No es lo más común que el mayor hito de tu carrera sea al inicio de la misma. Sarah Weddington tenía aún fresca la memoria de las últimas clases de la Texas Law School, cuando presentó una demanda colectiva en nombre de Jane Roe, una mujer que quería abortar el nacimiento de su bebé, a quien había concebido recientemente. La acción legal se dirigía contra el fiscal del distrito del condado de Dallas, Henry Wade.

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Wade impidió que Roe abortara, porque las leyes del Estado lo prohibían; no se trataba del capricho del fiscal. El asunto llegó al Tribunal Supremo de los Estados Unidos. Weddington defendió ante el alto tribunal el caso de su cliente en diciembre de 1971, y de nuevo en octubre de 1972. Por una decisión de siete jueces a favor, y dos en contra, Roe vs. Wade resolvió darle la razón a la abogada, y declaró que la práctica del aborto era legal en los Estados Unidos. Sarah Weddington era entonces una recién licenciada. Ha muerto recientemente, cuando se iban a cumplir 49 años de aquélla sentencia.

En los Estados Unidos impera la common law, pero bajo el amparo de la Constitución de los Estados Unidos. Y ni por un lado ni por el otro parecía fácil encajar el aborto. En realidad, no era posible. Por eso es tan interesante este caso, además de por sus enormes implicaciones para el país y para todo Occidente

Nada presagiaba que Sarah Ragle, que así se llamaba antes de casarse, fuera a tener ese papel en un caso así. Era la hija de un pastor metodista. Sarah era una niña adelantada, sobresaliente en las notas, participativa en la vida de la Iglesia, que en la ciudad tejana de Abilene de entonces (rondaba los 50.000 habitantes), se confundía con la vida en sociedad. Terminó el bachillerato dos años antes que sus compañeros, y se licenció en Inglés.

Pero eso no colmaba sus aspiraciones. En 1964, Sarah se matriculó en la Texas Law School. Terminó la licenciatura a los tres años, entre el 25 por ciento con mejores notas de la clase. Fue una de las cinco mujeres que se licenciaron en 1967. Otra sería su amiga Linda Coffee, que muy pronto le acompañaría en la aventura de echar por tierra la prohibición del aborto.

Sarah sabía de lo que hablaba. En el último año de la carrera quedó embarazada de Ron Weddington, quien sería su marido durante los años clave de su enfrentamiento con las leyes de Tejas (1968-1974). Y los dos resolvieron cruzar el Río Grande para realizar un aborto ilegal en Méjico.

El asunto le preocupaba, y ella, con sus compañeros, estuvieron estudiando el modo en que podía encajar el aborto en la legalidad de aquél país. En los Estados Unidos impera la common law, pero bajo el amparo de la Constitución de los Estados Unidos. Y ni por un lado ni por el otro parecía fácil encajar el aborto. En realidad, no era posible. Por eso es tan interesante este caso, además de por sus enormes implicaciones para el país y para todo Occidente. ¿Qué hizo posible la sentencia Roe v. Wade?

En primer lugar, tenemos que remontarnos a la decisión Marbury vs. Madison, del famoso juez Marshall. Marshall, un decidido federalista, asentó en esa decisión (1803) que el Tribunal Supremo era el último árbitro de la constitucionalidad de las leyes. La práctica ha sancionado esa decisión de forma tan abrumadora, que es difícil entender ahora que la Constitución no prevé esa función para el Tribunal Supremo, y que en principio los Estados tenían al menos el mismo título para decidir qué es o no Constitucional en su territorio.

El segundo hito de esta historia es a comienzos del siglo siguiente. El Tribunal Constitucional, tras sufrir importantes vaivenes, había ido ganando en independencia y profesionalidad. Y se atenía a su función, que era la de contrastar las leyes con su adecuación con la Constitución y sus principios.

Esto le había colocado en una posición de legislador negativo en los Estados Unidos, rechazando numerosas leyes y regulaciones que violaban el derecho a la propiedad o la primacía de la autonomía de las partes frente a consideraciones más tuitivas, emanadas del proceso político.

Pero la torre del Tribunal Supremo se fue horadando desde el ámbito político e intelectual, hasta derrumbarse casi por completo. Durante la era progresista (finales del XIX-comienzos del XX), los criterios puramente jurídicos fueron sustituidos por la tiranía de los expertos. El movimiento progresista veía al proceso político como un pozo de corrupción (lo era), y quiso sustituirlo reemplazando a los políticos con seres de luz, moralmente intachables e intelectualmente preparados con las últimas noticias de la ciencia. Ese mismo prejuicio se llevó a los tribunales. La base de las decisiones no debía ser la ley, o no sólo la ley, sino los dictámenes de los expertos.

El enfrentamiento con la Administración de Franklin D. Roosevelt dejó a la institución exhausta, y los cambios intelectuales del XX acabaron por transformar al Tribunal Supremo. Para 1972 ya estaba maduro para adoptar una decisión así.

Recuerdo la sensación de sorpresa que experimenté al leer por vez primera la sentencia Roe vs. Wade. El encaje que le encontraron la joven abogada y los redactores de la sentencia fue el derecho a la privacidad. La Constitución de los Estados Unidos, un texto de finales del siglo XVIII, no menciona la privacidad por ningún lado.

La sentencia hace ver que la privacidad está implícita en el principio de debido proceso, que se encuentra en la decimocuarta Enmienda a la Constitución. Y tan implícita; eso sí que es privacidad.

Lo que me interesa de este asunto no es el debate a favor o en contra del aborto, sino recoger cómo las incesantes olas de la ideología pueden erosionar los más firmes principios del Derecho, y corromper las instituciones más asentadas.

Por lo que se refiere a Jane Roe, su nombre verdadero es Norma McCorvey. La sentencia del Tribunal Supremo no llegó a tiempo para que ella pusiera fin a su embarazo. McCorvey se convirtió al protestantismo, y más tarde al catolicismo. Lleva años en el activismo pro vida.

Foto: Isaac Quesada.


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