El frío saludo del jugador de la selección española de fútbol Daniel Carvajal al presidente en el Palacio de la Moncloa ha provocado una fuerte controversia. Los que vieron en esa frialdad una ofensa intolerable argumentan que Pedro Sánchez, por encima de cualquier otra consideración, es el presidente del Gobierno y representa una de las instituciones y organismos del Estado. Por lo tanto, la frialdad de Carvajal hacia el presidente no sólo es un desaire personal, también es un desaire a la institución del Gobierno. Añaden además que, nos guste o no, Sánchez es el presidente de todos los españoles, lo que agravaría la ofensa, pues al desaire institucional se añadiría el desprecio al pueblo.

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Sin embargo, la mayor o menor efusividad en un saludo protocolario es, además de una apreciación subjetiva, un mero matiz, puede que significativo pero matiz, al fin y al cabo. La ofensa hacia una institución no se basa en matices más o menos apreciables, sino en acciones que objetivamente atenten contra el debido protocolo. Por ejemplo, ofensivo es que las autoridades de Cataluña se nieguen a asistir a un acto institucional de la Corona, no que asistan pero sean poco efusivas con el rey. En el caso de Carvajal esto es aún más evidente porque es un jugador de fútbol, en realidad, un simple ciudadano, no una autoridad del Estado.

Ningún poder, institución o protocolo puede obligar a un ciudadano a exteriorizar emociones que no siente, tampoco puede censurarle por ello

Carvajal no ofende a la institución del gobierno por ser frío con Sánchez porque ser distante o efusivo es su prerrogativa. Ningún poder, institución o protocolo puede obligar a un ciudadano a exteriorizar emociones que no siente, tampoco puede censurarle por ello. Si acaso, negarse a asistir a la recepción del presidente o, llegado el momento, no cumplir con el protocolario saludo podrían considerarse desaires. Pero Carvajal no hizo nada de eso. En lo sustancial respetó las formas. A partir de ahí mostrarse más o menos efusivo es su derecho.

Quienes exacerban esta controversia identificando la frialdad de Carvajal con una actitud antidemocrática, entienden las cosas justamente al revés. Es el representante político, en este caso el presidente, el que está obligado a ser comprensivo y aceptar que un ciudadano, Daniel Carvajal, la salude fríamente porque, precisamente, como argumentan los ofendidos, el presidente no se representa a sí mismo sino a la institución del Gobierno. Y el Gobierno no es una institución que se auto legitima; mucho menos un poder solipsista con derecho a vasallaje.

La legitimidad de origen del Gobierno proviene de elecciones libres y esta legitimidad política es lo que justifica el ejercicio de la autoridad. A partir de ahí arranca un concepto más ambiguo pero decisivo, la legitimidad de ejercicio. El Gobierno no gobierna para sí mismo, gobierna para el pueblo: la razón de su autoridad es servir al pueblo. Por eso, cada cierto tiempo el pueblo decide si renueva su confianza o releva al gobierno, en función de cómo valore su servicio. Entretanto, el gobierno debe aceptar la crítica. Más aún, debe prestarle oídos, aunque le disguste. No censurarla ni perseguirla.

Carvajal, con la frialdad, simplemente muestra su desaprobación respecto de cómo está ejerciendo la autoridad el presidente. No hay ninguna ofensa en eso. No ha reusado acudir a la Moncloa. No le ha negado el saludo al presidente. No ha pronunciado ningún reproche. No ha dicho una sola palabra. No ha cometido ningún exceso ni hecho nada inaceptable. En definitiva, no ha faltado al respeto a Pedro Sánchez ni a la institución que representa, menos aún al pueblo.

Sin embargo, la consigna parece ser desacreditar a Carvajal y a todo aquel personaje popular que no se muestre afectuoso con el presidente. Así, un periodista de El Confidencial llega a afirmar en una pieza que Daniel Carvajal pierde popularidad por el desaire con Sánchez. Si esto realmente es así es que hemos perdido el norte. Pero dudo mucho que sea cierto, salvo para esa prensa que busca congraciarse con el poder dando por ciertas corrientes populares que sólo existen en su cabeza y colaborando en una mezquina caza de brujas. De hecho, es posible que sea justo al revés, que Carvajal se haya ganado la simpatía de muchos españoles, al menos de ese 64% que según el barómetro del CIS del pasado mes de junio afirmaba tener poca o ninguna confianza en este presidente.

Los falsos ofendidos parecen querer instaurar una suerte de delito de “desafección” con el que castigar a los desafectos a Sánchez. Así, cuando un ciudadano comparece ante el presidente, debe rendirle una pleitesía que va más allá de lo formal hasta trascender sus emociones. No basta con que lo respete, aunque sea secamente, debe amarlo o fingir que lo ama locamente.

A propósito de los gobernantes que exigen el afecto del pueblo, me vienen a la cabeza imágenes en la que la gente aplaude tan devotamente, con tanto fervor a su amado líder que su amor hiede a miedo, un miedo parecido al que se huele en la prensa española, tan dependiente del favor político. Esas imágenes de grupos orquestados aplaudiendo como focas a quien ostenta el poder no corresponden a ninguna democracia sino a otro tipo de regímenes. Seguramente usted, querido lector, sabe a qué regímenes me refiero.

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