Los delitos de odio como justificación ideológica de la censura, la publicidad como palanca mediata, y los verificadores y las plataformas como palanca inmediata. Empezamos a entender cómo se controla el discurso, y cuáles son los pilares de la industria de la censura. Las plataformas, claro, ocupan un papel mucho más importante que los verificadores, en parte porque varios verificadores dependen de ellas, o están comisionados para trabajar allí.

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El debate sobre las redes (Facebook, WhatsApp, Telegram, X, TikTok…) no se puede entender si no se plantea cuál es su verdadera naturaleza. En un principio, una plataforma es como una carretera: ofrece el mismo servicio a todo el mundo, siempre que cumpla unas normas que tienen que ver estrictamente por la circulación de esa carretera. No puedes ir echando a los demás coches de la vía, ni circular en sentido contrario, ni adoptar un montón de otros comportamientos, más o menos gravosos, todos contrarios al propósito de la carretera, que es el de facilitar el tráfico. Así, Facebook, por poner un ejemplo, nos ofrece una infraestructura que nos otorga una identidad y nos permite navegar por todo el contenido que ofrece la propia red social, así como aportar el que nosotros creemos.

La censura llegó. Y fue más allá, mucho más allá, de la lucha contra los discursos de odio o las noticias falsas. De hecho, el objeto de la censura siempre fueron las noticias verdaderas

Por continuar con el paralelismo, entenderemos que la carretera, quizás una autopista, es de titularidad privada y, como Facebook, no se financia con impuestos. De modo que la vía te cobra por el uso que haces de la misma. Quizás otra autopista te deja circular gratis, pero entorpece las vistas con anuncios. Atrae a sus clientes con la gratuidad, y la gran circulación que obtiene es un reclamo para los anunciantes, que sufragan la operatividad de la vía e incluso dejan algún beneficio. Lo mismo ocurre con las plataformas. Sus clientes disfrutan gratuitamente de los servicios de las plataformas, pero facilitan que ésta genere ingresos, aportando sus datos y su atención; el oro del siglo XXI.

La carretera te facilita su espacio, ordenado y señalizado, y los servicios adyacentes, aunque la utilices para ir a un club de mujeres que fuman. O aunque en el coche realices una actividad de dudosa moralidad, como ir escuchando a David Bisbal. La empresa no entra en si tu marca y modelo es uno u otro, o en cuál sea tu sexo o raza, o cuál sea tu religión o concepción del mundo. Tú entras; y si cumples, te van a dejar circular. Eso es una carretera y eso, y no otra cosa, es una plataforma de internet.

Yo recuerdo a un profesor de Hacienda Pública (¡qué cosas llega a estudiar uno!), que nos explicaba que los bienes públicos son tales que una vez ofrecido a uno, se ofrecen a todos. Vamos, que no hay posibilidad de discriminación en la oferta. Aunque las plataformas sí tienen esa capacidad técnica, su ideal es precisamente el de la no discriminación. Tú puedes utilizarla para tus propios propósitos. Y, ¡Vive Dios!, que en una sociedad plural, como son todas las que estén constituídas por más de una persona, habrá propósitos variopintos, particulares y distintos, y muchos de ellos contrapuestos. Nada de ello afecta al carácter abierto, general y libre de una plataforma de internet.

Las plataformas te ofrecen la infraestructura, pero la vida que haya dentro de ellas, que es el contenido, no es su trabajo. El contenido lo facilitan los usuarios. Son ellos, por tanto, los responsables del mismo; no la infraestructura. Y los usuarios tienen que responder por el contenido ante terceros, en ocasiones incluso con la intermediación de los tribunales.

Es decir, las plataformas no son medios de comunicación. Para un periódico de internet, por poner un ejemplo, Facebook es una infraestructura como lo son también los servidores que alojan su contenido. Y no es más responsable de ese contenido que la empresa que ofrece el alojamiento al periódico.

Este es el punto de partida de la llamada Sección 230. Vamos a leer a Jacob McHangama en su libro Free Speech: A Global History from Aristotle to Social Media: “En 1996, el Congreso le otorgó a esta idea crucial una protección legal con la adopción de la Sección 230 de la Ley de Decencia en las Comunicaciones. Otorgaba a los intermediarios online inmunidad frente a los contenidos generados por los usuarios, así como frente a sus esfuerzos bienintencionados por moderar el contenido cuestionable”.

Moderación. Ahí está la madre del cordero. Las plataformas tienen sistemas de limpieza que incluye la eliminación del contenido ilegal, como pueda ser la pornografía infantil. Pero por esa pequeña puerta ha entrado, como si fuera una presa derrumbada de un golpe, la industria de la censura. Primero desde el discurso político, y luego desde las leyes, se ha intentado vaciar de contenido la Sección 230, para responsabilizar a las plataformas por el contenido que albergan. Las propias plataformas, quizás haciendo de la necesidad virtud, se han prestado a censurar los contenidos que otros actores consideraban inadecuado o inconveniente.

¿Cuándo empezó a ocurrir todo esto? No tenemos más que ver el gráfico elaborado por David Rozado que recoge la frecuencia de las palabras misinformation y disinformation en la prensa y en las publicaciones académicas:

Sí, 2016. Sí, el año en que Donald Trump se convirtió en candidato republicano, y luego en presidente, contra el empeño de toda la prensa, y con el solo apoyo de su comunicación directa con los votantes por medio de las plataformas.

La censura llegó. Y fue más allá, mucho más allá, de la lucha contra los discursos de odio o las noticias falsas. De hecho, el objeto de la censura siempre fueron las noticias verdaderas, que son las que resultan peligrosas.

Por lo que se refiere a Facebook, el propio Mark Zuckerberg ha contado al menos parte de las presiones que sufrió para censurar la noticia, verdadera, sobre el contenido del ordenador portátil de Hunter Biden. La noticia se publicó, oportunamente, en octubre de 2020, en plena campaña por la presidencia que enfrentaba al presidente Trump con el expresidente Joe Biden. La noticia era comprometedora, por lo menos para una capa, fina o gruesa, de votantes con conciencia cívica. Y fue censurada por FB y por Twitter, también oportunamente.

Mark Zuckerberg ha hablado con cierto aire de indignación y arrepentimiento, sobre cuya sinceridad, la verdad, nada tengo que decir. Lo interesante es que la última vez que el dueño de la plataforma ha mencionado el caso, también ha dicho que ha cambiado de posicionamiento ideológico, y que ahora es libertario; es decir, crítico con el poder excesivo en manos del Estado. Lo que aquí llamamos “liberal”.

Pero no es sólo con el FBI con quien Zuck ha tenido tratos. De nuevo, seguimos al experto, Matt Palumbo, en este caso. En enero de 2018, Facebook anuncia que introduce un algoritmo para favorecer a las noticias fiables. El efecto sobre uno y otro lado del espectro ideológico es inmediato. Según un informe de NewsWimp, de abril del mismo año, “Los cambios pueden dividirse en dos grupos bastante diferenciados: aumento de la participación de los principales medios de noticias, como CNN y NBC, y descenso de los sitios más pequeños, centrados en la política, y de los editores de entretenimiento”.

Así, mientras que la CNN aumentaba su tráfico desde Facebook un 30,1% y el New York Times un 48% en ese período de tiempo, el Western Journal pasaba de los 20,5 millones de interacciones a 9,1, y el Daily Wire de 18,6 millones a 15.

Más tarde, en 2020, Facebook organizó una “mesa de supervisión” con 20 organizaciones miembro. De ellas, 18 tenían relaciones con el emporio de George Soros. No era sólo el FBI, como vemos.

Por eso, Donald Trump amenazó con darle la vuelta a la situación desde la Sección 230: si decides qué contenido debe entrar o no en tu red social, no eres una plataforma; no eres una infraestructura abierta a todos. Pierdes los privilegios que otorga la Sección 230, y serás responsable de cada contenido que aparezca en tu sitio. Me parece una medida justa, y espero que se implante en la reedición de la presidencia de Trump.

La otra gran red social vinculada al discurso de la actualidad es, por supuesto, Twitter. X, si quieren, pero yo voy a seguir llamándola con su nombre original, mientras el lector me siga entendiendo. Uno de los hechos políticos más decisivos de los últimos tiempos se ha producido fuera de la política; pero como ahora todo es política, pues se ha producido dentro: la compra de Twitter por parte de Elon Musk.

Musk tiene dinero para perder los 44 mil millones de dólares que destinó a la compra de Twitter y volver a comprarlo por la misma cantidad, o más. Afortunadamente, no lo necesita. Musk es otro libertario, al menos en lo que se refiere a la cuestión crucial de nuestro tiempo: la libertad de expresión. Al menos, en los Estados Unidos. El resto de países debe de importarle menos, pues se ha plegado a las normas internas de censura en casi todos ellos.

En una serie de artículos elaborados por varios periodistas, facilitó toda la política de censura operada desde Twitter, y que siempre beneficiaba a un lado, la izquierda, y perjudicaba al otro, la derecha. Y, sí, beneficiaba a los demócratas frente a Donald Trump. Siempre Donald Trump.

Pero lo más importante de lo que ha hecho Elon Musk en Twitter, creo yo, es la creación de las notas de la comunidad. Las notas las ponen y las valoran los propios usuarios. De modo que triunfan las correcciones que están mejor hechas porque se refieren al asunto en cuestión, aportan una evidencia relevante o utilizan un lenguaje neutro, entre otros motivos. Al final, no necesitamos a los verificadores.

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