méritos que se atribuyen con un desparpajo insolente, y confiando en que los españoles sigamos siendo tan borregos que les compremos esa mercancía averiada de que la culpa es siempre de los otros.
Por si fueran pocos nuestros males, la insolidaridad territorial está desatada, y Urkullu se permite exigir 2.000 millones de propina para dignarse aparecer en una conferencia de presidentes en que cabe sospechar que Sánchez hablará mucho para no decir nada mientras les concede a los demás cinco minutos de gloria. Urkullu, al menos, ha dado sus razones, al explicar que trata de que nadie confunda a Euskadi con otra región cualquiera. Todo, como se ve, maravilloso, pero Sánchez dispondrá de abundantes televisiones y tendrá hasta al Rey de oyente, de forma que le debe parecer que esas migajas están bien empleadas.
Me parece insólito, y no acabo de creerlo, que a una gran mayoría de los españoles que trabajan y se esfuerzan por mejorar, no les dé vergüenza tener que soportar unas políticas que nos obligan a ser pedigüeños, a no poder afrontar con nuestro esfuerzo lo necesario para vivir con dignidad y vernos obligados a cargar con una deuda creciente e insoportable que pagaremos, queramos o no, en términos muy duros, que caerá como una losa insoportable sobre los hombros de nuestros hijos y nietos (por cierto, el otro día alguien me dijo que seguimos pagando intereses de la guerra de Cuba) y que supone cerca del 10% del presupuesto público.
Pero lo que añade acíbar a esa pesada carga es que nunca acabamos de enterarnos en qué se va ese dinero, que no se nos permite discutir con claridad qué clase de gastos consideramos soportables y necesarios y cuáles estaríamos dispuestos a cortar, de poder hacerlo. Una impenetrable malla contable, a la que se tiene la desvergüenza de calificar como transparencia, impide saberlo. Solo sabemos que el gasto va siempre a más y que eso nunca favorece a todos sino solo a algunos, que crea mayores barreras administrativas y multitud de privilegios ocultos, aunque otros no lo estén tanto, como la propina de lehendakari por acudir a Suso y a Yuso.
Es una desgracia enorme que nos volvamos insensibles al gasto que se hace en nuestro nombre, es como si tolerásemos que en nuestras cosas las decisiones económicas las tomase un okupa, bajo amenaza de ponerse violento si no tragamos. El asunto es tan grave que tiendo a creer que cuando Chaves o Griñán le decían al juez que no sabían en qué se habían empleado los miles de millones de euros de los ERE andaluces eran sinceros. En lo que mentirían es si dijesen que no tendrían que saberlo, pero eso es lo que hemos consentido, que la democracia se haya convertido en un mercado persa en el que solo los más avispados aciertan a sacar tajada.
Nos adentramos en tiempos muy duros, en los que mucha gente buena, trabajadora y decente lo va a pasar muy mal. Es hora de ser muy exigentes con las administraciones públicas y con los que las gobiernan, porque sin saber pormenorizadamente en qué se gasta tamaña cantidad de dinero, no hay democracia posible. Nos quieren acostumbrar a una democracia de declaraciones presuntuosas y de bravatas, de broncas artificiales y demagogia infinita. Tendremos que exigir rendiciones de cuentas, explicaciones a fondo, sin dejarnos llevar por esa manía de viejos hidalgos a los que parece que les da vergüenza hablar de dinero.
Vamos a tener que afrontar estrecheces, restricciones, recortes, despidos, abandono de proyectos, cierres de empresas, un paro brutal, y podremos hacerlo, pero sería penoso que dejásemos pasar esta oportunidad de abandonar un camino de perdición por no apretar las tuercas a nuestros políticos para que nos digan la verdad y dejen de mirarse al obligo y aplaudirse.